Cuando
se formó el mundo, Dios repartió los años de vida al hombre y a
los animales. Empezó por el hombre y le dio veinte años. Y el
hombre se quejó porque eran pocos. Al burro le dio cuarenta, y el
burro le dijo:
Entonces
el hombre, con codicia, le pidió a Dios que se los diera a él. Y el
hombre se agarró veinte años más.
Después,
Dios, al ver que le rechazaban los años, empezó a disminuir. Al
perro le dio treinta. El perro dijo:
-¡No,
treinta años de vida de perro, no! Yo agarro veinte y usted haga con
los diez restantes lo que quiera.
-¡No,
treinta años de hacer monadas, trepandomé a los árboles, no, Señor
Dios! A mí me deja veinte y los otros deselós a quienquiera.
Dios
se los dio, pero el hombre pagó caro su pedido, porque los veinte
años que Dios le daba al hombre eran los años placenteros, sin
ninguna preocupación. En cambio, los veinte que le sacó al burro
son aquellos en que se casa y tiene que trabajar, y los diez años
que le siguen son los del perro guardián. Debe vigilar la casa, sus
hijos; y por último, una vez casados los hijos, llegan los nietos y
empieza a hacer gracias y monerías a los nietos; son los años del
mono.
María
Elena Caso de Capristo, 53 años. Lomas de Zamora. Buenos Aires,
1977.
La
narradora es culta. Aprendió el cuento del padre.
El
cuento es poco común en el folklore argentino. Es el tipo 173 de
Aarnee-Thompson.
Es
una recreación del cuento 176 de los Hermanos Grimm, estudiado por
Volte y Polivka (III, 290).
Colaboración
de María Elena Capristo.
Cuento
841 Fuente: Berta Elena Vidal de Battini
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