¡Machaho!
Había una vez tres
jóvenes, tan hermosas las tres como el día, pero ninguna de ellas se había
casado, porque todas querían desposar al rey.
Un día en que estaban
juntas hablando de este tema, una de ellas dijo:
-Si el rey me desposara,
con un solo grano de trigo le haría tortitas.
Otra dijo:
-Si el rey me desposara,
con un vellón le tejería un buen abrigo.
La tercera no decía nada.
-¿Y tú? -le preguntaron
las otras dos.
-Yo, si el rey me
desposara, le daría un niño y una niña, ambos con la frente de oro.
Estaban cerca del palacio
y, mientras hablaban, el rey las oía, paseándose en sus jardines
resplandecientes de flores.
Así que decidió tomar a
las tres por esposas. Las fiestas que dio a su pueblo en esta ocasión fueron
espléndidas.
Al cabo de unos días
cogió un grano de trigo y se lo dio a la mujer que se había jactado de hacer
tortitas con él:
-A ver -dijo-, haznos
tortitas con esto.
La joven se pasó toda la
mañana en ello, pero, por más que lo intentaba, no podía sacar nada de ese
grano y, por fin, acabó reconociendo a su esposo su impotencia.
El rey cogió entonces un
vellón y, poniéndolo en manos de la que había prometido hacer con él un
abrigo, dijo:
-Toma, hazme un buen
abrigo con esta lana.
La mujer se puso en
seguida manos a la obra. Pero, al cabo de unos días, el vellón se había
terminado y apenas había alcanzando para una pequeña parte del abrigo.
Las dos jóvenes se ponían
aún más tristes cuando veían a la tercera encinta. Pero se consolaban diciendo:
-Ella tampoco podrá hacer
nada. ¿Cómo podría traer al mundo a dos niños con la frente de oro?
Unos meses más tarde, la
mujer dio a luz. Las dos hermanas se acercaron a ella y vieron a dos soberbios
bebés, un niño y una niña, con hermosa cabellera rubia, tan rubia que la frente
de ambos parecía de oro.
Se sintieron de inmediato
muy celosas y comenzaron a buscar un medio de perjudicar a la joven madre.
Fueron a ver a la
comadrona y le dijeron:
-Tú vas y coges a los dos
bebés, los pones en un cofre y luego los tiras al mar. En su lugar pones dos
cachorros. Si haces lo que te pedimos, te cubriremos de oro.
La comadrona al principio
se negó, pero ya amenazándola, ya haciéndole promesas maravillosas, acabaron
por convencerla.
El rey se sintió muy feliz
de saber que su mujer había dado a luz. Cuando preguntó si era una niña o un
niño, la comadrona fingió estar muy turbada.
-¡Pues bien, habla! -dijo
el rey.
-Majestad -dijo ella-,
mirad vos mismo.
El rey se inclinó sobre
la cuna y retrocedió horrorizado.
-Tú habías prometido unos
niños con frente de oro -dijo-. Ya que no ha sido así, sufrirás el castigo
por tus mentiras -se volvió hacia sus servidores-. ¡Que la encierren en una prisión
sin ventanas y que no salga de allí nunca más! Como único alimento, le
llevaréis un pan seco cada día.
Mientras tanto el cofre,
donde estaban los dos niños, se balanceaba sobre las olas, a merced de las
corrientes y de los vientos.
En aquellos tiempos había
en la ciudad un matrimonio de viejos pescadores, que vivían de los peces que
llevaban cada día. Estaban solos. Al principio habían esperado mucho tiempo
tener niños, pero pasados unos años se habían resignado a vivir sin ellos.
Un día en que, como de
costumbre, el pescador había salido a conseguir la pitanza del día, sintió un
peso enorme en el extremo del sedal y tuvo una gran alegría.
-Con este pez nos
mantendremos varios días, o tal vez vaya a venderlo al mercado.
Grande fue su decepción
al ver que en el extremo del sedal colgaba un cofre enorme que, al estar
empapado en agua, se hacía aún más pesado. Lo volvió a tirar al mar, pero el
cofre volvió por segunda y por tercera vez. El pescador, harto, decidió
llevarlo consigo a falta de peces:
-Tal vez mi mujer le
encuentre alguna utilidad.
Una vez en su casa, le
entregó el cofre a su mujer, quien se alegró mucho de recibirlo, porque la
pobre choza estaba completamente desprovista de muebles. Ella se puso a
golpear en la cerra-dura hasta que el cofre se abrió.
En seguida surgió de él
una gran luz, que llenó los rincones más recónditos de la oscura choza. Cuando
los pescadores volvieron en sí del deslum-bramiento, vieron en el fondo del
cofre a dos bebés, uno en brazos del otro. Eran un niño y una niña. Los rayos
que ilumina-ban la choza salían de su frente.
La anciana se puso a
lanzar gritos de alegría:
-Dios nos envía a estos
niños para llenar el vacío de los que nunca tuvimos.
Pero el pescador volvió a
bajar la tapa.
-Apenas nos alcanza para
vivir los dos... ¿Vamos a cargarnos con dos bocas más que alimentar? Voy a
echar de nuevo este cofre al mar.
-No -dijo la mujer-;
estos niños son aún muy pequeños, no nos costarán demasiado. De todas maneras,
yo me ocuparé de ellos.
El pescador se dejó
convencer. Llamaron Aziz al niño y a la niña Aziza y continuaron viviendo pobremente
del producto de su pesca, como habían hecho hasta entonces. La anciana
alimentaba a los niños con la leche que le daban los vecinos. A medida que
crecían, les hacía falta más alimento, pero el pescador llevaba bastantes
peces para todos; por otra parte, confiaba en que el niño muy pronto lo ayudaría.
Por lo demás, Aziz y Aziza tomaban a los dos viejos pescadores como sus padres.
Cuando crecieron,
adquirieron la costumbre de salir a jugar con los niños de su edad en la plaza
que estaba al pie del palacio del rey. Un día en que Aziz y Aziza estaban allí,
vieron que desde la ventana de una de las habitaciones el príncipe los miraba
con ojos ávidos, porque él no podía salir a jugar con los otros niños de la
ciudad. Aziz lo llamó desde lejos:
-¿Quieres jugar con
nosotros?
-Me gustaría mucho -dijo
el príncipe-, pero tengo miedo.
-¿De qué? -dijo Aziz-.
Hay una puerta detrás del palacio, donde nadie vigila. Sal por allí. Jugaremos
un rato y volverás en cuanto hayamos acabado.
El hijo del rey acabó por
dejarse convencer, tantas eran las ganas que tenía de jugar con los niños.
-Yo suelo jugar con
dinero -dijo al llegar-. ¿Cuánto tenéis vosotros?
-Sólo tenemos un luis
-dijo Aziz.
-¿Un luis? No jugaremos
mucho, porque os ganaré en seguida.
Comenzaron a jugar. El
hijo del rey perdía todas las veces, por falta de costumbre y porque estaba
distraído: a cada instante miraba hacia la puerta del palacio, para ver si los
guardas estaban buscándolo. Al fin Aziz y Aziza le ganaron todo su dinero.
Habían juntado una gran cantidad de luises y volvieron a su casa muy
orgullosos.
El pescador y su mujer no
daban crédito a sus ojos. Tuvieron al principio sus sospechas: se preguntaban
cómo los niños habían conseguido en una mañana una cantidad de oro que el
pescador no habría podido juntar durante toda su existencia. Cuando se
enteraron de que había sido jugando con el príncipe, al principio tuvieron
miedo de que el rey fuese a reclamar la fortuna perdida por su hijo y, por añadidura,
los metiese en la cárcel. Pero el príncipe se cuidó mucho de comentarle a alguien
el chasco que se había llevado y, al cabo de varias semanas, los pescadores
decidieron aprovechar la fortuna que la providencia les había enviado.
Abandonaron su miserable
choza para irse a vivir a una casa magnífica, que compraron en el barrio más
rico de la ciudad. Después de haber llenado su palacio de muebles preciosos,
les que-daba todavía bastante dinero para vivir en la opulencia, a ellos que
habían conocido la miseria toda su vida. Además eran ambos muy viejos y el
pescador no podía siquiera salir con su caña todas las mañanas, como lo había
hecho hasta entonces. Al poco tiempo cayó enfermo y, sintiendo que estaba al
final de su existencia, hizo llamar a los niños para revelarles que no era su
padre, que simplemente los había encontrado en un cofre que había sacado del
mar.
-Vosotros sois nuestros
verdaderos padres -dijo Aziza-; nos habéis educado como hijos.
Poco después el pescador
y su mujer murieron, consumidos por la vejez y las fatigas.
* * *
Pasaron los años y Aziz,
convertido en un joven fuerte y hermoso, cobró una afición apasionada por la
caza. Por la mañana montaba en su caballo blanco y se iba, dejando en casa a
Aziza, cuya belleza se había vuelto objeto de todas las conversaciones. Quienes
los habían conocido en la miseria se preguntaban de dónde les llegaba toda esa
fortuna y, secretamente, los envidiaban.
De todos los habitantes
de la ciudad, la que más celos tenía de su felicidad era una vieja bruja con el
cuerpo muy huesudo y con el corazón negro. Un día en que Aziz estaba de caza,
fue a ver a Aziza:
-Vengo a ver cómo estás
de salud -le dijo.
-Bien, muchas gracias.
-En cuanto a la felicidad
-dijo la bruja-, sé que la tuya es grande.
-Gracias a Dios -dijo la
joven.
-Pero sería completa si
no te faltase algo.
-¿Que me falta algo?
-preguntó la joven-. ¿Y qué es?
-Es difícil de conseguir
-dijo pérfidamente la vieja.
-No importa: dime qué es.
-Pero antes dime tú si tu
hermano te quiere.
-Me da todo lo que le
pido.
-Entonces, si tu hermano
te quiere, dile que te traiga leche de leona en el pellejo de una de sus crías.
Te lavarás con ella y tu tez se pondrá brillante como la nieve. Ya se habla de
ti en toda la región. Cuando te hayas lavado con leche de leona, los príncipes
más lejanos vendrán a pedirte en matrimonio.
Cuando Aziz volvió,
encontró a su hermana muy triste.
-¿Estás enferma? -le
preguntó.
-No.
-¿Por qué estás tan
triste?
-Hermano mío -le dijo-,
si me quieres, tráeme leche de leona en el pellejo de una de sus crías.
Asombrado de solicitud
tan extraña, el joven fue a ver al sabio de la ciudad para pedirle consejo.
-Hijo mío, una bruja
malvada ha entrado en tu casa. Pero ¡coge ocho corderos y ve por la leche!
Marcha por el bosque hasta que encuentres la guarida de la leona: verás allí
sus siete cachorros. Ella no estará allí, sino de caza para darles algo de
comer a sus pequeños. Toma siete corderos y echa uno a cada uno de los
cachorros. Cuando la leona vuelva, dirá: si aparece quien ha tratado así a mis
hijos, le concederé todo lo que me pida. Entonces muéstrate, échale el octavo
cordero y pídele lo que quieres.
El joven hizo como el
viejo sabio le había dicho. Se internó en el bosque con ocho corderos,
encontró la guarida de la leona, vio allí siete cachorros, echó un cordero a
cada uno y esperó.
La leona no tardó en
aparecer. En cuanto llegó, vio los restos del banquete que sus hijos acababan
de darse, miró por todas partes a su alrededor y, no viendo a nadie, dijo a sus
cachorros:
-Si se muestra quien os
ha saciado así, hago votos ante Dios de concederle todo lo que pida, sea leche
de mis pechos o uno de vosotros.
Aziz saltó en seguida del
hueco donde se mantenía oculto al centro de la guarida: -Soy yo -dijo.
Al mismo tiempo, arrojó
el último cordero ante la leona que, famélica, se echó encima del animal y lo
devoró en un instante. Cuando hubo acabado, se volvió hacia Aziz:
-¿Qué es lo que deseas?
-Leche de tus pechos.
-La tendrás.
-En el pellejo de uno de
tus cachorros -continuó Aziz.
La leona lanzó un rugido
que estremeció la guarida y fue oído en todo el bosque.
-Si yo no hubiese jurado
por Dios, os habría devorado a ti y a los hombres de la región donde vives.
Pero ahora es demasiado tarde. Así que aléjate. Coge a uno de los cachorros y
vete muy lejos. Cuando quieras detenerte, sigue avanzando porque, si me llega
un solo grito suyo cuando mates a mi pequeño, yo te comeré y comeré a todos los
hombres de la región donde vives. Cuando vuelvas, me ordeñarás por detrás,
para que yo no vea el pellejo de mi hijo. Entonces rugiré tres veces. Si al
tercer rugido te encuentro aún junto a mí, te devoraré.
Aziz se llevó al
cachorro, lo mató, volvió con su pellejo y comenzó a ordeñar a la leona por
detrás. Ella rugió una vez... dos veces... A la tercera ella se volvió,
dispuesta a desgarrar al joven y devorarlo. A éste le había dado tiempo de
montar a caballo y de salir al galope.
Una vez en la ciudad, dio
la leche de la leona a Aziza, que se lavó con ella y se encontró más hermosa.
La bruja, que esperaba
con impaciencia el resultado de la expedición, no tardó en reaparecer:
-He venido a ver qué
noticias tienes -le dijo a Aziza.
-Mi hermano me ha traído
la leche -dijo Aziza.
-¿Cómo? -exclamó la
bruja-. ¿Ha vuelto?
Aziza le mostró el
pequeño odre colmado de leche de leona. La bruja estaba a la vez estupefacta y
furiosa, pero no quiso dejar traslucir su despecho.
-No hay un hermano como
el tuyo -dijo-; estoy segura de que te traería las cosas más preciosas si se
las pidieses, aunque fueran las perlas engarzadas.
-¿Las perlas engarzadas?-
preguntó Aziza, a la que ya le había picado la curiosidad.
-Es la joya más hermosa
del mundo -dijo la bruja-. La doncella que la lleva se convierte en la más
hermosa de todas las doncellas.
La bruja dejó a Aziza muy
pensativa. Aziz, al volver, lo notó en seguida.
-¿Te falta algo? -le
preguntó.
-Ya que me lo preguntas
-dijo Aziza-, voy a decírtelo.
-¿Qué es?
-Las perlas engarzadas,
hermano mío.
Aziz no sabía qué extraño
objeto era ése ni en qué sitio encontrarlo. Así que volvió a la casa del viejo
sabio. En cuanto le comunicó cuál era el nuevo capricho de su hermana, el sabio
dijo:
-Hijo mío, no es tu
hermana la que desea joyas tan raras, sino otra persona que quiere perderte,
porque las perlas engarzadas son aún más difíciles de conseguir que la leche de
la leona. Pero ¡ve! Prepara noventa y nueve panes, consigue noventa y nueve
espejos, otros tantos puñales y la misma cantidad de camellas. Luego entra en
el bosque. Allí encontrarás a un viejo ogro, solo en su cueva, que espera el
regreso de sus noventa y nueve hijos. Dale de comer un pan, rápale la cabeza,
ponle entre sus manos un espejo para que se mire y cuelga un puñal de su
cuello. Cuando lleguen los ogros jóvenes, se alegrarán mucho de ver a su padre
así engalanado y prometerán recompensar a quien lo haya atendido de esa manera.
En ese momento hazte ver y pídeles que te consigan las perlas como premio a tu
buena acción.
Aziz se fue sin más
demora. Entró en el bosque y pronto encontró al viejo ogro adormilado al sol.
Le lanzó un pan que el monstruo devoró en seguida. Luego el joven se acercó,
se ofreció a raparlo, le puso un espejo entre las manos. Mientras el ogro se
miraba, le colgó al cuello un buen puñal y fue a ocultarse detrás de un peñasco
y esperó.
Pronto todo el bosque se
llenó de ruidos, de estertores, de gruñi-dos, y aparecieron los ogros jóvenes.
Vieron a su padre
rejuvenecido y satisfecho y uno de ellos dijo:
-Si aparece aquél que ha
atendido así a nuestro padre, obtendrá de nosotros todo lo que pida.
-Soy yo -dijo Aziz apareciendo
entre ellos.
Al mismo tiempo dio a
cada uno un pan, un espejo, les colgó un puñal al cuello y los rapó. Luego hizo
avanzar a las noventa y nueve camellas.
-Esto es para vuestra
cena.
Los ogros, muy alegres,
se pusieron a bailar, a reír y a mirarse en los espejos. Después de habérselo
pasado en grande, el mayor dijo: -¿Deseas ahora algo a cambio? -Las perlas
engarzadas -dijo Aziz.
-Las tendrás, pero antes
vamos a comer el pan que nos has traído. Pero ten cuidado: mientras comamos no
nos mirarás en ningún momento, ¿compren-des?
Aziz lo prometió pero, en
cuanto los oyó echarse glotonamente sobre los panes, la curiosidad fue más
fuerte que el miedo y quiso ver cómo era una merienda de ogros. Echó un rápido
vistazo sobre el grupo hambriento y... en seguida se desvaneció. El ogro viejo
dijo:
-Si no fuese por la
promesa que hemos hecho, te devoraríamos y devora-ríamos a todos los hombres de
la región donde vives. Pero hemos jurado...
Sopló sobre el rostro de
Aziz, que poco a poco se sintió renacer, como si despertase de un largo
desvanecimiento.
-En cuanto a las perlas
-dijo el ogro-, las tendrás mañana.
Al día siguiente envió a
sus hijos, que pronto volvieron con una gran cantidad de perlas engarzadas.
Aziz las cogió y en seguida, montando a su caballo, volvió a su tierra.
Aziza, al ver las perlas,
se sintió colmada de alegría. Se hizo un hermoso collar y se lo puso, para
lucirlo por toda la ciudad. Esta vez a la vieja bruja no le hizo falta
preguntarle si su hermano había triunfado.
-Ninguna joven en el
mundo puede jactarse de tener una joya tan hermosa -dijo-, ni un hermano tan
bueno.
Aziza enrojecía de
placer, haciendo mover en su pecho las perlas del collar que relucían al sol.
-Él logra todo lo que
emprende -continuó la bruja-. Así que estoy segura de que pronto te traerá la
única cosa que le falta a tu felicidad.
-¿Y cuál es?
-El pájaro de oro que
canta.
-¿Qué pájaro es ése?
-preguntó Aziza.
-Un pájaro de oro
resplandeciente y cantor. Te cantará las melodías más hermosas, predecirá el
porvenir para ti, te advertirá de los peligros que te amenazan. Si tú lo
tienes, no te alcanzará ningún mal y serás la más feliz de las mujeres.
Cuando Aziz volvió, Aziza
fue de inmediato hacia él:
-Hermano mío, ¿tú me
quieres?
-Como a mí mismo -dijo
Aziz.
-Aziz, si me quieres,
tráeme el pájaro de oro que canta.
«Un capricho más», pensó
Aziz y se dirigió a casa del sabio:
-Ahora mi hermana quiere
que le traiga el pájaro de oro cantor.
-Esta vez -dijo el
sabio-, tu hermana te envía hacia la muerte, porque no ha vuelto ninguno de los
que salieron a la conquista del pájaro de oro.
-¿Dónde podré
encontrarlo? -preguntó Aziz.
-En el desierto.
-¿Y cómo lo reconoceré?
-Coge tu caballo, tu
venablo y ve. En el lugar del desierto donde veas un conjunto de rocas que se
elevan hasta el cielo y dominan toda la llanura que las circunda, detente. Al
caer la noche, llegarán bandadas de pájaros a posarse en las rocas. Espera que
llegue el mayor. Estará aureolado de luces verdes y rojas. Y te preguntará:
«¿Es así, niño, o no es así?» La primera vez, ¡no responderás! La segunda, no
responderás. La tercera vez dirás: «¡Sí!» y te apode-rarás de él, porque el
pájaro de oro... ¡es ése!
Aziz se internó en el
desierto con su caballo y su venablo. Al anochecer llegó al pie del monte, que
desde hacía varias horas veía acercarse y crecer a medida que avanzaba. Miró a
su alrededor y se quedó maravillado. Ante él se extendía un bosque de estatuas
de piedra o de madera, que representaban a guerreros en las más variadas
posturas, como si una brusca tormenta los hubiese sorpren-dido y hubiese
petrificado a cada uno en una posición diferente.
Aziz se quedó sorprendido
ante este cementerio inesperado; no osaba acercarse. Al caer la noche, unas
bandadas de pájaros, surgidas de todos los puntos del horizonte, volaron en
rápido vuelo hacia las rocas que cubrieron totalmente; los había de todos los
tamaños y colores. De golpe una gran luz brotó hacia el poniente y comenzó a
avanzar suave hacia el sitio donde estaba Aziz, inmóvil del asombro. Cuando la
luz estuvo muy cerca, se dio cuenta de que surgía de un pájaro maravilloso, más
grande que los demás, y con las plumas con reflejos de oro. El pájaro se posó
en lo alto de las rocas y luego, volviendo hacia Aziz su cabeza altanera, le
dijo:
-¿Es así, niño, o no es
así?
Aziz no respondió.
El pájaro esperó un
momento y repitió: -¿Es así, niño, o no es así?
La voz del pájaro era
maravillosa: era una música a la vez imperativa y dulce. Aziz, deslumbrado,
sin esperar la tercera vez dijo:
-¿Sí?
De inmediato el pájaro
sopló sobre él y sobre su caballo y los dos se convirtieron en estatuas de
piedra; sopló también sobre el venablo y el venablo se hizo madera.
Mientras tanto, Aziza
subía todos los días a la terraza, para divisar el punto del horizonte por
donde Aziz solía volver y Aziz no volvía. La bruja, que la veía montar guardia
así todos los días, iba cada mañana hipócritamente a preguntar si tenía
novedades. Ella se regocijaba al ver que Aziz no volvía pero, ocultando su contento,
fingía consolar a Aziza:
-¿Por qué te preocupas
tanto? Tu hermano te trajo la leche de la leona, te consiguió las hermosas
perlas engarzadas que brillan ahora en tu cuello. Esta vez también volverá con
el pájaro cantor, que te envidiarán todos los hombres y todas las mujeres.
Pero aunque Aziza
intentaba convencerse, el hermoso caballo de Aziz no aparecía por el camino del
bosque y, presa de inquietud, acabó yendo a consultar al viejo sabio. Comenzó
contándole la historia de la leche de la leona:
-Lo sé -dijo el anciano.
Luego la de las perlas
engarzadas:
-También lo sé -dijo el
sabio.
Luego la del pájaro de
oro:
-También eso lo sé -dijo.
-Hace ya unas semanas que
mi hermano se ha ido -concluyó Aziza-. Nunca ha tardado tanto tiempo.
-Hija mía -dijo el
sabio-, tú has sido muy veleidosa. Si hubieses deseado la muerte de tu
hermano, no habrías podido actuar mejor.
-¡Aziz, hermano mío! -se
echó a llorar Aziza.
-Es inútil que te
lamentes -dijo el anciano-. Tu hermano está vivo... si tú te vas; está
muerto... Si te quedas aquí.
-Dime solamente lo que
debo hacer -exclamó Aziza.
-Coge un caballo, un
venablo, provisiones para el viaje y, una vez en el desierto, llega hasta un
conjunto de rocas que, según verás, dominan la llanura circundante. Detente
allí. Cerca de las rocas encontrarás un ejército de estatuas de piedra y de
madera. Es la multitud de quienes, en su afán de conquistar el pájaro de oro,
fueron petrificados por él. Tú misma, si te dejas vencer por la dulzura de su
canto, perecerás.
-¿Cómo hacer para no
sucumbir a él?
-El pájaro de oro te
preguntará una vez: «¿Es así, niño, o no es así?» Tú no responderás. Te hará
por segunda vez la misma pregunta. Piensa en otra cosa, cierra tus oídos a la
belleza de su voz, tus ojos al esplendor de sus plumas. Luego te preguntará por
tercera vez: «¿Es así, niño, o no es así?» Entonces lánzate sobre él y atrápalo.
Después comienza a golpearlo, no lo sueltes bajo ningún pretexto y sólo
detente cuando te haya prometido devolver a tu herma-no a la vida. Pero ten
mucho cuidado porque, si respondes antes de la tercera vez, también te
convertirás tú en estatua de piedra con tu caballo y tu venablo.
Aziza hizo como el
anciano le había dicho. Cogió su caballo, un venablo, se puso el collar de
perlas y se internó en el desierto. Hacia la noche llegó cerca del monte, cuya
silueta veía perfilarse ante ella. Detuvo su caballo al pie de las rocas. A su
alrededor se extendía el cementerio de los guerreros inmovilizados en todas
las posturas en que el soplo del pájaro cantor los había sorprendido y, entre ellos,
reconoció los rasgos petrificados de Aziz, cuyo rostro de piedra, vuelto hacia
lo más alto de las rocas, reflejaba felicidad como si estuviese escuchando
una música celestial.
Poco después de la puesta
del sol, de todos los puntos del horizonte, unas bandadas de pájaros
multicolores comenzaron a volar hacia el monte, que cubrieron casi enteramente.
Luego una luz resplandeciente blanqueó el cielo y un pájaro majestuoso fue a
posarse en lo alto de las rocas. Al borde del cementerio encantado vio a Aziza,
que se esforzaba en luchar contra su fascinación.
-¿Es así, niño, o no es
así? -le dijo. Aziza se clavaba las uñas en la carne para no ceder al
encantamiento.
El pájaro esperó y
repitió la pregunta:
-¿Es así, niño, o no es
así?
Los labios de Aziza comenzaron
a moverse, pero miró el cementerio y vio la estatua de piedra de Aziz,
condenado a la inmovilidad. Luchó obstinada-mente para no apartar la mirada.
El pájaro de oro
esperó... un buen rato y luego, esta vez con una voz irritada, dijo en tono de
lamento:
-¿Es así, niño, o no es
así?
-¡Sí! -exclamó Aziza.
Y en seguida se lanzó
sobre él, lo atrapó y comenzó a golpearlo con todas sus fuerzas. El pájaro se
lamentaba gritando:
-¡Suéltame!
Pero Aziza seguía
pegándole cada vez más. Aunque el pájaro se lamentaba, chillaba y se agitaba
furiosamente entre sus manos, Aziza admiraba los matices de color de sus alas
pero se resistía a soltarlo. Y de tal modo se resistía que el pájaro le dijo:
-Dime lo que quieres.
-Que primero devuelvas la
vida a mi hermano.
El pájaro fue derecho a
la estatua de piedra, le sopló encima y en seguida Aziz y su caballo comenzaron
a moverse. Todos sus miem-bros fueron recobrando poco a poco movimiento y vida.
Aziz miraba a su alrededor como si despertase de una penosa pesadilla.
-Ahora suéltame -dijo el
pájaro.
-No antes de que soples
también sobre todos estos hombres, para que también ellos vuelvan a la vida y
puedan reencontrarse con sus seres queridos que, sin duda, ya han perdido la
esperanza de volver a verlos.
El pájaro entró en el
cementerio. A medida que un soplo ronco salía de su pico, los guerreros
encantados despertaban estupefactos, como si no creyesen todavía del todo en su
resurrección. Alrededor de las rocas pronto surgió un verdadero ejército de
guerreros, equipados de las más variadas maneras.
Se reunieron para
abandonar el desierto y volver, cada uno, al lugar de donde había venido. A la
cabeza, marchaba Aziz, que llevaba el pájaro de oro, y Aziza con su collar de
perlas. Los hombres de la caravana comentaban entre sí cómo habían llegado al
monte y se habían convertido en seguida en estatuas de piedra. Se repetían
también la historia de Aziza y de su liberación. Todos envidiaban a Aziz el
pájaro de oro, cuyas plumas y cuyo canto resplandecían a la cabeza de la caravana.
Algunos quedaron de tal
modo hechizados que se confabularon para atacar al joven entre varios y
arrebatarle el pájaro maravilloso. No sabían que éste comprendía todo lo que decían,
así que fueron presa del terror cuando le oyeron decir:
-Si llegáis a poner en
ejecución vuestro proyecto -les dijo-, soplaré sobre vosotros y, en un abrir y
cerrar de ojos, volveréis al estado del que os he hecho salir.
Los conspiradores, llenos
de miedo, se dieron por enterados y la caravana continuó su lento avance.
Aziz y Aziza entraron
pronto en la ciudad, donde mucho se asom-braban de volver a verlos. El pájaro
de oro cantaba mientras recorrí-an las calles y todos los que lo oían quedaban
tan fascinados que, abandonando sus trabajos, se situaban detrás del caballo de
Aziz y lo seguían por la ciudad. Al fin se formó detrás de él un largo cortejo
de hombres y de mujeres cautivados por su melodioso canto.
Instalaron al pájaro
cantor en el zaguán y durante todo el día los habitantes de la ciudad
desfilaban frente a la jaula de oro. Fue así como la noticia llegó a oídos del
rey, que al principio se mostró incrédulo y quiso ver con sus propios ojos un
fenómeno tan extraño.
Se dirigió a la casa de
los dos jóvenes, seguido de sus mujeres y de todos los dignatarios de la
corte. En cuanto hubo entrado, quedó deslumbrado por la belleza de Aziza y, en
su fuero interno, decidió que mataría al hermano para tenerla a ella y
apoderarse del pájaro de oro. Pero, ante la sorpresa de todo el mundo, en cuanto
apareció el cortejo real, la voz melodiosa calló. La cólera inflamaba el
corazón del rey, ya turbado por la belleza de Aziza.
-Canta, pájaro -gritó con
voz irritada.
El pájaro de oro retomó
entonces la palabra:
-¿Qué puede cantar el
pájaro cuando ve que alguien pretende matar a su hijo y desposar a su hija?
Todos los asistentes,
incluso el rey, estaban desconcertados: esas palabras no tenían ningún
sentido, pero fue imposible hacer que el pájaro dijese otra cosa.
El rey volvió al día
siguiente y, como la víspera, el pájaro calló en cuanto lo hubo visto.
-Canta, pájaro -ordenó el
rey.
-¿Qué puede cantar el
pájaro cuando alguien pretende matar a su hijo y desposar a su hija?
Pasó un día más y, por
tercera vez, el rey sólo obtuvo del pájaro cantor la misma respuesta incomprensible.
Llamó entonces al sabio de la ciudad y le pidió que le explicase el enigma.
-Yo no puedo hacerlo
-dijo el anciano-, pero tú tal vez tengas un medio de descubrirlo.
-¿Cuál es? -preguntó el
rey.
-Mañana, cuando vuelvas a
ver al pájaro, trae contigo a la vieja bruja y a tus mujeres... a todas tus
mujeres: no te olvides de la que condenaste a prisión hace varios años. En
cuanto el pájaro te haya dado la misma respuesta, haz que tu mujer, la que está
en la cárcel, le pida al pájaro que le explique claramente el sentido de sus
misteriosas palabras.
El rey hizo salir a su
mujer de la prisión donde estaba encerrada. Apenas la reconoció, de tan
delgada y envejecida como estaba.
-Mañana -le dijo-,
vendrás conmigo a oír al pájaro de oro que acaban de traer dos extranjeros. La
ciudad no habla de otra cosa.
-Lo único que le faltaba
a mi desdicha -dijo ella-: el espectáculo de un pájaro cantor.
Pero el rey insistió, le
reveló el extraño comportamiento del pájaro cada vez que iba a verlo y, sobre
todo, las palabras enigmáticas que daba en respuesta y cuyo sentido no había podido
captar nadie hasta ese momento.
-El sabio ha dicho que
tal vez el pájaro acabe por darte a ti la clave del enigma.
La reina acabó por
rendirse a las razones del rey. Se dirigió a los baños del palacio, adonde no
entraba desde hacía varios años, y luego las damas de la corte fueron a
vestirla, a ataviarla, a adornarla con joyas preciosas. Cuando reapareció,
provocó la admiración de todos pues, a pesar de su delgadez, su belleza seguía
siendo espectacular.
Cuando el cortejo se
presentó de nuevo frente a la casa de los dos jóvenes, todo el mundo quedó
turbado ante el encato y la belleza de la nueva compañera del rey. Algunos le
encontraban un extraño parecido con Aziza. En cuanto la mujer dirigió la mirada
a los dos jóvenes, se sintió turbada. Todos creyeron que era por haber perdido
el hábito de estar al aire libre, tanto era el tiempo que había pasado en la
cárcel. Se hizo un gran silencio y después se elevó de nuevo la voz del rey:
-¡Canta, pájaro!
-¿Qué puede cantar el
pájaro? Se disponen a matar a su hijo y a desposar a su hija.
-Habla tú -dijo el rey
volviéndose a su mujer.
Ella, mientras tanto, se
había recuperado de su turbación.
-Pájaro -dijo-, por Dios
te lo ruego: dinos qué quieren decir esas palabras.
El pájaro de oro hizo oír
entoaces su voz más melodiosa.
-Mujer -dijo-: este joven
que ves aquí es tu hijo, y esta joven tu hija. Esas son las otras dos esposas
del rey que por celos, cuando tú los trajiste al mundo, le pidieron a la vieja
bruja que ves allí que sacase a tus hijos de la cuna y los reemplazase por unos
cachorros. El rey los vio y te mandó a prisión, donde estuviste muchos años y
estarías aún si tu hijo no me hubiese traído de mi lejano país para desvelar la
verdad.
El pájaro de oro se
volvió hacia el rey:
-En cuanto a Vos,
Majestad, bien sabéis que el día en que entrasteis en esta casa por vez
primera, vuestra hija os pareció tan hermosa que planea-bais matar a su hermano
para quedaros con ella.
-Yo no sabía que era mi
hija -dijo el rey.
-Por ese motivo, cada vez
que me pedíais que cantase, os lanzaba una advertencia.
La reina de pronto se
tambaleó e hizo falta que el rey la sostuviera para que no se cayese. Luego se
oyó de nuevo la voz del pájaro.
-La bruja, la bruja
quiere escapar.
Fueron tras ella. Se
deslizaba entre la multitud e intentaba deprisa ganar la puerta. El rey la
hizo detener y traer por uno de sus guardias. Ella temblaba. Por su rostro
corrían gruesas gotas de sudor.
El rey le ordenó que
hablase so pena de ser inmediatamente decapitada. Comenzó por negarse; pero
como ya el rey iba a dar la orden de ejecutarla, habló y reveló todas las
artimañas que había usado contra Aziz y Aziza, desde el día lejano en que los
encerró en un cofre y los arrojó al mar.
El rey se volvió hacia la
madre de los niños:
-¿Qué desearías para
apaciguar tu corazón?
-Quiero -respondió- que
se ate a estas tres mujeres a la cola de un caballo salvaje. Que luego me
traigan sus huesos dispersos: con las manos haré hornías; con las tibias, varas
para ahuyentar a los perros; y de los cráneos haré piedras de fogón para
apoyar mis marmitas.
Así se hizo. Luego el rey
organizó una fiesta magnífica de siete días y siete noches. La reina recuperó
su lugar junto a él. Tiempo después, Aziza se casó con un príncipe de un país
lejano y el mismo Aziz tomó mujer antes de suceder a su padre.
¡Machaho!
Fuente: Mouloud mammeri
109. anonimo (bereber)
No hay comentarios:
Publicar un comentario