La caverna de los ogros
Anónimo
(arabe)
Cuento
Erase
una vez dos hermanos. Uno era rico y el otro era pobre. El rico, además, era
Rey. Un día el hermano pobre fue a ver al hermano rico y trató de que se
apiadase de él, pero el otro le dijo:
-Yo no
tengo nada, búscate un trabajo con el que poder vivir.
Pero el
hermano se avergonzaba de tener que trabajar en un país donde su hermano era
rey, y le dijo:
-No me
quedaré en este país.
Por este
motivo dejó su patria y se fue a tierras lejanas y desiertas. Una noche le
sorprendió la oscuridad. Se subió a un árbol rodeado de altas rocas. Cuando la
oscuridad fue muy densa, el hombre oyó un gran ruido. Eran ogros. El miedo le
dejó helado. Mientras los ogros se acercaban, les oyó decir:
-¡Ábrete,
El Qsibra[1]!
La roca
se abrió y los ogros entraron. Cuando todos entraron en otra sala, cogieron
algunos cuerpos humanos, los cocieron y se los comieron.
Desde el
árbol se podían ver montones de cadáveres de hombres, de ovejas, de bueyes, de
camellos, y luego sacos de oro y de plata tirados aquí y allá. El desgraciado
pasó la noche despierto a caballo de una rama. Por la mañana, los ogros
salieron fuera y dijeron:
-¡Ciérrate,
El Qsibra! -y luego se fueron.
Cuando
ya estuvieron lejos, el pobre descendió del árbol y dijo a la puerta:
-¡Ábrete,
El Qsibra! -y ésta se abrió.
Entró y
encontró gran cantidad de riquezas y de cadáveres humanos, algunos de los
cuales tenían comida la cabeza, otros los pies, y también asnos, algunos en
parte comidos y otros todavía intactos. Encontró un gran caldero que servía a
los ogros para cocinar y un gran montón de leña. También había subterráneos
donde encontró muchos animales vivos. Recogió todo lo que pudo del oro y de la
plata, cargó todo sobre el asno y se fue sin encontrar ningún obstáculo.
Regresó
a su país y desde aquel mismo día empezó a comprar tierra y esclavos, siervos
negros y blancos. Algunos vecinos suyos fueron a ver a su hermano el Rey y le
dijeron:
-Tu
hermano debe haber tenido un buen golpe de fortuna, hemos visto que ha comprado
casas, siervos negros y blancos y rebaños enteros. Sus riquezas parecen ser
enormes y sólo Alá el Altísimo puede saber cuántas sean.
El Rey
envió un encargado suyo a su hermano, que le preguntó:
-¿De
dónde te han venido estas riquezas?
-Me las
ha concedido Alá -respondió aquél, que no quería revelar nada.
El Rey
montó en cólera y le hizo meter en prisión, pero pasado cierto tiempo le dejó
de nuevo libre. Pasado, también, cierto tiempo, el Rey perdió su poder y poco
a poco fue perdiendo todos sus bienes. Se dirigió a su hermano y le dijo:
-Hermano
mío, no tengo nada. Es el momento de que me digas de dónde has sacado tus
riquezas para que yo también pueda aprovecharme. Por lo menos manténme a mí y a
mis hijos.
-Te
indicaré el lugar -respondió el hermano, y le indicó el camino para llegar a la
gruta de las riquezas. Aquél que había sido rey se dirigió allí. Cuando llegó a
la zona de la gruta, los habitantes de aquel lugar le pregun-taron:
-¿A
dónde vas?
-He
venido a ganarme la vida -respondió.
-Queremos
advertirte algo, ya que eres forastero. ¿Ves aquel camino? Procura no ir por
él, porque por allí hay muchos ogros que roban nuestros bienes, y que no sólo
se llevan el pan, sino además a nuestros niños y a nuestros hombres.
Pero el
Rey depuesto no tuvo en consideración estos consejos y se subió al árbol donde
había estado su hermano. Al llegar la noche llegaron los ogros. A sus pasos la
tierra retemblaba como bajo los cascos de caballos a galope. Los ogros volvían
a su escondite, llevando sobre sus espaldas la caza humana que habían capturado
aquel día. Mientras el hombre que estaba en lo alto del árbol sentía que se
helaba de terror, los ogros pusieron en tierra sus presas y dijeron:
-¡Ábrete,
El Qsibra! -y la puerta se abrió.
Entraron
los cadáveres y encendieron fuego: arrojaron los cadáveres y se los comieron
todos hasta el último.
Nuestro
hombre, aterrorizado, permaneció en el árbol hasta la mañana siguiente, y vio
a los ogros salir y decir a la roca:
-¡Ciérrate,
El Qsibra! -y las piedras volvieron a unirse como se unen los batientes de una
puerta.
El Rey
descendió a tierra y entró en la caverna. Encontró los subterráneos y vio
tantas riquezas como Alá podría calcular, y también cuerpos (le hombres, de
niños y de mujeres. Algunos ya estaban roídos, los demás estaban en reserva.
Escogió
un mulo entre aquellos que todavía estaban vivos y lo cargó de tantas riquezas
que hubieran bastado a toda su familia, generación tras generación. Pero cuando
llegó el momento de salir se dio cuenta de que se había olvidado de lo que le
había dicho su hermano: «¿Ábrete, El Qsibra!». Trató de decir:
-¡Abrete
Essekhra! (¡Ábrete, roca!) -pero la roca no se abrió. Entonces decidió
esconderse entre los cadáveres y hacerse el muerto.
Al
anochecer los ogros volvieron, según su costumbre, y entraron en la caverna.
Nada más entrar, el primero olió el olor de un hombre vivo y se lo dijo a los
otros. Estos se miraron a la cara, aspiraron y olieron también aquel olor.
Empezaron a buscar entre los subterráneos pero no lograron encontrar nada,
pero seguían oliendo el olor de un hombre vivo.
Llegaron
hasta el montón de cadáveres, pusieron al fuego un espetón y lo enrojecieron,
luego se pusieron a pinchar con el espetón enrojecido a codos los muertos, uno
tras otro. Así, llegaron a pinchar hasta al fingido muerto, que gritó:
-¡Ay!
Entonces
lo cogieron, se lo llevaron fuera, lo mataron, le sacaron el corazón y los
pulmones y otras vísceras y lo colgaron de unos ganchos.
Aquel
mismo día su hermano había llegado a aquella zona. Se acercó ,i la caverna de
los ghul y dijo:
-¡Ábrete,
El Qsibra!
La roca
se abrió y él entró, descendió a los subterráneos, pero no lo~;ró encontrar a
su hermano. Vio el hígado y los pulmones colgados, los descolgó y se los llevó
y cuando salió los envolvió en una tela. Mientras el hermano que había sido
pobre se alejaba con los pulmones y el hígado de aquel que había sido rey, la
sangre iba goteando por todo el sendero desde la caverna de los ghul hasta su
casa.
Cuando
al llegar la noche los ogros volvieron a su caverna y quisieron coger el hígado
y los pulmones, no los encontraron. En aquel momento vieron las huellas de la
sangre. Salieron y le siguieron hasta el umbral de la casa. Consultaron entre
sí qué debían hacer.
-Nos
transformaremos, algunos en camellos y otros en odres de aceite -decidieron al
fin-. Uno de nosotros tomará la figura de un ser humano y hará como que es el
dueño de los camellos y del aceite.
Y
súbitamente se transformaron tal como habían dicho.
-Cuando
el propietario de esta casa nos haya hecho entrar, haremos que nos deposite en
un almacén tal como se hace con los odres y que nos ponga en un establo, tal
como se hace con los camellos. Cuando todos duerman nos apoderaremos de los
que duermen en la casa y los devoraremos.
Así
pues, los ogros se acercaron a la casa. El fingido beduino, que era el jefe de
la fingida caravana, llamó:
-¡Ah de
la casa!
El dueño
salió fuera:
-¿Qué
deseáis? -preguntó.
-Que
Dios sea misericordioso con todos tus parientes -le respondió aquél-. Vamos de
viaje y la noche nos ha sorprendido. Sólo te pido que des cobijo a mis odres de
aceite y que guardes mis camellos en tu establo.
El dueño
de la casa, que les había robado la vez primera, respondió:
-Los
odres y los camellos los puedo meter en el establo, pero no tengo sitio para
ti.
Entonces
el camellero llevó los odres de aceite a la casa y dejó los camellos atados y
se marchó.
La
estancia donde estaban depositados los odres de aceite era una donde dormía una
de las esclavas negras de la casa. Cuando llegó a la casa, la negra cogió la
muela y comenzó a moler el grano. Llegó un momento en que, dándose cuenta de
que no se había untado el cabello, con el alfiler del velo pinchó un odre para
hacer que saliera un poco de aceite para su pelo. Pero he aquí que el ogro que
fingía ser odre susurró:
-¿Duermen
o ya están despiertos?
Pasado
un momento de estupor, sin saber si escapar o quedarse, la sierva se recobró y
siguió moliendo, cantando.
-Mi
dueño no siente esta cosa, pero esta cosa se mueve y no reposa.
Y en
verdad que los odres se movían y saltaban unos contra el artesonado, y luego
caían sobre el pavimento. Y la negra continuaba cantando y moliendo.
-Mi
dueño no siente esta cosa, pero esta cosa se mueve y no reposa.
El dueño
de la casa oyó estas palabras, salió de su alcoba y se apresuró a ir al cuarto
de la negra. Allí también él vio que los odres se movían. La negra, apenas vio
al dueño corrió a esconderse detrás de él y le contó todo lo sucedido. Aquél
hizo que la esclava saliese, cerró la puerta con llave, y luego llamó en su ayuda
a todos los de la casa, ordenándoles que trajesen azadas y palas.
En una
sola noche cavaron un pozo dentro de la casa y lo llenaron de leña y le
prendieron fuego. Luego cogieron los odres y los echaron dentro y a
continuación hicieron lo mismo con los camellos.
Al
despuntar el día sucedió que aquel que se había transformado en hombre, es
decir, el falso dueño del aceite y de los camellos, dijo:
-Restitúyeme
mis camellos y mis odres.
El dueño
de la casa hizo que se acercase y, cuando estuvo cerca, todos se arrojaron
sobre él, lo ataron y lo lanzaron al fuego.
Visto
que los ogros ya habían sido exterminados, el hombre tuvo ocasión de volver a
la caverna para terminar de apoderarse de los tesoros. Una vez que llegó a las
rocas que rodeaban el árbol dijo:
-¡Ábrete,
El Qsibra! -y la roca se abrió.
En aquel
mismo instante el hombre oyó gritar:
-¡Wakh,
wakh, wakh!
Eran los
chillidos de los ogritos recién nacidos.
El
hombre volvió a su país, dejó que transcurrieran algunos meses y luego regresó
a la caverna. Llegó a la hora del atardecer, y se subió al árbol. He aquí que
llegaron los ogros. Eran, de nuevo, muy numerosos, más numerosos que al
principio.
-¡Ábrete,
El Qsibra! -dijeron a la roca y la roca se abrió delante de ellos. Hicieron
cocer carne de cordero y se la comieron, mientras el hombre observaba todos sus
movimientos. Hacia la mitad de la noche, los ogros empezaron a decir:
-Aquí
huele a carne humana.
El
hombre se arrepintió de haber regresado. En realidad su intención era
apoderarse de todo lo que quedaba del tesoro de los ogros, pero también quería
saber de quiénes eran los cadáveres que se encontraban en la caverna. Pensaba
que podía buscar al Rey de aquel país para darle sepultura. Entretanto los
ogros gruñían:
-Es el
olor de los habitantes de los castillos del país, aquí hay un hombre. ¡Sal
fuera, traidor!
Pero
estaba escondido entre las ramas y nadie lo vio, aunque todos habían olvidado
aquel olor de hombre.
Finalmente
llegó el día ansiado. Los ogros salieron y apenas se hubieron alejado, aquél
descendió del árbol e hizo que se abriese la puerta de la roca. Reunidos todos
los tesoros de la caverna, estaban a punto de irse, cuando oyó que le llamaban:
-¡Hermano,
hermano!
Volvió
sobre sus pasos, pero sólo vio restos de muertos. Era la sangre de su hermano
que lo llamaba. El hombre se fue con los tesoros y se los llevó a su casa,
donde los puso a buen recaudo. La familia se alegró mucho de aquella
adquisición.
El país
donde vivían los ogros estaba muy lejos de aquellos países habitados por los
hombres y cuando un forastero llegaba a aquellos parajes, aquellos que vivían
en los confines del país de los ogros se apresuraban a decirle:
-Ten
mucho cuidado y no vayas por aquella parte.
Los
ogros de la caverna habían devorado a muchas personas y se habían llevado
muchas ovejas y muchas bestias de carga de los habitantes de aquella zona
vecina. Estos no sabían qué procedimiento seguir, enviar a los soldados era
como mandarlos al matadero.
Un día,
aquel que había robado a los ogros y los había matado, decidió tomar por
esposa a otra mujer. Hizo llamar a un sabio consejero, muy estimado en la zona
y le ofreció un banquete. Cuando estuvieron al final del banquete, le dijo:
-Te
recomiendo que lleves contigo un regalo para el Rey, un regalo de gran valor, y
que te dirijas personalmente a él y le digas: «Vengo a pedirte a tu hija por
esposa». Si te acoge dándote la bienvenida, está escrito que le sucederás en el
trono. Si, por el contrario, rehúsa tener en consideración la propuesta,
vuelve a buscarme y te daré otro consejo.
El
hombre cogió el dinero y los regalos que consideró necesarios y se dirigió a la
ciudad. Se hizo recibir por el Rey y le ofreció todos sus regalos.
-¿Has
venido a pedirme algún favor? -preguntó el Rey.
-Te pido
por esposa a tu hija -le respondió.
-Si es
así -dijo el Rey-, y si me has ofrecido todos tus regalos con este fin, vuelve
a cogerlos.
-No los
cojo -respondió aquél-, porque cualquier cosa que hagas, bien tardes mucho
tiempo o lo decidas súbitamente, está escrito que yo me sentaré en el lugar
donde estás ahora.
En
diciendo esto, se fue.
Cuando
hubo regresado a su país, hizo llamar a su consejero.
-El Rey
se ha negado a darme a su hija y quería devolverme mis regalos, dime qué cosa
debo hacer.
-Te
aconsejo que antes de nada vayas a ver a tal astrólogo, que estudiará el
problema, y luego veremos.
Fueron a
consultar al astrólogo, que dio esta respuesta:
-Uno de
vosotros ha ido a ver a un Rey. Este Rey tiene un hermano que acaba de ser
raptado por los ogros junto a catorce de sus súbditos. Su país está en plena
agitación.
Al oir
esto, el consejero declaró:
-Este es
el momento en que tú debes ir a aquel país, pero procura no ir a ver al Rey,
porque él mismo será quien te llame.
Un día
después de aquello se fue y se encaminó a la ciudad real. Cuando llegó se
encontró al pueblo muy revuelto rodeando el Palacio del Rey, y todos gritaban:
-Si no
eres capaz de reinar, deja el mando a otro que sea más digno. Debemos tener un
jefe que nos proteja contra los ogros, porque tanto adultos como niños todos
somos su presa, y nuestras riquezas y nuestros rebaños terminarán en sus manos.
Ya ves que incluso a ti se te ha llevado a tu hermano, así es que busca un
remedio para nuestros males o si no, todos abandonaremos la ciudad.
El
hombre que había matado a los ogros cogió aparte a un hombre que había entre la
muchedumbre y le dijo:
-Uno que
os hiciera saber dónde viven los ogros, que os trajese al hermano del Rey y a
todos los que se han llevado los ogros, y que aniquilase la raza de los ogros,
¿sería proclamado Rey de vuestro país?
-Ciertamente
-le respondió-. Uno que lograse alejar de nosotros las desventuras que nos
atormentan hace más de cuarenta años, sería aclamado por todos nosotros.
De
pronto, alguien entró en Palacio y le dijo al Rey:
-Hay un
hombre que afirma ser capaz de librarnos de los ogros y de exterminar su raza.
-Traédmelo
aquí -dijo el Rey.
Cuando
aquél se encontró en el umbral de Palacio, el Rey lo vio y se levantó para ir a
su encuentro, diciendo:
-Demos
gracias a Dios porque has regresado sano y salvo, yerno mío y mi lugarteniente.
Todos
los presentes se quedaron asombrados al oir al Rey que le llamaba así.
Mientras, el Rey continuó diciendo:
-¿Te
sientes capaz de dominar a los ogros, de traerme a mi hermano y a las demás
personas que hemos perdido en estos últimos tiempos, si es que, acaso, queda
alguno con vida?
-Puedo
hacerlo -le respondió.
El Rey
hizo que todos salieran a excepción de sus ministros y delante de ellos declaró
solemnemente:
-Os tomo
como testigos de que pretendo dar a mi hija en matrimonio a este hombre.
En el
mismo momento se celebró el acto del matrimonio y aquella misma noche el Rey
ofreció un suntuoso banquete de boda. A la mañana siguiente, cuando el matador
de ogros volvió a Palacio se presentó ante su suegro y se sentó a su lado,
junto al trono.
-Ahora
-le dijo el Rey- te pido que me expliques los motivos en los que basas tu
seguridad.
El yerno
le contó todo lo que le había sucedido desde el principio hasta el fin. El Rey
se levantó y besó al yerno entre los ojos.
-¿A qué
estratagema debemos recurrir?
-Ordena
a tus súbditos que se provean de azadas, de palas y de leña para quemar. De
momento te pido sólo veinte mulos, cada uno con su múlero.
Inmediatamente
el Rey hizo traer aquellas bestias con sus conductores.
-Vamos
-dijo el matador de ogros, -y todos le siguieron, hasta que llegaron allí donde
los ogros habían cavado sus subterráneos delante de las rocas que rodeaban el
árbol. Él hizo a los suyos estas recomendaciones:
-Nadie
debe entrar conmigo, sólo yo os pasaré los objetos que cargaréis sobre los
mulos.
Y
volviéndose hacia las piedras, dijo:
-¡Ábrete,
El Qsibra! -y la puerta se abrió.
Entró en
la caverna y se puso a sacar cadáveres. Sacó uno, luego otro, y luego un
tercero, y cada vez decía:
-¿Es
éste el hermano de vuestro Rey?
Sólo
cuando sacó fuera el décimo, oyó decir:
-¡Este
es!
El caso
era que los ogros habían comido sólo las manos y los pies. Luego sacó fuera,
también, los cuerpos de los otros quince que habían sido raptados por los
ogros. Llevada a término esta cuenta, se dedicaron a buscar los restos de las
anteriores víctimas, y luego sacaron fuera todo el botín que se había acumulado
en la caverna, y los mulos que todavía estaban vivos, y también las ovejas y
los asnos que encontraron.
El yerno
del Rey quiso, incluso, llevarse el caldero donde los ogros hacían la comida, y
la leña para arder. Por último sólo quedó la carroña de las bestias muertas,
todo lo demás se lo llevaron, llenos de horror por el espectáculo de tantos
muertos, y a la vez llenos de admiración por el valor del yerno de su Rey.
Cuando los mulos fueron cargados, y llegó el momento de irse, el matador de los
ogros dijo a la puerta de piedra:
-¡Ciérrate,
El Qsibra! -y la puerta se cerró.
Sus
hombres decían para sus adentros:
-Este no
puede ser un hombre, debe de ser un ghul, que se ha convertido en hombre.
Luego
todos se fueron en paz.
Cuando
llegaron al Reino, una muchedumbre salió a su encuentro deseosa de conocer el
éxito de la expedición. Todos estaban ansiosos de saber si habían traído o no a
los desgraciados que habían sido raptados por los ogros y se horrorizaron a la
vista de los cadáveres que se bamboleaban a lomos de los mulos, medio roídos.
Incluso las mujeres salieron y sus lamentos y gritos aumentaron la confusión.
Llegado
a la ciudad, el cortejo se detuvo delante del Palacio Real, y la carga fue
depositada sobre la calle. Todos aquellos que habían tenido un muerto en la
familia venían a reconocerlo y se llevaban el cadáver. Vino, incluso, el Rey en
busca de su hermano. Lavaron el cuerpo, lo envolvieron en un lienzo y lo
sepultaron, mientras otros hacían lo mismo con sus muertos. Luego el yerno del
Rey preguntó:
-¿Dónde
están los hombres que han recibido la orden de cavar? Tienen que estar
dispuestos a irse, provistos de azadas, palas y armas.
Aquella
tarde los ogros volvieron, como de costumbre, a la caverna, y no encontraron ni
cadáveres, ni bestias, ni caldero, y montaron en una cólera terrible.
El yerno
del Rey, que estaba atento escuchando, oyó el lejano rumor de su furor. Dio,
entonces, orden al pregonero de que fuera por las calles advirtiendo a los
ciudadanos de tomar las debidas precauciones: cerrar las puertas de la ciudad y
hacer guardia durante todas las noches.
Y así
fue, en efecto, a mitad de la noche los ogros se presentaron delante de la
ciudad, pero se limitaron a husmear el viento, y por otra parte los ciudadanos
no pudieron hacer nada, porque aunque un ogro sea atravesado por una bala de
fusil, el plomo no le puede causar daño alguno, las balas tienen sólo el efecto
de aumentar su rabia. Así ambas partes permanecieron atentas hasta el alba y
luego los ogros se retiraron.
El Rey
dio orden de que todos los hombres de la ciudad siguieran a su yerno, que daría
las disposiciones oportunas. Todos salieron de la ciudad llevando una azada y
una pala. El yerno del Rey les condujo hasta más allá de seis kilómetros de la
caverna de los ogros, los reunió en torno suyo y dijo:
-Espero
que cavéis una fosa, que dé la vuelta a todo alrededor de esta roca, y os pido
que la hagáis muy profunda.
Más de
treinta mil hombres se pusieron a cavar. En un solo día todos juntos lograron
cavar una fosa increíblemente profunda que rodeaba el borde de la roca.
Llenaron la fosa de leña y le prendieron fuego, la fosa era tan profunda que
el humo apenas sí salía. Luego todos cogieron sus azadas y sus palas y
regresaron a la ciudad, cerrando bien las puertas.
La noche
estaba ya muy avanzada cuando los ogros, conforme a su costumbre, cayeron todos
en la fosa y murieron entre las llamas. Los habitantes de la ciudad se
enteraron por el olor de la carne quemada, que llegaba hasta allí. Por este
motivo la ciudad se despertó llena de gozo y de alegría, y todos los
habitantes, hombres y mujeres, fueron a llevar regalos al yerno del Rey.
Un día
éste decidió ir a hacer una visita a la gente que hacía ya bastante tiempo que
no había visto. Quería saber si había quedado algo de la estirpe de los ogros.
Hizo que el pregonero pregonase que el yerno del Rey pedía veinte hombres a
caballos y armados de sables. Veinte caballeros así armados se presentaron ante
él. Todos salieron a caballo, transportando consigo un puente para poder pasar
el foso. Llegados a la caverna, descendieron del caballo y el yerno dijo, como
era de costumbre:
-¡Ábrete,
El Qsibra!
La
piedra se abre y él entra. De pronto oye:
-¡Wakh,
wakh, wakh!
Eran más
de cuarenta ogros, todos pequeñísimos, apenas recién nacidos. Volvió sobre sus
pasos, temiendo por su vida, y dijo a los hombres armados que había traído
consigo:
-Entrad
conmigo y escuchad.
Entró
uno, luego otro y luego un tercero. El primero, que nunca había penetrado en
la gruta, apenas oyó aquellos gritos, echó a correr a todo correr y así fueron
haciendo uno tras otro, tropezándose entre sí. Luego montaron a caballo y regresaron
a la ciudad, presos de un pánico tal, que uno de ellos, apenas llegó, se murió
de repente.
Transmitieron
al país la noticia de que habían visto a los ogros caídos en el foso, ya
carbonizados, mientras un olor repugnante salía de ese foso, pero que aún
quedaban ogritos. El Rey, preocupado, preguntó a su yerno:
-¿Qué
podríamos hacer para terminar con estos ogros?
-Ordena
al pregonero que mande a todos los súbditos que vengan trayendo azadas y palas
-dijo-. Sacarás toda la tierra que rodea la roca y el árbol de los ogros,
sacaremos de su base esta roca enorme y haremos lo mismo con el árbol. Sólo así
podremos asegurar definitivamente la tranquilidad. Te ruego que convoques a
todos tus súbditos.
El Rey
lo hizo así y al día siguiente y por la mañana temprano, todos los habitantes
de la ciudad se reunieron con palas, azadas y cargas de leña. Saliendo del foso
que habían cavado primeramente, hicieron una galería en dirección del
subterráneo que estaba debajo de las raíces del árbol y que estaba rodeado de rocas
por todas partes. Levantaron pequeñas cavidades donde estaban los ogritos
recién nacidos y los atravesaron con la espada. Por la tarde llegaron a la gran
roca, pero como la oscuridad empezaba a ser muy grande, se volvieron a la
ciudad.
Al día
siguiente volvieron con las azadas y las palas para cortar el árbol de raíz.
Cuando llegaron a las raíces más profundas, los ogritos estaban escondidos en
los subterráneos más profundos debajo de ellas, así es que tuvieron que salir y
echaron a correr a todo correr. Algunos cayeron en el foso, mientras otros
corrían en torno, buscando inútilmente un pasaje. La gente echó leña en el foso
y prendió fuego a aquel inmenso brasero. Así todos los ogritos fueron quemados.
Continuaron
cavando bajo las raíces del árbol y se encontraron grandes tesoros de oro y de
plata, que se llevaron. Luego abatieron el árbol y lo quemaron, atacaron la
roca y la redujeron a trocitos y así es como fueron destruidas las huellas de
los ogros, grandes y pequeños.
Volvieron
a la ciudad con un gran botín que entregaron al Rey. El yerno del Rey hizo que
el pregonero ordenase a los ciudadanos reunirse delante del Palacio del Rey.
Cuando todos se reunieron, pronunció un discurso donde contó todas las pruebas
que había tenido que superar desde cuando su hermano era Rey y en qué
circunstancias había descubierto la morada de los ogros. Toda su historia desde
el principio al fin. Entonces el Rey se levantó y habló a su vez:
-Os
invito a aceptarlo como vuestro Rey, en lugar mío.
Y todos
gritaron:
-Lo aceptamos.
Se dio
un gran banquete y así él pudo conservar el poder que había conquistado con su
valentía y su inteligencia.
[1] El Qsibra significa: «Pequeño cilantro». La
frase es semejante a: «Ábrete Sésamo» del cuento de «Alí Babá y los cuarenta ladrones».
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