El conde abel y la princesa
Anónimo
(españa)
Cuento
Había
un joven conde, que se llamaba el conde Abel, que estaba enamorado de una
princesa y se hicieron novios para casarse. Un día, se encontraban ambos
comiendo a la mesa cuando, en un descuido, al conde se le cayó una guinda al
suelo. Y el joven conde pensó: «¿Qué debería hacer ahora? ¿Recojo o no recojo
la guinda que se me ha caído? Porque es el caso que si la recojo, la princesa
pensará que soy avariento, además de sucio, pero si no la recojo pensará que
soy un descuidado y un despilfarrador». Lo estuvo pensando y, al final, decidió
recogerla del suelo y se la comió. Entonces la princesa se lo reprochó y le
dijo que ya no le quería, porque no estaba dispuesta a casarse con un conde que
recogía la comida del suelo.
El
conde Abel quedó muy entristecido por este suceso y todos los días meditaba el
modo de conseguir que la princesa le volviera a querer; y entre pensamiento y
pensamiento, tomó una decisión, que fue la de disfrazarse de mendigo y
presentarse de esa guisa en el palacio de la princesa. Así que se vistió de
mendigo tan bien que lo parecía realmente y, antes de salir, se echó al zurrón
una copa de oro, una sortija y un medallón, que los tenía en su casa porque
eran joyas preciadas de la familia.
Así
pues, llegó hasta las puertas del palacio de la princesa pidiendo limosna y
salió la misma princesa y le dio unos céntimos como a los otros pobres que
merodeaban por allí. Pero él le dijo:
-Señora,
¿no tiene usted algo que yo pudiera hacer, algún trabajo?
Ella
le dijo que no, que ya tenía todos los criados que necesitaba para hacer los
trabajos del palacio.
Pero
él insistió y dijo que haría cualquier cosa, que mirase a ver si en los
jardines no necesitaban a alguien.
Y
tanto insistió que, al final, la princesa le mandó a cavar en los jardines.
El
mendigo se fue a cavar y estuvo trabajando afanosamente durante buena parte del
día y ya a la tarde, aprovechando que nadie le miraba, sacó la copa de oro del
zurrón y la echó a un hoyo que había abierto y empezó a dar grandes gritos
diciendo:
-¡Miren
ustedes lo que he encontrado! ¡Una copa de oro preciosa! ¡Miren qué bonita es!
Salió
la princesa a los gritos para ver qué era aquello y cuando vio la copa le gustó
mucho y dijo al mendigo:
-Qué
copa tan bonita. ¿Me la da usted?
Y
el mendigo le contestó:
-Esta
copa no se la doy a nadie, que la he encontrado yo y bien mía es.
Entonces
le dijo la princesa:
-Pues
véndamela. ¿Qué quiere usted por ella?
Y
él, insistiendo:
-No,
que no la vendo, que mucho me gusta y bien mía es.
Y
así estuvieron un rato, ella porfiando y él resistiéndose, hasta que el mendigo
le dijo:
-Bueno,
pues se la doy a usted si me enseña su pie.
Y
la princesa le contestó:
-¡Pero
qué sinvergüenza es usted! ¿Para qué quiere usted que le enseñe mi pie?
Y
él contestó:
-Pues
si no quiere, bien está. Me quedo con la copa.
La
princesa deseaba tanto la copa que se dijo:
«Pues
¡y a mí qué me importa que este mendigo me vea los pies!». Y le dijo que estaba
de acuerdo, se descalzó y le mostró un pie. Y el mendigo le entregó la copa.
Al
día siguiente, la princesa estaba tan contenta con su copa y el mendigo volvió
a trabajar el día entero en el jardín. Y ya caía el día cuando, aprovechando un
surco que había estado haciendo, echó en él la sortija y empezó a dar grandes
gritos otra vez, diciendo:
-¡Ahora
sí que he encontrado una cosa bonita!
¡Miren
ustedes qué preciosidad de sortija! -y los que estaban cerca se arremolinaron
en torno a él comentando la belleza de la sortija y la suerte del mendigo.
Y
en esto salió la princesa, que había escuchado los gritos, y se quedó a solas
con el mendigo otra vez y cuando vio la sortija dijo:
-¡Ay,
qué rebonita es! ¿Cuánto quiere usted por ella?
Y
el mendigo contestó:
-Ésta
sí que no la doy, que me gusta tanto que me quedo con ella.
Y
la princesa insistió e insistió tanto y de tal manera que el mendigo le dijo:
-Bueno,
si usted quiere quedarse con esta sortija, tiene que enseñarme las piernas.
Y
la princesa le respondió, enojada:
-¡Pero
mire que es usted sinvergüenza! Prime-ro le he enseñado un pie y ahora quiere
que le enseñe las piernas. Pues eso no puede ser de ninguna manera.
Y
él le dijo:
-Pues
nada, pues entonces me quedo con la sortija.
La
princesa, que deseaba lucir la sortija como fuera, se dijo: «Si a este mendigo
no lo conoce nadie, ¿qué me importa que me vea las piernas?». Y se alzó las
enaguas y le enseñó las piernas y el mendigo, sin poderse contener, dijo:
-¡Ay,
qué piernas tan blancas y tan bonitas tiene usted! -y le entregó la sortija.
La
princesa estaba contentísima de tener la sortija, pero también se sentía un
poco avergon-zada.
Al
otro día, el mendigo volvió al jardín y, como de costumbre, estuvo trabajando y
cavando en él hasta que, en un momento en que no le miraba nadie, sacó del
zurrón el medallón y lo echó al surco donde trabajaba.
Y
empezó a decir:
-¡Ay,
ay, que he encontrado un medallón más hermoso que nada en el mundo! ¡Qué
medallón tan bonito!
La
princesa acudió presurosa a sus gritos y le pidió que le mostrase el medallón.
El mendigo lo hizo, pero le dijo:
-No
me pregunte usted cuánto quiero por él porque éste sí que no se lo doy ni a
usted ni a nadie.
La
princesa estaba maravillada por la belleza del medallón e insistió lo indecible
para que se lo vendiera, pero él se mantenía bien firme:
-Nada,
que éste no se lo doy a nadie ni por todo el oro del mundo.
Y
la princesa rogó y rogó y porfió e insistió tanto y tan tenazmente que al fin
el mendigo le dijo:
-Pues
verá, sólo se lo doy si me deja dormir con usted esta noche.
-Pero
¿será grosero y pícaro este mendigo? -contestó la princesa-. ¿Es que porque le
haya enseñado un pie y las piernas se cree usted que puede dormir conmigo?
Y
el mendigo le contestó:
-Señora,
sólo por eso le doy el medallón. Pero usted me puede coser dentro de una
sábana, y me echa a sus pies y así duermo con usted en su cama.
La
princesa le dijo que ni así podría ser y él se guardó el medallón. Y tanto lo
deseaba la princesa que por fin consintió pensando que, al fin y al cabo, el
mendigo dormiría cosido y bien cosido dentro de la sábana.
Conque
llegó la noche y el mendigo fue a que le cosieran dentro de la sábana. Y la
princesa le dijo entonces:
-¿Y
cómo se llama usted?
Y
él le dijo que se llamaba Perico. Total, que entre tres criadas lo metieron en
la sábana, lo cosieron, lo dejaron sobre el pie de la cama y se retiraron
dejándolos solos. A eso de la medianoche, el mendigo empezó a moverse diciendo:
-¡Ay,
que me descoso! ¡Ay, que me descoso!
Y
tanto lo dijo y se movió que rompió la sábana, salió de ella y se acostó a la
cabecera de la cama con la princesa. Entonces la enamoró e hizo lo que quiso
con ella. Y a la mañana siguiente, la princesa dijo:
-¿Y
qué voy a hacer yo ahora? Tendré que casarme con usted, que no sé quién es.
Y
él le dijo:
-Eso
no puede ser. Yo no me puedo casar con usted.
Se
levantó el mendigo y se fue a trabajar al jardín.
Así
pasaron unos meses y cada noche iba Perico a la alcoba de la princesa y dormía
con ella. Hasta que llegó un día en que la princesa no podía esconder a sus
padres el estado en que se hallaba y le dijo al mendigo:
-¡Ay,
Perico, llévame contigo a donde sea, que si mis padres me ven así, me matan!
Y
él le decía:
-No,
no te llevo a ninguna parte.
Pero
tanto insistía y lloraba ella, desesperada, que Perico le dijo al fin:
-Bueno,
¿y adónde quieres que te lleve? ¿A una casa vieja y sucia donde viven mis
padres?
Y
ella no paraba de llorar:
-¡Ay,
Perico, llévame a donde quieras, que allí iré contigo!
Entonces
pensó el conde: «Ella me quiere y se casará conmigo». Y la montó en una burra y
salieron camino del palacio del conde.
A
medida que se acercaban al palacio iban viendo rebaños de cabras, y decía ella:
-Mira
qué cabras tan bonitas. ¿De quién serán tantas cabras?
Y
él le dijo:
-Esas
cabras son todas del conde Abel.
Y
ella dijo entonces, con mucho sentimiento:
-¡Pobre
de mí! El conde Abel me quería mucho y estábamos prometidos, pero yo lo rechacé
porque una vez se le cayó una guinda y la recogió del suelo y se la comió.
Más
adelante se cruzaron con grandes rebaños de ovejas. Y ella decía:
-Mira
qué ovejas tan bonitas. ¿De quién serán éstas?
Y
él:
-Estas
ovejas son todas del conde Abel.
Y
ella volvió a decir, suspirando:
-¡Pobre
de mí! ¡Cuánto me quería el conde Abel y qué tonta fui, que yo no lo quise a
él!
Por
fin llegaron ya cerca del palacio. Y el mendigo le preguntó:
-¿Dices,
princesa, que el conde Abel te quería mucho?
-Ay,
sí, mucho -respondió la princesa-. Y yo también le quería, pero por lo de la
guinda ya no le quise, tonta que fui.
Entonces
él dio un palo a la burra y dijo:
-¡Arre,
que el que te quiso te lleva!
Justo
antes de llegar al palacio, metió el mendigo a la princesa en una casa vieja y
sucia y allí la tuvo hasta que dio a luz. Entonces el conde le llevó ropa y
comida, y criados y todo lo necesario para una princesa.
Y
ella le dijo por fin:
-¿De
dónde has sacado tú todo esto, Perico?
Y
él:
-De
la casa y la hacienda del conde Abel.
Y
preguntó ella:
-Pues
¿dónde está el conde Abel?
Y
él la abrazó y le dijo:
-Éste
es el conde Abel, el que te quería y el que te quiere.
Se
quitó el disfraz de mendigo, se vistió con sus ropas y entonces ella le
reconoció. Y se casaron y se fueron a vivir al palacio del conde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario