Era un diestro y sagaz
espadachín, sin duda uno de los más hábiles del reino. Por una cuestión de
honor había retado a otro espadachín. Iban a celebrar un duelo a muerte, al
amanecer del día siguiente. Nadie, por supuesto, dudaba de su victoria. En una
y mil ocasiones había demostrado su incomparable destreza. Tanta sangre había
provocado su sable que podría llenarse con ella un profundo estanque.
Tenía plena confianza en
sí mismo y sabía que dominaba como nadie el arte de la esgrima. Tenía una
óptima preparación fisica y una atención perfectamente controlada. En el
momento de batirse jamás dudaba; ningún pensamiento le distraía. Así, sus reflejos
eran veloces como el relámpago y su brazo se movía como la más flexible de las
serpientes.
Durante toda la jornada
estuvo entrenándose. Apenas ingirió alimento, para mantener el ánimo presto y
el cerebro lúcido. Anochecía cuando se dispuso a conciliar el sueño, para
estar descansado y fresco al amanecer. Durmió profundamente. Eran muchos años
de autodisciplina. Como ni siquiera entraba en sus cálculos poder perder en la
liza, nada podía robarle el sueño.
Despuntaba el día. Con
los primeros rayos del sol, saltó el espadachín de su lecho, realizó algunos
ejercitamientos fisicos y se aseó con pasmosa serenidad. Luego comprobó el
filo de su sable, como si se tratara de un rito imprescindible. Sonrió. ¡Estaba
tan seguro de sí mismo!
El insuperable espadachín
llegó antes de la hora marcada al lugar en el que iba a celebrarse el duelo.
Era en una apacible esplanada, surcada por un río. En sus aguas claras y frías
enjugó su rostro. Sintió el pulso sereno en sus venas. Era un duelo más, uno de
tantos a lo largo de muchos años. ¡Qué firmeza la suya, qué temple, qué
imperturbada serenidad!
Llegó su adversario al
lugar señalado para el duelo. Ambos contendientes se dispusieron para la lucha.
Estaban frente a frente, el sable en las manos, observándose con mucho
detenimiento. De repente, de forma inesperada, el espadachín más victorioso del
reino dudó: «¿Y si me cortara la cabeza?» Y en ese mismo instante su cabeza le
fue rebanada y rodó por los suelos.
El Maestro dice: Así es la mente: amiga o enemiga. Aplícate
a su doma, porque en cualquier momento puede fallarte. La mente que ata es la
mente que libera. La mente que te conduce al cielo te puede conducir al
infierno. Pierdes la concentración como el espadachín, y pierdes la cabeza.
Fuente: Ramiro Calle
004. anonimo (india)
No hay comentarios:
Publicar un comentario