Érase
una vez un Rajá que tenía siete esposas, pero ningún hijo. Esto era para él un
gran pesar y mortificación, sobre todo cuando pensaba que al morir su trono
quedaría vacante por falta de heredero.
Ocurrió
que un día, un pobre faquir fue a ver al Rajá y le dijo:
-Tus
plegarias han sido escuchadas y una de tus esposas tendrá un hijo.
Al
oír esto la alegría del monarca no tuvo límites. Enseguida dio orden de
preparar grandes fiestas para celebrar el feliz acontecimiento que se
avecinaba y se dispuso a salir de caza, que era su distracción favorita.
Entretanto,
las siete esposas, que vivían regiamente en un magnífico palacio, enviaron un
mensaje a su esposo, concebido en los siguientes términos:
"Señor.
Dignaos no ir a cazar hacia la parte Norte, pues todas hemos tenido malos
sueños esta noche y tememos por vuestra vida."
Para
calmar su ansiedad, el Rajá contestó asegurando que no iría a cazar por aquel
lado, y así lo hizo. Pero dio la casualidad que aquel día no encontró ni rastro
de caza, a pesar de los trabajos de sus monteros. Trató de encontrarla en el
Este y Oeste, sin conseguir mejor resultado. El soberano era un gran cazador, y
le dolía regresar a su palacio sin haber cobrado ninguna pieza, así, olvidándose
de su promesa se dirigió al Norte.
Al
principio no tuvo mejor suerte que en los demás puntos y ya se disponía a
volver sobre sus pasos cuando una hermosa cierva de cuernos de oro y cascos de
plata, blanca como la nieve y hermosa como una diosa, pasó ante él, perdiéndose
entre la enramada.
El
Rajá, a pesar de que sólo había visto un momento al hermoso animal, sintióse
invadido de unos incontenibles deseos de poseerlo y enseguida ordenó a sus
monteros que rodeasen la espesura donde se había refugiado, para poderlo cazar
vivo. Se formó el círculo y cuando estaba a punto de cerrarse, apareció de
nuevo la cierva, la cual, dando un salto, pasó por encima del monarca, sin que
éste tuviera tiempo de cogerla, yendo a refugiarse en las montañas.
Sin
avisar a sus compañeros, el Rajá picó espuelas y partió tras la cierva. Cabalgó
durante varias horas, creyendo ver siempre a lo lejos la vaga sombra del
animalito, y al fin, rendido de cansancio y perdida ya la esperanza de
alcanzarlo, detuvo su caballo ante una miserable choza, en la cual entró para
pedir un vaso de agua.
Una
vieja sentada en una desvencijada silla contestó a su petición llamando a su
hija, quien salió de una habitación interior de la choza, y resultó ser una
joven muy bella, de cutis como la leche y cabellos semejantes al oro, quedando
el rey mudo de sorpresa al ver ten hermosa joya en tan pobre morada.
La
joven tendió una copa de agua al Rajá, quien la apuró con la mirada fija en
ella, quedando convencido de que no era otra que la cierva blanca que
persiguiera hasta allí.
La
belleza de la muchacha hechizó al soberano, haciéndole caer de rodillas a sus
pies, pidiéndole consintiera en ser su esposa. La joven soltó una carcajada,
diciendo que siete esposas eran más que suficientes para un Rajá. Sin embargo,
tanto imploró el monarca, que la muchacha dijo al fin:
-
Perfectamente, traedme los ojos de las siete reinas y entonces tal vez crea en
vuestras declaraciones de amor.
Tan
trastornado quedó el Rajá por la belleza de la joven, que sin vacilar un momento,
partió hacia su palacio y ordenó que fueran arrancados los ojos de las siete
reinas, y con ellos regresó a la choza del barranco. La joven rió duramente al
verlo, y atravesándolos con un hilo los tiró a su madre, diciendo:
-Tened,
madre, guardadlos para haceros un collar con ellos, mientras yo estoy en
palacio.
Enseguida
acompañó al enamorado Rajá a sus dominios y se casó con él, acaparando para
ella los trajes, los aposentos, las joyas y los esclavos de las siete reinas.
Al
poco tiempo las siete desventuras fueron encarceladas, pues su vista molestaba
a la nueva reina, y al poco tiempo la más joven de ellas tuvo un hijo que
despertó las envidias de las seis restantes. Sin embargo, poco después todas
querían con delirio al muchachito, que era su único consuelo, y cuando tuvo dos
años se encontró con siete madres a cual más amante. El niño se mostró pronto
tan útil, que las pobres prisioneras no hacían más que bendecir la hora de su
nacimiento, pues desde aquel momento se habían terminado sus pesares.
Cuando
pudo empezar a caminar, el joven príncipe abrió un agujero en la pared, agujero
que ensanchó y alargó de tal manera que un día pudo abandonar la cárcel, a la
cual regresó al cabo de una hora cargado de dulces y golosinas, que dividió en
partes iguales entre los siete reinas.
A
medida que fue haciéndose mayor fue ensanchando el túnel y cada día salía dos o
tres veces en busca de alimentos para sus siete madres.
El
medio de que se valía el joven para conseguir estos dulces y alimentos era su
enorme simpatía, que hacía que la gente le colmase de regalos que permitían a
las siete reinas seguir viviendo en su calabozo, cuando todo el mundo las
suponía muertas desde muchos años antes.
Cuando
ya fue un hombrecito se hizo un arco y unas flechas y fue a cazar. Ello le
llevó junto al palacio donde vivía la bruja blanca, la cual con sólo verle un
momento descubrió que era el hijo del Rajá, y su corazón se llenó de odio,
decidiendo matar, costara lo que costara, al príncipe. Enseguida ordenó a un
esclavo que le hiciera subir, y al tenerte en su presencia, le pidió le
vendiese uno de los pichones que había matado.
-No
puede ser -contestó el joven.- El pichón es para mis siete madres ciegas que
viven en la inmunda cárcel y que morirían si yo no me cuidara de ellas.
-¡Pobrecitas!
-exclamó la bruja.- ¿No te gustaría devolverles la vista? Dame ese pichón y yo
te prometo indicarte dónde encontrarás los ojos de tus madres.
Al
oír esto, el príncipe se alegró muchísimo, y enseguida regaló el pichón que
había cazado. La Raní guardó el pichón y en un pedazo de papel escribió estas
palabras:
"Mata
enseguida al dador, y convierte su sangre en rocío matutino."
Esta
nota se la entregó al príncipe, diciéndole que la llevase a su madre, la bruja,
quien le daría el collar de ojos que tenía.
-No
dejará de entregártelo -añadió- si te enseñas este papel.
El
príncipe, que no había podido asistir a la escuela, no sabía leer ni escribir,
y así no se enteró de la cruel maquinación de la Raní. Despidióse alegremente
de ella y partió hacia la cabaña.
En
el curso del viaje llegó a un país cuyos habitantes aparecían tan tristes que
el príncipe les preguntó que les ocurría. Le contestaron que era debido a que
la única del Rajá se negaba a casarse y por ello, cuando muriese el soberano,
el país se encontraría sin príncipe heredero.
Añadieron
los informadores que la princesa había asegurado que sólo se casaría con el
príncipe que fuera hijo de siete madres. Desesperado el rey, ordenó que todo
forastero que llegara a la población, fuera conducido ante la princesa. Por
ello, a pesar de su impaciencia por llegar donde se encontraban los ojos de sus
madres, el príncipe fue conducido ante la princesa, quien apenas lo vio
enrojeció intensamente, y volviéndose hacia el rey, le dijo:
-Padre
mío, este es el hombre con quien quiero casarme.
Jamás
tan pocas palabras produjeron tanta alegría. Los habitantes del país celebraron
grandes fiestas populares, pero el hijo de las siete reinas dijo que sólo
podría casarse cuando hubiese recobrado los ojos de sus madres.
Al
oír esto, la princesa pidió a su amado que le enseñase la carta de la reina, y
como era muy inteligente, enseguida comprendió el plan de la malvada bruja. Sin
embargo, no dijo nada, y encargó a sus esclavos que le dieran cuanto desease.
Mientras
el joven príncipe se bañaba en el estanque del palacio, la joven princesa cogió
otro papel e imitando la letra de la Raní, escribió en él lo siguiente:
"Cuida
con todo cariño de este muchacho y dale cuanto te pida."
Hecho
esto, entregó la misiva al príncipe y rasgó la verdadera.
El
príncipe reanudó su viaje y al poco tiempo llegó a la cabaña de la vieja bruja,
quien hizo una mueca de disgusto al leer la carta, y más, cuando el muchacho le
pidió el collar de ojos.
Sin
embargo se lo entregó, diciéndole:
-Sólo
tengo trece ojos, pues la semana pasada perdí uno.
El
príncipe no se preocupó por este detalle, pues estaba demasiado contento al
pensar que podría devolver la vista a sus siete madres.
Cuando
llegó a la cárcel donde le aguardaban las siete reinas, entregó un par de ojos
a cada una de las más viejas, y a la joven, su madre, sólo le dio uno,
diciéndole:
-Mamaíta,
de ahora en adelante yo seré tu otro ojo.
Después
de esto, partió a casarse con la princesa, como había prometido, mas al pasar
ante el blanco palacio de la Raní, vio unos pichones en el tejado y sin
pensarlo un momento disparó una flecha que hirió al más hermoso de todos.
La
Raní, oyó silbar la flecha y se asomó al balcón, viendo con profunda sorpresa
que el príncipe seguía vivo.
Lanzando
un grito de rabia llamó a un esclavo y le ordenó que hiciera subir al joven, y
cuando le tuvo en su presencia le preguntó cómo había vuelto tan pronto. El
joven le explicó lo ocurrido, y la rabia de la hechicera no conoció límite. No
obstante, fingió estar satisfechísima con el éxito, y le dijo que si le
regalaba aquel otro pichón, le daría la hermosa vaca de Jogi, cuya leche mana
sin cesar durante el día.
El
príncipe aceptó encantado el cambio y la Raní le dio otro mensaje para su
madre, diciendo que le entregaría la vaca, pero en realidad, la carta decía lo
siguiente:
"Mata
al dador y convierte su sangre en rocío matutino."
Pero
no contaba la maga con la princesa, quien al preguntar a su futuro marido el
motivo de su tardanza, se enteró de lo que le había dicho la Raní, y del contenido
de su carta.
Como
había hecho la vez anterior, la princesa cambió la carta, y así, cuando el
joven llegó a casa de la bruja, ésta se vio obligada a entregarle la hermosa
vaca que da leche siempre. El príncipe, pensando sólo en sus madres, se apresuró
a llevarles la vaca, que con su leche, les aseguró el alimento para muchos
días.
Como
era tanta la leche que daba el animal, las siete reinas empezaron a hacer
quesos y requesón, que vendieron más barato que nadie, consiguiendo en poco
tiempo una bonita fortuna.
Viendo
que sus madres estaban ya en situación desahogada, el príncipe decidió regresar
junto a su amada princesa, pero al pasar junto al palacio del Rajá, no pudo
resistir la tentación de tirar unas flechas contra los pichones.
Uno
de ellos cayó muerto ante la ventana de la Raní, quien se asomó a ver lo que
ocurría, y con profundo asombro e indignación, vio todavía vivo al odiado
príncipe.
Otra
vez envió por él y cuando lo tuvo en su presencia, le preguntó cómo había
regresado tan pronto y al enterarse de lo bien que le había recibido la bruja,
y de que le entregó la vaca que siempre da leche, estuvo a punto de desmayarse
de rabia, mas consiguió dominarse, y le dijo que si le daba aquel pichón, ella
le entregaría el grano de trigo del millón de espigas, que germinan en una
noche.
El
príncipe aceptó encantado, y a cambio del ave recibió una carta para la bruja,
concebida en los siguientes términos:
"No
faltes esta vez. Mata al dador y convierte su sangre en rocío matutino."
Como
las veces anteriores, la princesa cambió la carta, y la bruja, a pesar del
disgusto que tal acción le producía, entregó al joven el grano de trigo del
millón de espigas, que germinan en una noche.
Con
esto en su poder, el príncipe se convirtió en el mayor cosechero de trigo del
país, y en pocos meses fue el hombre más rico de la India. A su fortuna se
añadió la de su esposa, quien enterada de la historia de su marido y conocedora
por las siete reinas del comportamiento del Rajá, hizo construir un palacio
exactamente igual al del monarca, y un día le invitó a comer en él.
El
Rajá, que había oído hablar mucho de las riquezas del hijo de las siete reinas,
aceptó la invitación, y su asombro no tuvo límites cuando al entrar en el
palacio, vio que era exactamente igual al suyo.
Sin
embargo, su asombro fue aún mayor al ver a las siete reinas, vestidas como
convenía a su clase, y en quienes reconoció a sus siete primeras esposas.
La
princesa, arrojóse a los pies del Rajá, y le explicó toda la verdad de lo
ocurrido. El soberano quedó muy apesadumbrado por su comportamiento y decidido
a repararlo en lo posible, hizo prender a la Raní, y la condenó a morir en la
hoguera.
Dicen
las crónicas que al consumirse la hoguera, de las cenizas salió un inmundo
gusano, que fue aplastado por el Sumo Sacerdote, quien reconoció en él el alma
de la hechicera.
En
cuanto a las siete reinas, regresaron a su palacio, y pasaron felizmente el
resto de sus vidas, mientras su hijo gobernaba con gran acierto sus dominios,
en los que jamás faltó el pan a nadie.
004. anonimo (india)
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