Hace muchos, muchos años, un viejo leñador que
vivía en una pequeña aldea a la orilla de un gran bosque, salió por la mañana
como era su costumbre diaria a cortar unos árboles para el señor de la
provincia. Cuando estaba a medio camino observó a un pequeño perro blanco que
estaba tumbado a la vera del sendero. El animal estaba delgado y esmirriado y
no tardaría mucho tiempo en morir de hambre y de frío. El sufrimiento de la
criatura movió la piedad del leñador quien lo cogió en sus manos, ¡opuso
tiernamente en el regazo de su quimono y se volvió a casa. Su esposa vino
corriendo hacia él sorprendida de que volviera tan pronto, y le preguntó qué
había pasado. Como respuesta, el hombre descubrió al pequeño perro y se lo
mostró a su mujer.
-¡Pobre perrito! -exclamó ella enternecida-.
¿Quién ha podido ser tan cruel contigo? ¡Y qué inteligente pareces ser con tus
claros y brillantes ojos y tus orejas vivas y alertas! Unos viejos como
nosotros te tendrán a gusto en su casa.
-En efecto, así es -murmuró el anciano que
estaba deseando tenerlo como mascota.
Llevaron pues adentro al perro, lo colocaron
en el suelo de paja y se pusieron en seguida a atender su enfermedad.
Con estos cariñosos cuidados el pequeño perro
se puso bien del todo y fuerte. Sus ojos brillantes resplandecían, sus orejas
se ende-rezaban al más mínimo ruido, su hocico estaba siempre moviéndose de un
lado para otro, curioseándolo todo, y su pelo se cubrió de tal blancura que la
anciana pareja le llamaba Shiro, que significa blanco. Como quiera que los
ancianos no tenían hijos Shiro fue tan querido para ellos como un hijo y el
animal seguía a los viejos adonde quiera que iban.
Un día de invierno el anciano cogió el azadón,
lo echó sobre su hombro y marchó al huerto a coger unas verduras. Shiro, a
quien siempre le alegraban enormemente estas ocasiones, saltó y brincó
alrededor de su amo haciendo grandes círculos, y luego pegó varias carreras
hacia las zanjas y los matorrales.
Cuando llegaron al campo echó a correr tan
locamente como siempre y ladró de placer al arrojarse sobre la maleza.
De repente se detuvo. Sus orejas se alzaron y
se pusieron erectas y todo su cuerpo se avivó y tensó. Con el hocico en el
suelo echó a andar lentamente hacia la empalizada que había cerca de una de las
esquinas del huerto. Su hocico se contrajo olfateando encima de un montoncito
de tierra. De pronto empezó a escarbar furiosamente apartando la tierra y
echándola para atrás con sus patas. Su fuerte y excitado ladrido atrajo la
atención del anciano que se hallaba en la otra puerta del campo, y pensando que
Shiro tenía que haber descu-bierto algo muy extraordinario para que se
comportase de aquella manera, echó a correr hacia donde estaba el animal para
ver qué era aquello.
El hombre cogió su azadón y empezó a cavaren
el agujero que había abierto Shiro, y apenas había pegado dos golpes con la
herra-mienta cuando una lluvia de monedas de oro empezó a manar como si fuera
de un manantial invisible y a llenar el aire. El anciano se echó para atrás sorprendido
y volvió corriendo a su casa para que su mujer viera el milagro.
Sin embargo su vecino, un hombre avaricioso y
de mal genio que también había sido atraído por los ladridos de Shiro, había
presen-ciado esta maravilla increíble desde la otra parte de la cerca de bambú
que separaba sus campos. Sus ojos resplandecieron de codicia y casi no pudo
controlar sus crispadas manos. Muy astuta-mente adoptó una voz amigable y rogó
a los ancianos que le presta-ran el perro durante el día. Corteses y bondadosos
como eran, y siempre dispuestos a prestar servicios, el anciano levantó a
Shiro, le dijo que se portaracomo un buen perro y se lo entregó al vecino por
encima de la empalizada.
Al notar la mala naturaleza del hombre, Shiro
se negó a seguir a su amo temporal. Se echó al suelo temblándole el cuerpo de
miedo. El vecino lo acarició y le gritó, le gritó y lo acarició, pero sólo para
conseguir que el temor de Shiro aumentase más. Cada vez más colérico por su
parte, el hombre ató una cuerda alrededor del cuello de Shiro y lo llevó
arrastrando hasta un rincón de su huerto en el que lo ató a un árbol, y lo hizo
tan apretado y dejándole tan poca cuerda para moverse con libertad, que la
pobre criatura se vio forzada a estar echada en una postura agonizante. Su
garganta estaba tan constreñida por la cuerda que ni su verdadero amo podía oír
sus débiles ladridos.
-Ahora -dijo el malvado vecino-, ¿dónde está
enterrado? ¿Dónde está enterrado? Búscamelo o te mataré, despreciable sabueso.
Furioso, golpeó la tierra ante el hocico de
Shiro. La hoja del azadón se hundió en la tierra y chocó contra algún objeto
metálico. El arisco hombre se enderezó tenso. Sus ojos se ampliaron en ávida
expectación. Al momento siguiente estaba arañando la tierra con ambas manos en
medio de un frenesí de avaricia. Sin embargo, cuando no pudo desenterrar más
que viejos andrajos, zuecos de madera y tejas rotas, su furia se hizo
incontrolable. Agarró el azadón otra vez y golpeó salvajemente a Shiro, que
en aquel instante se quejaba y se ponía a cubierto aterrorizado al pie del
árbol. El golpe hirió cruelmente al animal, pero también cortó la cuerda que le
sujetaba, por lo que el perro echó a correr en angustiados círculos, herido por
el tajo y aullando de dolor. Su verdadero amo, atraído ahora por sus ladridos,
corrió hacia la cerca, y al ver lo que estaba ocurriendo se llenó de pena.
Shiro atravesó la cerca y su amo lo cogió cariñosamente en sus manos.
-Shiro, mi pobre Shiro, ¡qué cosa tan terrible
te ha ocurrido! ¿Podrás perdonarme? ¿Podrás perdonarme mi cruel error?
-lloriqueó el anciano.
Pero Shiro se apretaba temblando contra él.
El hombre regresó tristemente a su casa con su
mascota. Allí le bañó y curó su herida y le dio de comer su comida preferida.
Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, el azadón de su infame vecino, le
había herido tan gravemente que el animal murió aquella misma noche.
Los ancianos quedaron traspasados con su
pérdida. Aquella noche no pudieron dormir y por la mañana temprano, con gran
dolor y triste amargura, enterraron a su pequeña mascota en el rincón del
huerto donde había ocurrido el milagro de Shiro. Sobre su tumba el anciano
puso una pequeña lápida y junto a ella plantó un pino joven. Todos los días la
anciana pareja iba a la tumba y de pie, con las cabezas inclinadas, lamentaban
la pérdida de su amigo.
El árbol creció con una rapidez increíble. En
una semana sus ramas daban sombra a la tumba de Shiro; a los quince días ya se
necesitaban dos personas con los brazos extendidos para poder rodear su tronco;
y al cabo del mes las hojas de su copa parecían barrer el cielo, tan grande
estaba ya. Todos los días el anciano se asombraba ante esta nueva maravilla y
decía:
-Mujer, esto es sin dúda otro milagro. Nuestro
pequeño Shiro ha muerto, pero su espíritu ha penetrado en este árbol. Su
esplendidez y exuberancia no pueden morir. Se ha convertido en la savia de
este magnífico árbol y está brincando furiosamente en sus hojas y ramas. Estoy
seguro de que es así.
Y miraban al árbol con renovado asombro.
Las noticias del rápido desarrollo del árbol
se extendieron en seguida. Desde los lejanos valles y montañas acudían
diariamente gentes con el propósito de contemplarlo. Doblaban el cuello hacía
atrás y forzaban los ojos para ver sus ramas más altas, ahora sumer-gidas en el
halo del cielo. Movían sus cabezas y se susurraban unos a otros que no podía
ser, pero luego volvían a levantar las cabezas para mirar otra vez y no podían
dudar de lo que estaban viendo sus ojos.
Un día de invierno la anciana dijo a su
marido:
-Marido, ¿te acuerdas de cuánto le gustaban a
nuestro pequeño Shiro los pastelillos de arroz? ¿No crees que sería una buena
idea confeccionar un buen mortero del tronco del árbol de Shiro y hacer
pastelillos de arroz para ofrecerlos en su tumba?
-¡Es una idea excelente, fantástica! -replicó
excitado el marido-. Lo haremos como tú dices. E inmediatamente empezó a afilar
su enorme hacha.
Durante la mañana y la tarde siguiente estuvo
trabajando, cortan-do lentamente el enorme tronco. Al fin, con una última y
poderosa oscilación, el majestuoso árbol crujió y cayó a tierra con un rugido
tan poderoso que se tuvo que oír en los rincones más apartados del Japón. De
las hábiles manos del anciano salía poco después un bonito y elegante mortero
que pronto estuvo dispuesto para recibir y moler el resplandeciente y blanco
arroz. Con los corazones llenos de amor y cariño hacia la memoria de su pequeño
amigo, la anciana pareja empezó a machacar el arroz con sus manos de almirez
con el fin de convertirlo en harina antes de cocerlo. Pero apenas habían
macha-cado poco más que una cazuela llena de granos de arroz, cuando ante sus
asombrados ojos todo el puñado de grano se convirtió en un resplandeciente-montón
de monedas de oro.
¡Cómo se maravillaron! ¡Y con cuánta vehemencia
hablaron de su buena fortuna a sus vecinos quienes se alegraron muchísimo de
que a los ancianos les hubiesen caído tales riquezas. Bueno, todos los vecinos
se alegraron menos uno, claro, el hombre irascible que tan cruelmente había
matado al pequeño Shiro. Apenas podía contener su avaricia, al oír la historia
del mortero mágico. Al día siguiente fue a la casa de la anciana pareja, los
aduló, los lisonjeó y fingió gran pena al decir:
-Desde la muerte de vuestro pequeño perro estoy
lleno de un gran remordimiento. Un gran remordimiento, buenos vecinos, porque
siento que tuve yo la culpa. De noche y de día pienso que si sólo existiera una
manera de demostraros lo que siento y de probaros de alguna forma lo arrepentido
que estoy, lo haría contento. Hoy, con toda humildad, he venido a pediros
perdón. Me agradaría muchísimo hacer pastelillos de arroz para ofrecerlos en la
tumba del pequeño Shiro. Pero ¡ay! mi mortero es demasiado viejo, y yo
demasiado pobre para comprar uno nuevo. ¿No me prestaríais vosotros,
bonda-dosos amigos, vuestro mortero por un rato para que yo pueda hacer mi
pequeña ofrenda a nuestro amiguito?
El afecto y la credulidad de los ancianos
quedaron conmovidos profunda-mente ante esta falsa charla, y creyendo que estaba
sinceramente arrepentido, permitieron al sutil bribón que se llevara consigo
el mortero.
Al llegar a su casa no perdió tiempo en monsergas
y se puso a preparar las tortas. Junto a su esposa, igualmente avariciosa, echó
el arroz en el mortero y los dos se pusieron a machacarlo. Siguieron y
siguieron machacando pero el oro no apareció y los dos gritaron furiosamente:
-¡Miserables granos, transformaos en oro,
transformaos en oro!
Y machacaron más vigorosamente que antes.
«Don-don, don-don» decían sus manos de almirez, y los granos volaban en todas
direcciones pero de ellos no salía ni una sola moneda de oro. Sus fuerzas
estaban ya a punto de sucumbir cuando de repente el arroz molido empezó a moverse
y a trans-formarse.
-¡Está cambiando! -aulló el viejo pícaro.
-¡Seremos ricos! -gritó su esposa.
Y se pusieron a bailar de placer alrededor del
mortero. Pero en lugar de aparecer un brillante montón de oro, vieron con
horror que no salían sino viejos andrajos, zuecos de madera y tejas rotas,
exactamente igual a lo que había desenterrado en el campo. Tanta rabia le dio
al hombre que agarró su destral y de un solo golpe partió en dos el mortero. Su
esposa cogió otro destral y frenéticamente convirtieron en pedacitos las dos
mitades del mortero. Encendieron un fuego después, arrojaron en él los trozos
y se pusieron a contemplar cómo se convertían en cenizas.
Al día siguiente el anciano fue a pedirles el
mortero, pero el vecino le dio una grosera respuesta.
-El mortero se rompió y quedó inservible. Al
primer golpe de mi mano de almirez se partió por la mitad, así que lo hice leña
y lo eché al fuego hasta que se convirtió en cenizas. Si éstas te sirven de
algo, cógelas. Están en el horno.
Con estas ásperas palabras el vecino le volvió
la espalda y se negó a decir nada más.
El anciano estaba desolado. Primero miró a su
vecino y luego al horno. No había cólera en su corazón, sólo una honda
tristeza.
-Primero mi querido Shiro, ahora mi maravilloso
y nuevo mortero -se lamentó para sí-. ¡Hombre insensible y sin sentimientos!,
pero ¿qué se le va a hacer? Nada, no, nada puede devolvérmelos. Sólo quedan las
cenizas. Pero son las cenizas de mi pequeño perro; porque ciertamente el
mortero estaba hecho con su divino y maravilloso espíritu. Las cogeré y las
enterraré junto a él. Sin duda se alegrará de saber que su espíritu vuelve a
él.
El anciano recogió las cenizas en una talega
at: arroz y se volvió lentamente a su casa preguntándose lo que diría su mujer
acerca de este nuevo desastre. Apenas había andado la mitad del camino cuando
de un pinar cercano se levantó una suave brisa que danzó momentáneamente entre
los árboles para remolinear luego alrededor del talego de arroz, levantarlo y
expander las cenizas en el aire. La brisa murió con tanta rapidez como se había
levantado y las cenizas flotaron como copos de nieve sobre las frías y desnudas
ramas de los árboles invernales.
Pero cosa maravillosa, allá donde se posaban
las cenizas las ramas desnudas rompían en una profusión de hojas y flores y
pronto por todos los alrededores del anciano la tristeza del invierno se había
transformado en la alegría de la primavera y el aire se llenaba del perfume de
las flores que se abrían. El anciano se volvió lentamente para presenciar este
nuevo milagro. Alargó su mano para tocar las hojas y los pétalos y asegurarse
de su realidad. Lentamente dio una vuelta y otra y otra, con los ojos
sumergidos en el tierno verdor y su olfato lleno de la fragancia de mayo. De
repente echó a correr excitado hacia su aldea.
-¡Mirad, mirad! ¡El viejo jardinero puede hacer
florecer los árbo-les! ¡El viejo jardinero puede hacer florecer los árboles!
¡Mirad, mirad! -gritaba mientras que seguía cogiendo cenizas y poniéndolas
sobre cada árbol y arbusto y viendo cómo éstos abrían sus capullos allá donde
caía la ceniza.
Y sucedió que el señor de la provincia, acompañado
de sus ayu-dantes, estaba haciendo un viaje de inspección por la privincia.
Atraído por los gritos del viejo y por la multitud que rodeaba a éste, el señor
detuvo su caballo y mandó a uno de sus criados que fuese a enterarse de lo que
pasaba.
Mientras tanto el anciano, cuya alegría se
había desatado con el nuevo y maravilloso poder que poseía, se había subido a
un cerezo y al tiempo que cantaba arrojaba la ceniza en cada rama para que las
flores rosas y blancas mostrasen ante ellos toda su esplendidez.
El criado del señor lo llamó. El anciano
descendió del árbol y fue llevado a presencia del señor. Humilde y simplemente
relató su historia, y cuando demostró el milagro de la ceniza el señor se llenó
de gran contento y dijo:
-¡Maravilloso! ¡Verdaderamente maravilloso! Un
hombre que hace que las flores le sigan como una sombra. ¿Dónde habrá otro que
posea un don de tanta belleza? Anciano, te voy a recompensar.
Y el señor descendió del caballo.
Un ayudante trajo una mesa y sobre ella colocó
una rara bolsa de brocado llena de monedas de oro. El mismo señor se la ofreció
al anciano quien, inclinándose primero hasta el suelo, la tomó con humilde
reverencia.
Como apenas podía esperar más para irse a su casa
y contarle a su esposa el milagro de las cenizas y el honor que le había
dispensado el señor de la provincia, echó a correr llevando fuertemente asida
la bolsa, lleno de alegría y riendo de placer.
Pero el codicioso vecino que había sido
testigo de todo el suceso, se llenó de amargura y resentimiento. Volvió
corriendo a su casa y abrió la puerta del horno. Sin duda, pensó, que dentro
habrían quedado rastros de las cenizas y quizás también en el suelo. Llamó a su
esposa y juntos recogieron en una talega todo lo que había quedado. Con la
talega bajo el brazo echó a correr y esperó a la orilla delcamino por el que
habían de pasar el señor y su séquito. El sonido de los cascos de los caballos
le advirtió que la comitiva se estaba aproximando. El hombre se subió rápidamente
al árbol más cercano y empezó a canturrear para sí y a gritar:
-El viejo jardinero puede hacer florecer los
árboles, el viejo jardi-nero puede hacer florecer los árboles! ¡Mirad, mirad!
O sea, exactamente igual que había hecho antes
el anciano.
El señor llegó con su caballo hasta el árbol y
mirando hacia arriba, dijo:
-¡Qué! ¿Así que tenemos otro milagrero en esta
aldea? Este no es ciertamente el mismo viejo que he visto antes. ¡Eh, tú! ¿Eres
otro que puede hacer florecer los árboles? Si es así, demuestra tus pode-res
inmediatamente.
-Sí, mi señor, lo haré enseguida -replicó el
malvado vecino.
Rápidamente empezó a dispersar las cenizas
sobre las ramas. Pero en vez de producir y hacer brotar flores, las cenizas se
disper-saron en todas las direcciones y envolvieron al señor y a sus criados en
una sofocante nube de polvo que penetró en sus ojos y se los inflamó,
hizo asustarse al caballo del señor y el animal se desbocó.
El señor se indignó muchísimo y sus ayudantes
arrastraron furio-sos al estúpido desde el árbol y le pusieron de rodillas ante
su señor. El hombre se arrastró miserablemente y se golpeó la frente contra el
suelo llorando amargamente.
-¡He sido malo y ruin! -gritó desesperado-. En
un arrebato de ira maté al perro de mi vecino y destruí su bonito mortero. No
ha habido sino envidia y avaricia en mi corazón y debido a eso he causado
muchísimo daño a mi buen vecino. Ahora he insultado a mi señor. ¡Perdonadme!
¡Perdonadme! Si accedéis a perdonarme, desdee este momento enmendaré mis
caminos y mis malos pensamientos. Lo único que os pido es que me déis otra
oportunidad.
El señor estaba aún muy disgustado. Reprendió
severamente al hombre de mal carácter pero al final le perdonó con la condición
de que, si no cambiaba su modo de ser aquel mismo día, sería severamente
castigado.
A medida que pasaban las semanas y los meses
la anciana pareja se serenaba más y era más feliz, y su buena fortuna iba
también en aumento. Su vecino y la esposa de éste fueron cambiando lentamente
su carácter y sus caminos. Su envidia dejó sitio a la bondad; su mal genio a la
docilidad; y su grosería con los vecinos a una amistad afectuosa. En cada
fiesta y aniversario los cuatro iban juntos al templo y a la tumba de Shiro
para ofrecer oraciones y pastelillos de arroz para la imperecedera paz de su
espíritu, y el resto de sus días lo gastaron en generosa y buena voluntad los
unos con los otros y con todo el pueblo de la aldea.
Traducción:
Angel García Fluixá
040 Anónimo (japon)
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