85. Cuento popular castellano
Miseria era una mujer anciana, pobre,
que dada su avanzada edad, se dedicaba para mantenerse a pedir limosna. Tenía
un hijo que se llamaba Ambrosio (El Hambre), y andaba también por el mundo
pidiendo. Y tenía un perrito, que se llamaba Tarro, que era el único que la
acompañaba en la pequeña choza que tenía.
Así vivió varios años hasta llegar a
una edad muy avanzada, disfrutando nada más que de lo que sacaba de las
limosnas y el fruto de un peral que tenía próximo a la choza, del cual pocos
años cogía fruto, debido a que los chicos le quitaban todas las peras. Como
ella no corría, les embizcaba el perro, y los chicos huían; pero cuando no
estaba ella, se las quitaban antes que llegaran a sazonar.
Un día se presentó a la puerta de su
choza un pobre, al anochecer del día. Mas como estaba nevando, la tía Miseria
le dijo que pasara a refugiarse, invitándole a cenar una sopa del poco pan que
había recogido durante el día. Y luego después partió la saca donde ella dormía
para dar parte al pobre. Y cada uno durmió en su saca de paja. Pero lo extraño
del caso es que el perrito Tarro, que tenía la tía Miseria, era muy malo, y a
todos los que se aproximaban a la puerta los ladraba. Y observó la tía Miseria
que al recibir a este pobre en su casa, no sólo no le ladró, sino que se
arrimaba a lamerle los pies. Así pasaron la noche durmiendo, y al amanecer
observó la tía Miseria que se levantaba el pobre con intención de marcharse.
Mas como estaba nevando, no consintió que saldría. Y sí salió ella al pueblo
inmediato, diciéndole:
-No saldrás de mi casa sin que antes
desayunes, que ahora voy a recoger cuatro mendrugos de pan al pueblo. Y cuando
venga, almorzarás y marcharás.
Viendo el pobre la buena intención de
Miseria, se conformó con lo que le propuso. Mas luego, cuando volvió y habían
desayunao, la propuso el pobre a la tía Miseria.., y la dijo:
-En vista de tu bondadoso corazón, voy
a hacerte un favor. Pídeme lo que quieras, pues aunque me ves vestido de pobre,
no lo soy. Yo soy San Agustín. Y quiero pagarte el favor que me has hecho.
Dicha promesa rechazó la tía Miseria,
diciendo que no quería nada; pero tanto la insistió el Santo que ella no tuvo
más remedio que aceptar y pedir algo. Y le pidió que todo aquel que se subiera
al peral que tenía, sin su permiso, no pudiera bajarse. Porque aunque daba muy
buenas peras, no las recogía, porque se las quitaban los chicos. La contestó el
Santo:
-Concedido. Con poco te conformas,
mujer.
Pronto llegaron a sentirse los efectos
de la concesión. Al año siguiente, tan pronto como llegaron las peras a media
sazón, los primeros chicos que subieron a cogerlas quedaron allí presos hasta
que llegó la tía Miseria. El primer día que quedaron presos los chicos, al
verles la tía Miseria desde lejos, ya les gritó:
-¡Ah, granujas! ¡Bien me las vais a
pagar, que ahora no os escapáis de mis uñas!
Y llegando al pie del peral, empezó a
golpearles con la cachava en que se apoyaba hasta que le dio lástima y les
mandó bajar. A todo esto les embizca el perro y, agarrándoles de los
pantalones, cuando al uno, cuando al otro, iban a sus casas llenos de jirones.
Este mismo año los chicos seguían
yendo a comer las peras; pero después que se fueron dando cuenta de lo
endiablado que estaba el peral, ninguno se acercaba. Al año siguiente ya pudo
disfrutar la tía Miseria, con toda tranquilidad, de las peras de dicho peral.
Así pasaron largos años hasta que un día se acerca a la puerta un hombre alto,
seco, con una guadaña al hombro, que la llamó a la tía Miseria tres veces,
diciéndola:
-Vamos, Miseria, que ya es hora.
La tía Miseria, que se acerca a la
puerta y reconoce que es la
Muerte , exclama:
-¡Hombre, ahora tan pronto, al mejor
vivir! ¡Ahora que estoy disfrutando del poco tiempo de tranquilidad que he
tenido! (Y eso que tenía ciento y pico de años.)
Mas como la Muerte la insistía, la tía
Miseria le suplicó un favor. Y la
Muerte la dijo:
-Bueno, ¿qué es lo que quieres?
-Pues, que mientras yo me preparo un
poco para el viaje, hagas el favor de cogerme esas cuatro peras que quedan en
el peral.
Y la contestó la Muerte :
-Bueno, mujer, anda ligera. Prepárate.
A todo esto se dispuso la Muerte a coger las peras
del peral. Subió al árbol; mas como estaban en lo más alto, tuvo que hacer
grandes esfuerzos, a pesar de sus largos brazos, para cogerlas. Una vez
cogidas, quería bajar del peral, y no podía desprenderse de las ramas. Se cansó
de hacer esfuerzos por bajar, y no podía conseguirlo. A todo esto la tía
Miseria, que asomada a la puerta le vio, soltó la carcajada, diciendo:
-¡Ja, ja, ja! ¡Bien estás ahí! ¡Déjame
a mí, que ahora estoy segura!
Así estuvieron unos cuantos años,
haciéndose sentir ya la falta de la
Muerte , pues había ancianos que a pesar de sus penosas
enfermedades, ninguno moría. Pasaban de doscientos años. Suplicaban a los
médicos que les dieran algo para acabar con la vida, que les aterrorizaba ya,
y, a pesar de eso, nadie moría. Se, daban cuchilladas unos a otros; se tiraban
de precipicios; quedaban hecho una lástima; pero ninguno moría, pues la Muerte se hallaba colgada
en el peral de la tía Miseria y no podía bajar de allí sin su permiso.
Cuando se llegaron a dar cuenta los
pueblos irunediatos, empezaron a dar vueltas por todos los sitios para ver
dónde podrían encontrar la
Muerte. Hasta que un día el médico de Profundis, que así se
llamaba el pueblo donde residía ese médico, observó que desde lejos le llamaba
alguien que decía:
-¡Eh, médico de Profundis! ¡Ven acá!
Acudió a las voces y pronto observó
que la Muerte
estaba colgada en el peral de la tía Miseria. Avisó a los vecinos, y todos,
armados de hachas, se fueron a aquel lugar con el fin de derribar el árbol, que
decían estaba endiablado. Pero por más que daban hachazos a un lado y a otro,
las hachas no mellaban el árbol. Se cansaron de hacer por cortarle. Otros se
subían al árbol, y agarrando de las manos a la Muerte , tiraban por ver si
la desprendían de allí. Pero no sólo no la pudieron arrancar de allí, sino que
todos los que subían quedaban colgados como racimos. La tía Miseria se reía y
decía:
-Inútil todo lo que trabajéis, pues
nadie bajará sin que yo le dé el permiso.
Viendo esta fuerza tan poderosa de la
tía Miseria, acudieron personalidades de distintos pueblos y provincias a
suplicar a la tía Miseria que le dejara bajar de allí, porque era una lástima
ver el mundo como estaba, que no se moría nadie por ningún sitio a pesar de
las horribles calamidades y sufrimientos de que muchos padecían. La tía
Miseria, en vista de tanta súplica, y dándole ya lástima de la humanidaz entera,
les propuso una condición.
-¿Cuál es? -la dijeron.
Contestando ella que la condición
había de ser de que no volviera a llamar la Muerte , ni se acordara de su hijo Ambrosio,
mientras ella no le llamara tres veces:
-No te acuerdes de mí ni de mi hijo,
Ambrosio, hasta que yo no te llame tres veces.
A lo cual accedió la Muerte , contestando que
concedido lo tenía, siempre que la diera permiso para bajar del peral. Acto seguido
bajó la Muerte
del peral con todos los que a ella se habían agarrado. Y empuñando el hasta de
la guadaña, empezó a cortar pescuezos por todos los sitios. Morían a millares,
pues todo el que desde aquel momento se ocupaba de buscar la Muerte la encontraba
inmediatamente.
Así transcurrieron largos años,
viviendo la tía Miseria en su choza, mante-niéndose de los cuatro mendrugos de
pan que recogía todos los días por la mañana y con las peras que el peral criaba.
Y como todavía la tía Miseria no ha llamao más que una vez a la Muerte , todavía existe en
el mundo. Y ella y su hijo, el Hambre, existirán siempre, pues no tienen
intención de llamarla.
Herrera de Río Pisuerga, Palencia. Narrador VII, 25 de mayo, 1936.
Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo
058. anonimo (castilla y leon)
No hay comentarios:
Publicar un comentario