Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 15 de junio de 2012

El médico y la muerte .089

89. Cuento popular castellano

Éste era un zapatero remendón que tenía siete hijos y la mu­jer. Como las utilidades que le reportaba el oficio no cubrían las necesidades de la casa, él nunca pudo tener la satisfacción de saber lo que era llenar la tripa. Y en vista de esto, un día, pensan­do lo desgraciado que era, decidió vender lo único que tenía, que era la herramienta del taller, y con el valor de ello comprar arroz, bacalao, pan, vino, y esas cosas, suficiente para poder lle­nar la barriga.
As¡ lo hizo, y una vez preparada ya la comida, se echó a pen­sar a ver dónde podía estar más tranquilo -y que nadie le mo­lestara, pidiéndole algo de la comida que él llevaba. Pronto lo pensó, viendo una ermita que había un poco distante del pueblo, y al día siguiente, una vez preparada la comida, se puso en cami­no hacia la ermita con un cesto lleno de cosas. Cuando iba hacia la ermita, se iba diciendo entre sí:
-De esto que llevo aquí, no doy nada a nadie. Quiero llenar la tripa de una vez, porque no sé lo que es llenarla.
Esto que oye San Pedro. Se lo contó a Cristo, diciéndole:
-Mira, ¿ves a aquel pobre que va hacia la ermita? Pues, ha dicho que de lo que lleva no dará nada a nadie, que a él tampoco se lo han dao.
Y le contesta Cristo:
-Pero, ¡hombre! ¿Así ha de ser?
-¡Sí, sí! Lo asegura.
Dice Cristo:
-A que si vas tú, no te niega una limosna. Dice:
-No sé.
-Bueno, pues vete.
Se puso en camino San Pedro, vestido de pobre. Y una vez que el zapatero le vio desde el pórtico de la ermita, se decía entre sí:
-¡Caracoles! ¿Quién le habrá dicho a aquél que estoy aquí yo? Pues, te volverás como te has venido.
Y así sucedió. Llegó San Pedro a la puerta de la ermita y pide limosna:
-Una limosna, por Dios, que Dios se lo pagará. Y contesta el zapatero:
-¡Por Dios!... ¡A mí nadie me ha dado nada!
-¡Hombre, mire ustez que soy San Pedro!
-¡Como si es Cristo! ¡A mí nadie me ha dado nada! Por lo
tanto, vete por donde te has venido.
Fue San Pedro y se lo contó a Cristo. Y, extrañado, le dijo:
-Bueno... A que si mando a otro, le da limosna. Dice San Pedro:
-No; casi estoy seguro...
-Pues, ahora lo verás.
Y mandó Cristo a la Muerte. Se puso en camino la Muerte con los mismos hábitos de San Pedro. Y cuando el zapatero la llegó a ver, exclamó con lo mismo que antes:
-¡Ya viene allí otro! Pues, ¡ni que se lo hubieran dicho!
Llegó la Muerte donde estaba el zapatero, y, pidiéndole limos­na, le contestó lo mismo que a San Pedro. Pero el zapatero le preguntó:
-¿Quién eres tú?
-Hombre, yo soy la Muerte.
-¡Caramba! Tú eres mi amiga. Siéntate aquí a mi lado y co­merás conmigo.
Así lo hizo la Muerte. Comió con el zapatero, y, una vez termi­nada la comida y satisfechos ambos, la Muerte quiso recompen­sar al zapatero el favor que le había hecho de darle de comer. Y le dijo:
-En vista del buen comportamiento que has tenido conmigo, quiero hacerte algún favor. Pídeme lo que quieras.
Y el zapatero, por más que pensaba en qué había de pedirle, no llegó a creer nunca que podría darle aquello que fuera el por­venir de su vida. Mas la Muerte le dijo:
-Si no te atreves a pedirme nada, te lo voy a ofrecer yo. Mira; vas a ser médico.
-Pero, ¡hombre! ¡Si no entiendo yo nada de enfermedades ni de medicinas!
Dice:
-No importa. Verás. Tú lo primero que tienes que hacer es enterarte dónde hay enfermos graves, pero siempre fijándote en que sea de la clase rica, pues en las primeras visitas que hagas, podrás hacerte rico, y siguiendo por el mismo procedimiento, lle­garás a ser poderoso, porque adquirirás fama mundial como el mejor médico y recibirás grandes gratificaciones.
-¡Bueno! Pero, ¿cómo voy a saber yo cómo he de recetar y todo esto?
-No te apures, pues a ti sólo te bastará con visitar al enfer­mo y observar en el lecho dónde estaré yo. Y si me ves a mí a la derecha del enfermo, puedes decir a los de la casa que el enfer­mo sanará pronto; pero si me ves a mí al lado izquierdo, puedes pronosticar que se muere. Como esto ha de ser un hecho, porque yo, al colocarme al lado derecho, no le mato y no muere, pues verán que ustez ha acertao. Y por el contrario, poniéndome al lado izquierdo, al ver que muere, pues dan el crédito a ustez, que es el médico.
Aceptó el zapatero y acto seguido puso en práctica su profe­sión. La primera visita que hizo fue a un marqués, que estaba ya desahuciado por todos los médicos que le habían visitao; todos le pronosticaron la muerte inmediata. Pero él se presentó en la casa sin que nadie le avisara, preguntando si había allí un enfer­mo grave. Y le contestaron que sí, y que desgraciadamente estaba en período de agonía.
-¿Podría yo verle? -dijo.
Y le contestaron:
-Perdone ustez; pero no se halla ni él ni los familiares en si­tuación de recibir visitas.
Dice:
-¡Hombre! ¿Quién sabe? Soy médico, y aunque no he sido llamado, tengo gran interés en visitarle por si algo se pudiera conseguir en beneficio del paciente.
Pasó la sirvienta y se lo dijo a la señora de la casa. Le manda­ron pasar, y, una vez dentro de la habitación del enfermo, observó que la Muerte estaba allí al pie, pero se hallaba al lado derecho. Empezó por tomarle el pulso y escucharle ambos costados. Y sin demora de tiempo ordena en la casa que le hagan una taza de tila y que le dejarían solo seis horas; al término de las seis horas, que tuvieran preparado un caldo de gallina, y al día siguiente, a las once o doce del día, le levantaran un poquito y le sentaran en un sillón en la misma habitación, le dieran de comer algo, poco, si le apetecía, y una vez reposada la comida, a las dos horas, le volvieran a acostar.
-Mañana ya vendré yo a hacerle otra visita, y veremos el cambio que haya tenido el enfermo con este tratamiento.
Los de la casa les pareció un cuento, como si fuera alguno que quisiera burlarse del Marqués o de sus familiares; pero como la receta no podía ser nada perjudicial, y el enfermo se prestó a tomarlo, así lo hicieron. Le dieron la taza de tila, le dejaron solo en la habitación, observando de vez en cuando si reposaba, y al día siguiente el Marqués se hallaba casi completamente restable­cido, hasta con gana de comer. En vista de esto la Marquesa le preparó el caldo de gallina, le levantó de la cama -puesto que el mismo enfermo también lo pedía-, le sentaron en el sillón y le dieron de comer una anca y un alón de gallina, que saboreó el Marqués como si tal enfermedaz tuviera. Cuando volvió el médi­co, ya conversó largo rato con el Marqués, el cual le decía:
-Ustez me ha dao la vida.
Volvió a observarle el médico detenidamente y le dijo:
-Desde mañana puede ustez hacer la vida normal.
Y el Marqués así lo hizo. A todo esto le preguntaron por sus honorarios, y éste contestó que nada, que no tenía derecho por no ser médico suyo, que él lo había hecho por un rasgo humani­tario. Viendo el Marqués tan generoso rasgo, le soltó de la cartera unos cuantos billetes de mil pesetas.
Con estos billetes ya pudo el médico improvisado caracteri­zarse en condiciones como correspondía a su profesión. Se com­pró sombrero hongo, su gran bastón, su traje y levita, y pronto, muy pronto, se hizo memorable por aquellas comarcas. De todos los sitios le avisaban; no podía atender a todos. Se compró un coche y, con su buen tronco de caballos, no cesaba ni un momen­to de visitar enfermos, que en pocos años le llegaron a proporcio­nar una fortuna.
Cuando mejor y más descuidado se encontraba el médico, des­pués de muchos años en la opulencia, se le acerca la Muerte, di­ciéndole:
-Vamos, que ya has podido disfrutar bastante del mundo. Y el médico le contestó:
-¡Hombre! ¡En el mejor vivir me vas a llevar! Dice la Muerte:
-Sí, ya es hora, y ya tienes muchos años.
En vista de esto el médico le pidió un favor.
-¿Cuál es?
-Hombre, que en tantos años que me he llevao en esta vida, casi ni me he acordao de ti ni de Dios. Déjame un rato más para rezar un poco... Siquiera, siquiera un padrenuestro...
-¡Bueno, hombre!... Pues, concedido.
Se puso a rezar el padrenuestro el médico, y cuando llegó a «Padre Nuestro, que estás en los cielos», dijo:
-Diquiá cien años, lugar tendré de terminarlo.
Así que como no había terminado el padrenuestro, la Muerte se marchó. Pero ésta, muy astuta, estuvo estudiando a ver de qué manera podía engañar al médico, puesto que también a ella la había engañado el médico.
Y un día, sabiendo la ruta que el médico tenía diariamente, se le presentó en un sitio colgada de un árbol, con una soga al pescuezo, figurando que alguien se había ahorcado. Al pasar por allí después el médico en su coche y ver por entre los cristales tal espectáculo, mandó parar al cochero, y le dijo:
-Oye, ¿qué es eso?
Y el cochero, observándole, le dijo:
-¡Oh, señor! ¡Es un hombre que se ha ahorcado! Entonces el médico le dijo:
-Pues, vamos a rezar un padrenuestro por ese desgraciado.
Empezó el padrenuestro el médico, contestando el cochero. Y cuando le terminaron, como si se hubiera arrancado la cuerda, cayó el hombre que parecía ahorcado. Mas al llegar a tierra, fue grande el asombro del médico al ver que era la Muerte, que venía hacia él a pasos agigantados.

Herrera de Río Pisuerga, Palencia. Narrador VII, 25 de mayo, 1936.

Fuente: Aurelio M. Espinosa, hijo                                                            

058. anonimo (castilla y leon)

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