Pesaba ciento cuarenta kilos, medía dos metros
y treinta centímetros de estatura y se hallaba encadenado a la pared. Todo en
él era odio y deseos de venganza. No sabía que los seres nacidos de mujer
tienen nombre propio. Le habían crecido en el rostro, especialmente sobre el
labio superior, unos pelos que le parecían muy distintos a los que cubrían su
cabeza. Vivía en la oscuridad aunque no era ciego. Sur recuerdos, escasos y
primarios, se formaban de sonidos y emociones apenas sin imágenes y carentes de
palabras. Había sabido hablar, de eso hacía mucho tiempo, pero terminó por
perder la voz de tanto gritar que le sacaran de allí. Por eso actuaba como un
instinto racional que espera la ocasión para descargar la hiel que almacena.
Ignoraba la existencia del espejo, del peine y de la higiene personal. Sólo
conocía aquel sótano, su reducido universo, aunque la imaginación le decía que
tras aquella puerta, tan cercana e inalcanzable, debía encontrarse algo
distinto, apetecible e invitador, cuyo conocimiento necesitaba más que su
propia existencia. Por eso no cesaba de luchar para comprobarlo, sin importarle
que sus medios resultasen muy limitados y rudimentarios, y que fuera a
estrellarse contra el obstáculo, cada vez más violentamente que se lo impedía
de una forma despiadada. Hasta el punto que su empeño obsesivo bordeaba los
límites del suicidio.
Realmente no hacía otra cosa que obedecer a
ese impulso básico y ancestral, tan común a todas las criaturas que pueblan la Tierra , que se llama
libertad.
Cuando las dos únicas personas que le trataban
-sabía que eran Padre y Madre, pero no los sentía como algo suyo- entraban a
traerle la comida y el agua, lo hacían abriendo la puerta, con lo que la
oscuridad quedaba anulada, provocadoramente, gracias a la claridad del
exterior. Y quizá fuese este cambio el origen de la convulsión enloquecida a la
que se veían sometidos sus brazos y sus piernas, a la vez que se le nublaba el
cerebro y se le reventaban todos los propósitos de mantenerse tranquilo.
Porque, sumido en su lucha desesperada por librarse de las cadenas, olvidaba el
bestial castigo al que se iba a hacer merecedor.
Luego,
irremisiblemente, escuchaba los restallidos del látigo, le alcanzaban los
impactos dolorosos, la carne se le abría en infinidad de heridas sangrientas, y
no tardaba en sentirse dominado por un sentimiento de indefensión. Entonces,
cuando antes había sido un brevísimo volcán en erupción o una epilepsia
sobrehumana, su voluntad se transformaba en una necesidad de que el cuerpo
consiguiera incrustarse en la pared y encogerse, para así escapar del martirio
haciéndose lo más pequeño posible. Y con los mocos, las babas y los estertores,
sordos y rabiosos pero sin lágrimas, le volvía a amansar el miedo y el convencimiento
de que jamás le permitirían salir del sótano. Pero no le desaparecía el odio y
el ansia de cobrarse la más despiadada represalia.
No siempre había
alimentado los mismos sentimientos. Tiempo atrás, cuando era más pequeño y
blando, no le mantenían encadenado, a pesar de que, en todo momento, quería
rebasar la hipnótica frontera de la puerta. Nada más que ésta se abría, él
corría en busca del exterior, siempre impulsado por la catapulta de una
obsesión cada vez más exacerbada, aunque no irracional. Al momento encontraba
cerrándole el paso el corpachón de Padre, y las manos de éste le sujetaban,
comunicándole toda su repulsión y una gran amenaza. Esto lograba detenerle, sin
que se acallasen las quejas y se le secaran las lágrimas. Seguidamente, Madre venía
a abrazarle, le devolvía a las sombras y, tranquilizándole con sus palabras, le
empezaba a dar de comer utilizando un objeto metálico, cuyo nombre él había
olvidado porque llevaba demasiado tiempo alimentándose con sus propias manos y
hasta metiendo la boca en el mismo plato.
Cierto día, después
de permanecer esperando junto a la puerta, estuvo a punto de conseguir escapar.
Sólo fue un parpadeo de novedad: un amago que le abrió todas las esperanzas,
porque, en el instante en que la emoción le invitaba a reír, Padre le apresó
por una pierna, como si quisiera rompérsela y, luego, le golpeó salvajemente
con los puños hasta dejarle sin sentido.
Cuando volvió a la
realidad, se encontró atado a la pared por medio de una cuerda. No pudo
entender aquello. Quiso caminar por la reducida estancia y cayó de bruces sobre
la paja del suelo al encontrar obstaculizados sus movimientos por lo que
rodeaba uno de sus pies. Enloquecido, intentó quitárselo, pero sólo consiguió
llagarse los tobillos y destrozarse los dedos de las manos...
¡Qué alivio sintió
cuando Madre le curó las heridas!
No obstante, el
dolor sufrido únicamente significó una tregua, ya que continuó luchando contra
sus ataduras, hasta que consiguió romperlas. Nada más coronar la hazaña,
advirtió que dentro de su cuerpo se había formado una emoción similar a la que
conoció al superar la puerta por primera y única vez. La alegría fue muy corta,
aunque nunca le arrebataron la esperanza, porque Padre le golpeó, más que
nunca, sirviéndose de los puños y de los pies calzados con botas provistas de
suelas claveteadas; después, le volvió a atar con otra cuerda, de mayor grosor
que la anterior, y le hizo probar el suplicio del látigo, mientras gritaba:
-¡Jamás saldrás de
aquí! ¡Este es tu único mundo! ¡Y da gracias que te permitamos seguir vivo!
Puede decirse que él
había aprendido a hablar escuchando las crueles amenazas de Padre y las
ahogadas exclamaciones, los rezos y los susurros cariñosos de Madre. Y con este
conocimiento le nacieron las preguntas, a las que faltaban unas respuestas que
no fuesen las que nacían del castigo y del desprecio. También acabaron por
brotar los aullidos de protesta que él convirtió en un arma al comprobar que a
su verdugo le enfurecían. Inútil esfuerzo. Con el tiempo enronqueció hasta
dañarse incurablemente las cuerdas bucales, y se quedó sin voz después de un
largo proceso de sufrimientos.
Más tarde, la
imposibilidad de hablar le convirtió en una criatura intuitiva, en un animal
casi irracional que aceptaba mantener un papel sumiso con el único propósito de
encontrar una nueva oportunidad de escapar. Sin embargo cometió infinidad de
errores, todos los cuales se debieron al mal apro-vechamiento de su fuerza
descomunal. Y es que en varias ocasiones consiguió romper las gruesas cuerdas
que le ataban a la pared más lóbrega del sótano, pero siempre le aturdió la
emoción de su breve triunfo. Después, cegado por la claridad que había brotado
de al abrirse la puerta, quedaba convertido en una fácil presa de la violencia
de Padre, y terminaba viéndose unido a la pared. Por último le colocaron las
cadenas...
¿Cuánto tiempo hacía
que venía sufriendo?
No conocía el reloj
ni el calendario, tampoco sabía cuando era de día o de noche. Pero su mente
había encontrado una forma de intuir en qué momento se iba a abrir la
puerta, y sus ojos, así como la totalidad de su cuerpo y de su cerebro, se
concentraban en ese suceso excepcional, en esa alteración emotiva, tantas veces
dramática, que le cegaba la vista con el asalto enlo--quecedor de la claridad, renovaba
la acre atmósfera del sótano y le sometía, a él, a una convulsión nerviosa y
esquizofrénica.
En algunas
ocasiones, no recordaba cuántas por su reducido número, había estado más tiempo
sin que ellos viniesen. Y hasta llegó a temer por su vida, debido a que el
hambre y la sed le llevaron al borde del delirio. Entonces comenzó a buscar
otros alimentos: esas cucarachas que había pisado sin querer, por culpa de que
estaba dormido o se hallaba cegado por la claridad que entraba por la puerta.
No le desagradó el sabor, como tampoco le asqueó masticarla paja húmeda del
suelo y hasta sus secos excrementos.
Cuando ellos volvían
a aparecer, a través de los llorosos susurros de Madre, sabía que Padre había
estado enfermo o ausente: «ha caído malo» o «se tuvo que marchar de aquí», eran
las únicas explicaciones que escuchaba de quién jamás se atrevía a entrar sola
en aquel lugar. A él le costaba entender el significado de las palabras, acaso
porque jamás había «caído malo» -en esas ocasiones que simulaba estar durmiendo,
había llegado a escuchar algo parecido a esto: «pobre desgraciado, en ti todo
es tan extraño que hasta las heridas que te produce el látigo cicatrizan de un
día para otro...»; pero sí terminó por comprender el sentido de la frase «se
tuvo que marchar de aquí»: era algo similar a poder rebasar la puerta para
escapar de aquel maldito sótano.
En esos tiempos que
era más pequeño y blando, por lo que no le tenían atado, y hasta cuando le
mantuvieron sujeto a la pared con las cuerdas, pero siempre adoptando las
mayores precauciones y suplicándole, a la vez, que no le devolviese «mal por
bien». Ya que en algunas ocasiones él la había golpeado, dejándose arrastrar
por la desesperación y olvidando que ella era su única aliada y el freno que
había impedido, en infinidad de suplicios, que los latigazos llegasen a
matarle.
También recordaba
sus juegos con las ratas y con toda la variedad de insectos y lombrices que le
acompañaban en su prisión. Sumido en la oscuridad a la que se había habituado,
y pudiendo ver lo que se hallaba cerca de su cuerpo, sobre todo lo que se
movía, le gustaba dejar que los animales le subiesen por las piernas y por los
brazos, y no le importaba que esas peludas bestezuelas llegaran hasta su rostro
para lamerle la grasa y los restos de comida que se habían resecado sobre su
piel. Tampoco se negaba a compartir el contenido de los pucheros metálicos y de
los baldes de dura madera.
Pero, al poco tiempo
de verse encadenado, el odio comenzó a formar parte de cada una de sus
acciones, a constituirse en un aliento de supervivencia, aunque no lo pudiese
controlar en ese instante excepcional que se abría la puerta y la claridad le
devolvía, brutal y enloquecedoramente, la obsesión de escapar de allí, por eso
quedaba a merced de la epilepsia sobrehumana que le llevaba a ser reo de un
castigo terrible y aniquilador. Así terminó volcando el odio sobre las pequeñas
criaturas que vivían en el sótano. Fue empezando por recrearse dándoles caza,
para después martirizarlas arrancándoles las patas, una a una, y gustando
cruelmente de sus convulsiones de dolor, aplas-tándoles la cabeza y el cuerpo, y
comiéndoselas con la lentitud del que desconoce las prisas porque sabe que no
puede ir a ninguna parte.
Y de esa forma iba
cultivando su sed de venganza, entrenando esa represalia con el martirio de los
animalillos cuando su meta inconsciente, aún no aceptada de una forma externa,
era el hombre que le blandía el látigo y el comunicaba tan honda repulsión. Lo
más emocionante lo encontraba al apresar a las ratas: las primeras se dejaron
coger con facilidad porque eran sus amigas; pero, luego, en el momento que las
nuevas le vieron como un rival muy peligroso, debió desarrollar una estrategia
hecha de paciencia y de astucia, pues dejaba que sus víctimas se confiaran
creyéndole dormido. Y descargaba el ataque definitivo, fulminante, cuando sabía
que ya era imposible el fracaso: las bestezuelas iban devorando los restos de
comida que las aproximaba a la trampa, en la que caían sin contar con ninguna
escapatoria. La mayoría le mordían las manos, y todas se agitaban enloque-cidas
hasta que les llegaba la muerte. No cedían en su protesta, mientras el les
partía las patas, la cabeza y el cuerpo. Todo esto lo iba masticando con el
mayor placer.
Su odio llegó a ser
tan agresivo que ni siquiera toleraba el contacto de Madre cuando le lavaba o
le cambiaba de ropa. Por eso recurrieron a echarle algo en la comida que le
dejaba dormido. Esto lo descubrió una vez que se despertó cuando ella le estaba
atendiendo. Su reacción fue de arrojarla lejos de su cuerpo, y lo realizó con
un arrebato de furia animalesca. Acto seguido, a la vez que volvía a ser herido
y martirizado por el látigo, pudo escuchar a Madre:
-Esta vez no has
preparado la suficiente dosis... ¡Por favor, deja de golpearle! ¡Reconoce que
él no tiene la culpa de que tú estés tan preocupado con esos experimentos...!
¿Acaso no puedes ver que ya es imposible que pueda alcanzarme... porque no da
más de sí su cadena...? ¡Fíjate más en lo que haces, y no pagues en este pobre
desgraciado tus errores!
Habían sido muy
pocas las veces que ella protestaba de esa forma. Más tarde, abrazado por la
oscuridad, él luchó por encontrar una respuesta sirviéndose de las palabras que
acababa de escuchar. No estaba acos-tumbrado a deducir, pero los elementos a
relacionar eran tan elementales: esas ganas insoportables de echarse a dormir
que venía padeciendo última-mente al poco de terminar de comer y la primera
frase que había pronunciado Madre. Le costó más de tres nuevas visitas de ellos
dar con la respuesta: le obligaban a coger sueño para así cambiarle de ropa y
lavarle.
Su primera reacción
fue la de aprovechar este conocimiento para tenderles una trampa similar a la
que empleaba para cazar ratas. Sin embargo, el odio y los juegos de astucia le
habían desarrollado una inteligencia primaria, y asía tuvo en cuenta la
existencia de la cadena: «¿de qué le valdría matarlos y devorarlos si
continuaba atado a la pared?» Además, ya había intentado romper repetida-mente
la dura sujeción, y sabía que en un momento más o menos cercano lo conseguiría.
Pero comprobó sus
posibilidades: dejó intacta la comida y el agua; después, simuló que se había
quedado dormido. Ellos tardaron en aparecer, por lo que le martirizaba un
hambre irresistible; también estuvo a punto de estropearlo todo los efectos de
la claridad que invadía todo al abrirse la puerta... ¿Cómo pudo olvidarse de
esta reacción? Gracias a que se hallaba de espaldas, y a que apretó con fuerza
los párpados y contuvo a tiempo el arrebato nervioso. Al poco rato se dio
cuenta de que había cometido otro error.
-¿Cómo se ha podido
quedar dormido sin probar bocado? -preguntó Padre, muy cerca- El balde de agua
también está sin tocar. ¡Qué raro!
-¡Tú siempre con tus
recelos! Estaría agotado... ¿Sabemos lo que hace cuando le dejamos solo? Si
tanto miedo le tienes, quédate a mi lado y con ese maldito látigo levantado,
pero déjame que le cuide...
Se silenciaron las
palabras repletas de crispaciones, y fue atendido por unas manos que eran
incapaces de ocultar la repugnancia por mucho que lo intentasen. Mientras
tanto, le llegaba una nueva sensación, de la que disfrutó con un malévolo
estímulo y sintiéndose, por primera vez, superior a ellos. Además, el hecho de
permanecer inmóvil, con los ojos cerrados y manteniendo una respiración
monocorde suponía un nuevo paso en su entrenamiento para la venganza. Sabía que
ésta llegaría en su momento, no le importaba cuándo porque le habían
«amaestrado» para que desconociese las prisas; por otra parte, la impaciencia
era otra de las muchas palabras que carecían de significado para él debido a
que nunca la había sufrido.
Después de la cuarta
o quinta llegada de ellos, repitió la experien-cia, pero cuidándose de ocultar
entre las pajas parte de la comida y de derramar el agua del balde en la
proporción que acostumbraba a beber. Y la prueba funcionó a su plena
satisfacción; sin embargo, no se conformó con ese triunfo, y repitió el desafío
emocionante en infinidad de ocasiones, porque ya lo veía como un juego mucho
más interesante que cazar a las ratas, aunque a éstas no las olvidó en ningún
instante. Y sometido a estos procesos de acumulación de astucias y crueldades,
fue creciendo en su alma una seguridad que le permitió utilizar aún más su
inteligencia.
¡Y por fin consiguió
arrancar la larga cadena del punto de sujeción en la pared!
No podía saber que
la oxidación del metal, unido a su permanente forcejeo, había sido la causa de
su conquista. Sólo tenía conciencia de la libertad que acababa de obtener, y de
que todas las bazas le serían favorables si conseguía contener la borrachera de
júbilo que le embargaba. Dispuso del tiempo suficiente para serenarse. Luego
planeó su estrategia de ataque. No podía fallar. Rasgó un trozo de tela de los
bajos de su camisa, pretendiendo conseguir un vendaje para sus ojos. Tuvo que
repetir la acción tres veces porque le había fallado el cálculo de lo que
realmente necesitaba; seguida-mente, se encontró con el problema de conseguir
que aquello se sujetara, porque no sabía lo que era un nudo. Lo logró después
de múltiples intentos, aunque fue de una manera tosca pero segura.
De repente, ese
«sexto sentido», la intuición, le permitió saber que ellos estaban a punto de
llegar al sótano. Esperó pegado a la pared, levantando la cadena con la mano
derecha en posición de golpear, y teniendo la mano izquierda dispuesta para
cerrar la puerta en cuanto «sus enemigos» estuviesen dentro del sótano. No
tardó en escuchar los pasos pausados, los susurros de Madre, las secas
protestas de Padre, el tintineo del llavero y el chirrido de los cerrojos al
ser desplazado. Cerró con fuerza los ojos, temiendo que la claridad que iba a
inundarlo todo fuese capaz de atravesar la defensa de tela. Debía evitar que se
desatara la epilepsia sobrehumana que le dejaba indefenso...
El crujido de las
bisagras y la renovación del aire, unido a esa sensación de erección gozosa que
acusaba todo el vello abundante de su cuerpo, le dijeron que había llegado el
instante crucial. El odio se convirtió en una frialdad inusitada, en una tranquilidad
sobrenatural que no se dejaría traicionar por todo lo que iba a escuchar.
-¡¿Dónde estás...?!
-gritó Padre al descubrir que el apresado no se hallaba donde siempre; pero ya
había entrado en el sótano-. ¡Si ha roto la cadena...! ¡Yo le mato... Esta vez
será la definitiva...!
-¡No, por favor...!
¡Es tu hijo, más que mío! -suplicó Madre, llorando y con una voz desgarrada,
pero también se hallaba en el interior de la lóbrega estancia.
Entonces, haciendo
gala de la crueldad de un verdugo, el que acechaba cerró la puerta de golpe. Y
el lugar quedó completamente a oscuras -tuvo esta certeza por medio de los
ruidos y las quejas intranquilas de ellos-. Ya todas las ventajas eran suyas
porque conocía a la perfección cada palmo de aquella estancia.
-¡Ha sido él...
quien ha cerrado la puerta...! -exclamó Padre, luchando por recuperar la
seguridad-. ¿Por qué no ha intentado escapar... como en aquella ocasión...? ¡No
puede ser más inteligente que yo! -Le estaba volviendo la repulsión y la
violencia, como demostró al restallar el cuero y hacer que golpease al aire-.
¡Oye el sonido del látigo que va a arrancarte esa vida que no te pertenece!
¡Por mucho que te escondas, yo te encontraré para desollarte el cuerpo hasta
que te deje muerto!
-¡No, no, te lo
suplico...! -gritó Madre, asustada e indefensa-. ¡Es tuya la culpa de que él
sea así...!
Mientras, el látigo
no cesaba de buscar a su víctima; sin embargo, los continuos golpes al vacío
precipitaron la frecuencia de los estallidos, evidenciando el gran nerviosismo
que dominaba al verdugo fallido, al ser inteligente que se enfrentaba a una
situación incomprensible, fuera de toda lógica racional. Y tan preocupado se
hallaba por la falta de una respuesta concreta y por la imposibilidad de ver en
aquella oscuridad, que no escuchó los pasos de enemigo, ni tampoco percibió el
chirrido de la cadena; pero sí sufrió el impacto de la misma: un golpe
envolvente que le destrozó la nariz, las orejas y la zona del occipital. El
dolor fue tan enorme, tan evidente de su derrota-ejecución, que aulló como la
bestia que un día quiso ser -en la pretensión demencial de imitar al doctor
Jekyll convirtiéndose en mister Hyde-, sin saber que así estaba consiguiendo
que aumentase la sed homicida de su enemigo. Volvió a recibir un mayor castigo,
mediante impactos que le destrozaban el cuerpo, las piernas y los brazos, sin
brindarle la ocasión de suplicar y de encogerse, porque ya había perdido el
control sobre sus músculos y nervios. Luego, en una destrucción de todo lo vivo
que había existido en su humanidad, le llegó la nada de la muerte: ese error
imperdo-nable para un científico por la posibilidad de ser rectificarlo.
El vengador continuó
descargando la cadena hasta que se le cansó el brazo. Ya hacía mucho tiempo que
Padre había dejado de moverse. Acto seguido, respondiendo a un impulso
ancestral, a esa fuerza que le impulsaba a devorar gustosamente a los
escarabajos, las cucarachas y las ratas, se arrodilló junto al cadáver y clavó
sus dientes en la carnosidad y los huesos de la cabeza, que eran una pulpa
sanguinolenta, y comenzó a devorar a su presa: desgarró, trituró y tragó con
una voracidad en aumento, dejándose arrastrar por un impulso que era más
poderoso que cualquier otro de los que le animaban.
Luego le nació una
nueva reacción desconocida, y no la contuvo porque algo le decía que formaba
parte de su auténtica personalidad: aulló a pesar de la rotura de sus cuerdas
bucales, y con el fiero sonido vomitado por su garganta supo que era el más
fuerte. Por eso ya no retrasó el momento de ir al encuentro de la claridad. Se
quitó la tela de los ojos y corrió hasta la puerta. La abrió con cierta
lentitud, receloso. ¿Qué encontraría más allá?
La luz hirió sus
ojos habituados a la oscuridad, y debió cerrar los párpados con fuerza. Pero no
le asaltó el ataque de epilepsia sobrehumana debido a que la libertad se
encontraba a su alcance. Se apoyó en la pared, conteniendo el ahogo de la
excitación...
Repentinamente,
volvió a sufrir el cruel azote del látigo. Se dio la vuelta y vio a su madre:
más cruel que nunca y llena de repulsión.
-¡Tú no puedes
escapar de aquí! ¡Debo matarte antes que dejarte en libertad...! ¡Porque harás
a los demás lo que acabas de hacer a tu padre...! -gritó ella, rabiosa, y
castigándole de nuevo con el cuero-. ¡Aprendí a amarte mientras estuviste en mi
vientre...! ¿Por qué no aborté... o no te estranguló tu padre cuando te sacó de
mí en el parto...? ¡Le has devorado... Esa sangre que cubre tus ropas... y
rezuma de tu boca es de él...! Dios mío, ¿acaso este es el castigo que merecemos?...
La mujer balbucía su
protesta sin dejar de caminar hacia atrás. Porque los golpes del látigo no
detenían al enemigo, a esa bestia a la que seguía considerando su hijo, sino
que, al contrario, le impulsaba a avanzar blandiendo la cadena de una forma
aterradora. Este acose se detuvo cuando la espalda encontró la pared. Le vio
abrir los ojos, mirarla con odio, y...
Ya estaba muerta en
el momento que la cadena se estrelló contra su cabeza. El corazón no había
resistido tanto sufrimiento. Luego, el siguió golpeando con una furia que era
la erupción de un odio acumulado durante muchísimo tiempo. Y siguiendo el ciclo
de la experiencia anterior, también devoró una parte del cadáver. Tampoco faltó
el aullido salvaje de su triunfo. Seguidamente, bañado en sangre y eructando de
placer, atravesando el umbral de la puerta, precipitadamente. Como había dejado
que la cadena arrastrase a uno de sus pies, provocó que ésta golpease a un
objeto, que nunca había visto, el cual se rompió con un pequeño estrépito, y su
continuo cayó sobre la paja que cubría el suelo del sótano. Al instante se
produjo un incendio...
Era la primera vez que contemplaba el fuego, ¡y sintió un terror
insoportable, demencial, y le desapareció toda la seguridad! ¡Sólo quería huir
de allí, lo más lejos posible! Tenía sed. Se incorporó con torpes movimientos, recogió la cadena y se acercó al agua. Con cierta dificultad se arrodilló en el suelo y acercó su boca al espejo del remansado líquido...
Corrió por los
escalones de piedra, resbalando multitud de veces por culpa de la precipitación
y por la torpeza de unas piernas tan poco acostumbradas a caminar y mucho menos
a desplazarse con tanta rapidez. Pero consiguió llegar arriba. La densa
humareda le asfixiaba. Encontró su camino cerrado por otra puerta, más pequeña
que la anterior y que estaba situada en el techo. Al principio se detuvo
pensando que no podría abrirla.
Le obligó a
reaccionar la proximidad de las llamas, el intenso calor, el humo y la
necesidad de conseguir la libertad. Estrelló contra el obstáculo todas las
fuerzas de su cuerpo gigantesco, y consiguió que saltara el pequeño cerrojo.
Después salió a un jardín y a la noche, sin darse cuenta del cambio porque le enloquecía
el miedo a morir bajo ese calor tan intenso. Apoyado en el tronco de un árbol,
exhausto y con los ojos llenos de lágrimas y escozores, comenzó a adquirir la
certeza de que había superado el peligro. Se sentía muy cansado, por lo que se
echó sobre la hierba y no tardó en quedarse dormido.
Le despertó el frío
de la naturaleza. Se incorporó con los ojos abiertos. Le asombraba la ausencia
de esa claridad que él creía que siempre iba a encontrar al escapar del sótano.
Se incorporó muy despacio e intentó caminar, pero se notó atado. Una rabia
salvaje volvió a su mente, y aulló y se convulsionó desesperadamente. De pronto
se dio cuenta de que ya no estaba sujeto a ninguna pared. Tardó en comprender
que la cadena se enganchaba en los múltiples obstáculos del suelo, por eso se
cuidó de llevarla recogida y sujeta con su mano izquierda.
Ya todo le asombraba
y le sobrecogía. Cada sombra moviente de las ramas, los arbustos, el cloqueo de
los búhos, el susurro del aire y... ¡la luna llena! Había llegado a una zona
abierta del bosque, y allí arriba se encontraba un gran círculo blanco,
mirándole. Sin entender por qué lo hacía, levantó la cabeza y aulló,
repetidamente, en una especie de canto ancestral: aullidos de libertad de una
criatura racional, que había nacido para encontrarse allí y no encerrada en un
sótano. Sólo acalló la cantinela cuando desapareció la celeste provocación.
Entonces siguió caminando, sin olvidarse de no dejar que arrastrase la cadena.
Cayó al suelo en
varias ocasiones debido a la torpeza de sus andares y a las piedras y a las
raíces. Y en un momento, cuando se había quedado quieto ante una barrera de
agua, le dejó anonadado el amanecer. Se quedó sentado en la hierba, extasiado
por aquel espectáculo que le revelaba que había merecido la pena escapar.
Lentamente, con la emoción creciente del instante, supo que esa era la
auténtica claridad, y no la que entraba por la puerta del sótano al aparecer
ellos. No le dolían los ojos, ya que había dispuesto del suficiente tiempo para
adaptarse a aquel cambio tan radical y excitante.
¡De repente, como
una agresión desafiadora, vio ante él un ser de fauces abiertas, grandes
colmillos salientes sobre el labio inferior y superior, ojos pequeños
inyectados de sangre, narices aplastadas de negros orificios, rostro peludo y
orejas afiladas!
No soportó el reto
que aquella aparición representaba. Saltó a por el enemigo, y se zambulló en el
río. Durante unos momentos peleó contra la nada, chapoteando y aullando. Luego,
cansado y satisfecho, se dio cuenta de que estaba solo. Por eso aulló a la
libertad que le permitía librarse de su enemigo, bebió en el agua revuelta de
tierra y cieno y volvió a la orilla.
Se notaba poderoso,
más fuerte que nunca, porque ignoraba que su rostro era una combinación de los
que correspondían al jabalí y al lobo, que su instinto era una bestia carnicera
y que su humanidad ofrecía el aspecto de un gigante repulsivo: singular
licántropo sin el don de recuperar el aspecto humano al no hallarse bajo la
influencia de la luna llena, por lo que sería combatido hasta el exterminio por
esos seres, perecidos a Padre y Madre, con los que no iba a tardar en
tropezarse...
999. Anonimo,
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