89. Cuento popular castellano
Éste era un zapatero remendón que
tenía siete hijos y la mujer. Como las utilidades que le reportaba el oficio
no cubrían las necesidades de la casa, él nunca pudo tener la satisfacción de
saber lo que era llenar la tripa. Y en vista de esto, un día, pensando lo
desgraciado que era, decidió vender lo único que tenía, que era la herramienta
del taller, y con el valor de ello comprar arroz, bacalao, pan, vino, y esas
cosas, suficiente para poder llenar la barriga.
As¡ lo hizo, y una vez preparada ya la
comida, se echó a pensar a ver dónde podía estar más tranquilo -y que nadie le
molestara, pidiéndole algo de la comida que él llevaba. Pronto lo pensó,
viendo una ermita que había un poco distante del pueblo, y al día siguiente,
una vez preparada la comida, se puso en camino hacia la ermita con un cesto
lleno de cosas. Cuando iba hacia la ermita, se iba diciendo entre sí:
-De esto que llevo aquí, no doy nada a
nadie. Quiero llenar la tripa de una vez, porque no sé lo que es llenarla.
Esto que oye San Pedro. Se lo contó a
Cristo, diciéndole:
-Mira, ¿ves a aquel pobre que va hacia
la ermita? Pues, ha dicho que de lo que lleva no dará nada a nadie, que a él
tampoco se lo han dao.
Y le contesta Cristo:
-Pero, ¡hombre! ¿Así ha de ser?
-¡Sí, sí! Lo asegura.
Dice Cristo:
-A que si vas tú, no te niega una
limosna. Dice:
-No sé.
-Bueno, pues vete.
Se puso en camino San Pedro, vestido
de pobre. Y una vez que el zapatero le vio desde el pórtico de la ermita, se
decía entre sí:
-¡Caracoles! ¿Quién le habrá dicho a
aquél que estoy aquí yo? Pues, te volverás como te has venido.
Y así sucedió. Llegó San Pedro a la
puerta de la ermita y pide limosna:
-Una limosna, por Dios, que Dios se lo
pagará. Y contesta el zapatero:
-¡Por Dios!... ¡A mí nadie me ha dado
nada!
-¡Hombre, mire ustez que soy San
Pedro!
-¡Como si es Cristo! ¡A mí nadie me ha
dado nada! Por lo
tanto, vete por donde te has venido.
Fue San Pedro y se lo contó a Cristo.
Y, extrañado, le dijo:
-Bueno... A que si mando a otro, le da
limosna. Dice San Pedro:
-No; casi estoy seguro...
-Pues, ahora lo verás.
Y mandó Cristo a la Muerte. Se puso en
camino la Muerte
con los mismos hábitos de San Pedro. Y cuando el zapatero la llegó a ver,
exclamó con lo mismo que antes:
-¡Ya viene allí otro! Pues, ¡ni que se
lo hubieran dicho!
Llegó la Muerte donde estaba el
zapatero, y, pidiéndole limosna, le contestó lo mismo que a San Pedro. Pero el
zapatero le preguntó:
-¿Quién eres tú?
-Hombre, yo soy la Muerte.
-¡Caramba! Tú eres mi amiga. Siéntate
aquí a mi lado y comerás conmigo.
Así lo hizo la Muerte. Comió con el
zapatero, y, una vez terminada la comida y satisfechos ambos, la Muerte quiso recompensar
al zapatero el favor que le había hecho de darle de comer. Y le dijo:
-En vista del buen comportamiento que
has tenido conmigo, quiero hacerte algún favor. Pídeme lo que quieras.
Y el zapatero, por más que pensaba en
qué había de pedirle, no llegó a creer nunca que podría darle aquello que fuera
el porvenir de su vida. Mas la
Muerte le dijo:
-Si no te atreves a pedirme nada, te
lo voy a ofrecer yo. Mira; vas a ser médico.
-Pero, ¡hombre! ¡Si no entiendo yo
nada de enfermedades ni de medicinas!
Dice:
-No importa. Verás. Tú lo primero que
tienes que hacer es enterarte dónde hay enfermos graves, pero siempre fijándote
en que sea de la clase rica, pues en las primeras visitas que hagas, podrás
hacerte rico, y siguiendo por el mismo procedimiento, llegarás a ser poderoso,
porque adquirirás fama mundial como el mejor médico y recibirás grandes
gratificaciones.
-¡Bueno! Pero, ¿cómo voy a saber yo
cómo he de recetar y todo esto?
-No te apures, pues a ti sólo te
bastará con visitar al enfermo y observar en el lecho dónde estaré yo. Y si me
ves a mí a la derecha del enfermo, puedes decir a los de la casa que el enfermo
sanará pronto; pero si me ves a mí al lado izquierdo, puedes pronosticar que se
muere. Como esto ha de ser un hecho, porque yo, al colocarme al lado derecho,
no le mato y no muere, pues verán que ustez ha acertao. Y por el contrario,
poniéndome al lado izquierdo, al ver que muere, pues dan el crédito a ustez,
que es el médico.
Aceptó el zapatero y acto seguido puso
en práctica su profesión. La primera visita que hizo fue a un marqués, que
estaba ya desahuciado por todos los médicos que le habían visitao; todos le
pronosticaron la muerte inmediata. Pero él se presentó en la casa sin que nadie
le avisara, preguntando si había allí un enfermo grave. Y le contestaron que
sí, y que desgraciadamente estaba en período de agonía.
-¿Podría yo verle? -dijo.
Y le contestaron:
-Perdone ustez; pero no se halla ni él
ni los familiares en situación de recibir visitas.
Dice:
-¡Hombre! ¿Quién sabe? Soy médico, y
aunque no he sido llamado, tengo gran interés en visitarle por si algo se
pudiera conseguir en beneficio del paciente.
Pasó la sirvienta y se lo dijo a la
señora de la casa. Le mandaron pasar, y, una vez dentro de la habitación del
enfermo, observó que la Muerte
estaba allí al pie, pero se hallaba al lado derecho. Empezó por tomarle el
pulso y escucharle ambos costados. Y sin demora de tiempo ordena en la casa que
le hagan una taza de tila y que le dejarían solo seis horas; al término de las
seis horas, que tuvieran preparado un caldo de gallina, y al día siguiente, a
las once o doce del día, le levantaran un poquito y le sentaran en un sillón en
la misma habitación, le dieran de comer algo, poco, si le apetecía, y una vez
reposada la comida, a las dos horas, le volvieran a acostar.
-Mañana ya vendré yo a hacerle otra
visita, y veremos el cambio que haya tenido el enfermo con este tratamiento.
Los de la casa les pareció un cuento,
como si fuera alguno que quisiera burlarse del Marqués o de sus familiares;
pero como la receta no podía ser nada perjudicial, y el enfermo se prestó a
tomarlo, así lo hicieron. Le dieron la taza de tila, le dejaron solo en la
habitación, observando de vez en cuando si reposaba, y al día siguiente el
Marqués se hallaba casi completamente restablecido, hasta con gana de comer.
En vista de esto la Marquesa
le preparó el caldo de gallina, le levantó de la cama -puesto que el mismo
enfermo también lo pedía-, le sentaron en el sillón y le dieron de comer una
anca y un alón de gallina, que saboreó el Marqués como si tal enfermedaz
tuviera. Cuando volvió el médico, ya conversó largo rato con el Marqués, el
cual le decía:
-Ustez me ha dao la vida.
Volvió a observarle el médico
detenidamente y le dijo:
-Desde mañana puede ustez hacer la
vida normal.
Y el Marqués así lo hizo. A todo esto
le preguntaron por sus honorarios, y éste contestó que nada, que no tenía
derecho por no ser médico suyo, que él lo había hecho por un rasgo humanitario.
Viendo el Marqués tan generoso rasgo, le soltó de la cartera unos cuantos
billetes de mil pesetas.
Con estos billetes ya pudo el médico
improvisado caracterizarse en condiciones como correspondía a su profesión. Se
compró sombrero hongo, su gran bastón, su traje y levita, y pronto, muy
pronto, se hizo memorable por aquellas comarcas. De todos los sitios le
avisaban; no podía atender a todos. Se compró un coche y, con su buen tronco de
caballos, no cesaba ni un momento de visitar enfermos, que en pocos años le
llegaron a proporcionar una fortuna.
Cuando mejor y más descuidado se
encontraba el médico, después de muchos años en la opulencia, se le acerca la Muerte , diciéndole:
-Vamos, que ya has podido disfrutar
bastante del mundo. Y el médico le contestó:
-¡Hombre! ¡En el mejor vivir me vas a
llevar! Dice la Muerte :
-Sí, ya es hora, y ya tienes muchos
años.
En vista de esto el médico le pidió un
favor.
-¿Cuál es?
-Hombre, que en tantos años que me he
llevao en esta vida, casi ni me he acordao de ti ni de Dios. Déjame un rato más
para rezar un poco... Siquiera, siquiera un padrenuestro...
-¡Bueno, hombre!... Pues, concedido.
Se puso a rezar el padrenuestro el
médico, y cuando llegó a «Padre Nuestro, que estás en los cielos», dijo:
-Diquiá cien años, lugar tendré de
terminarlo.
Así que como no había terminado el
padrenuestro, la Muerte
se marchó. Pero ésta, muy astuta, estuvo estudiando a ver de qué manera podía
engañar al médico, puesto que también a ella la había engañado el médico.
Y un día, sabiendo la ruta que el
médico tenía diariamente, se le presentó en un sitio colgada de un árbol, con
una soga al pescuezo, figurando que alguien se había ahorcado. Al pasar por
allí después el médico en su coche y ver por entre los cristales tal
espectáculo, mandó parar al cochero, y le dijo:
-Oye, ¿qué es eso?
Y el cochero, observándole, le dijo:
-¡Oh, señor! ¡Es un hombre que se ha
ahorcado! Entonces el médico le dijo:
-Pues, vamos a rezar un padrenuestro
por ese desgraciado.
Empezó el padrenuestro el médico,
contestando el cochero. Y cuando le terminaron, como si se hubiera arrancado la
cuerda, cayó el hombre que parecía ahorcado. Mas al llegar a tierra, fue grande
el asombro del médico al ver que era la Muerte , que venía hacia él a pasos agigantados.
Herrera
de Río Pisuerga, Palencia. Narrador
VII, 25 de mayo, 1936.
Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo
058. anonimo (castilla y leon)
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