Anónimo
(españa)
Cuento
Éranse
dos amigos que tenían además en común el oficio de joyero, pero, lo que son las
cosas, a uno de ellos se le puso la suerte de espaldas y perdió cuanto poseía.
En tal situación, se fue a ver a su amigo para ver si podía sacarle del apuro,
pero el amigo era muy egoísta y se excusó diciendo que tenía mujer y dos hijos
por familia, y no podía arriesgar lo poco que tenía para sostenerlos.
El
empobrecido, en vista de la situación, se determinó a cambiar de oficio y
habiéndose enterado de que necesitaban un guardés para una dehesa se presentó
por el puesto. Como era hombre de buena fama, se lo dieron y allí se quedó a
vivir. El hombre era cazador y su amo le permitía cazar de vez en cuando alguna
pieza para poder comer. Un día en que estaba a la busca, vio un pájaro tan
maravillosamente colorido que le entraron ganas de hacerse con él y le tiró con
pólvora sola, de manera que pudo cogerlo sin hacerle casi daño. En cuanto llegó
a casa, lo metió en una jaula todo contento de poseer un pájaro tan admirable.
Al día
siguiente fue a echarle de comer y se encontró con que en el suelo de la jaula
había una piedra muy brillante, y él, como era joyero, se dio cuenta en seguida
de que no era un huevo tan deslumbrante como el plumaje del ave sino un
auténtico diamante. No sabía bien qué pensar del asunto hasta que, al otro día,
volvió a encontrar otro igual, y al día siguiente, otro, y al otro, otro, y
comprendió que el pájaro ponía diamantes en vez de huevos. Así que tomó los
diamantes, se fue a la tienda de su antiguo amigo el joyero y se los vendió
sacando una bonita suma de dinero por ellos.
Como sacó
su buen dinero, dejó el oficio de guardés y se volvió al pueblo. El pájaro
seguía poniendo diamantes, de manera que no tardó en hacerse rico. Y su antiguo
amigo joyero estaba muy inquieto tratando de saber de dónde sacaba tantos
diamantes el hombre. Le preguntó y éste no quiso decírselo, claro, y entonces
le amenazó con que si no se lo decía lo acusaría de haberlos robado. Y el
hombre, indignado por esto y para probarle que no era ladrón, le contó cómo los
obtenía.
Al
enterarse del secreto, el joyero le propuso comprarle el pájaro y el otro no
quiso; pero luego se lo pensó mejor y, como recelaba de su antiguo amigo y, además,
era ya bastante rico, le propuso un cambio: él le daría el pájaro a cambio de
la casa y la tienda del joyero. Claro, éste le dijo que sí en seguida, porque
esperaba volverse mucho más rico de lo que era y comprar una casa mejor y abrir
otra tienda. Total, que cerraron el trato.
El
joyero, apenas consiguió los primeros diamantes, compró una casa nueva e
instaló al pájaro en una jaula fastuosa en mitad del jardín. A menudo se
acercaba a observarlo para regocijarse por el cambio que había hecho, y en una de
éstas, vio al pájaro revolcarse y observó que había un letrero debajo de cada
una de sus alas. Cogió al pájaro para ver esos letreros y leyó en uno: «El que
se coma mi cabeza será rey» y en el otro: «El que se trague entero mi corazón
sin masticarlo tendrá todos los días, al levan-tarse, un bolsillo lleno de oro
bajo la almohada».
El joyero
pensó entonces, como buen egoísta: «Esto vale más que todos los diamantes que
el pájaro pueda darme, así que, si lo mato y me lo como, seré rey e
inmensamente rico».
No lo
pensó más, mató al pájaro y se lo entregó a la cocinera para que lo cocinase
diciéndole:
‑Lo he de
comer entero sin falta de nada, así que como eche algo en falta, te desuello
viva.
La
cocinera, con todo cuidado, preparó y guisó el pájaro y lo dejó apartado para
cuando llegase la hora de comer. Y sucedió que, estando ausente de la cocina,
llegaron del campo los dos hijos del joyero, que venían cansados y hambrientos
y, al ver el guiso, no se lo pensaron más: el mayor se comió la cabeza y el
pequeño eligió el corazón, pues pensaban que eso sería lo que menos se echase
en falta, pero en esto oyeron volver a la criada y el pequeño se tuvo que
zampar el corazón entero para que ella no le viera masticar y le acusase ante
su padre.
Llegó la
hora de la comida y la cocinera, que no había reparado en nada, llevó el pájaro
a su amo. El joyero buscó inmediatamente la cabeza y el corazón y, al no
hallarlos, llamó a la cocinera y le preguntó por tales despojos y la pobre
mujer se echó a llorar diciendo que ella no los había comido.
Y dijo el
joyero:
‑¿No te
dije que te iba a desollar viva si te los comías? ¡Pues ahora verás! ‑y cayó
sobre ella dispuesto a darle tal tunda de palos que los hijos no pudieron por
menos de intervenir.
‑Déjela
usted, padre, que no tiene razón para pegarle, que fuimos nosotros los que nos
comimos la cabeza y el corazón de tanto apetito como traíamos.
Al oír
esto, el padre se fue calmando poco a poco y al final pensó que del mal, el
menos; pues si él no podía ser rey, al menos lo sería su hijo, con lo que bien
podría aprovecharse de esta situación cuando llegara el momento. Y en cuanto al
pequeño, resolvió no decirle tampoco nada y ya se ocuparía él de recoger cada
mañana el bolsillo de oro. Así que los interrogó discreta-mente y supo que era el
pequeño el que se había comido el corazón entero.
Conque se
calló bien callado y a la mañana siguiente madrugó y se fue a la cama del menor
y encontró un bolsillo lleno de oro. Y desde entonces hizo todos los días lo
mismo.
En fin,
los hijos fueron creciendo y un buen día un amigo invitó a los dos hermanos a
cazar en una finca que él tenía y donde abundaban los conejos de monte. Al
padre no le hizo gracia esto, pero como los hijos eran ya mayores no tuvo más
remedio que acceder y allá que se fueron prometiendo volver lo más pronto que
pudieran.
Fueron
con el amigo, estuvieron cazando, se acostaron rendidos y a la mañana siguiente
volvieron a salir. Y cuando regresaban por la tarde, una criada se acercó al
menor y le dio un bolsillo diciéndole:
‑Tome
usted este bolsillo, que se dejó esta mañana bajo la almohada.
‑Pero
este bolsillo no es mío ‑dijo el muchacho.
‑Que sí,
señor ‑insistió la criada‑, lo encontré al hacer la cama por la mañana en
cuanto salieron, así que ha de ser de usted.
El
muchacho, pensando que sería alguna broma, le contestó:
‑Bueno,
pues si es mío, yo telo regalo.
La
criada, como es natural, se fue más contenta que unas castañuelas.
El
muchacho se acostó aquella noche y le entraron ganas de fumar y después de liar
un cigarro, por la pereza de levantarse, guardó la petaca bajo la almohada; y a
la mañana siguiente, al recogerla, encontró un bolsillo lleno de oro. Y no
sabía si era una broma que le estaban gastando o qué, pero decidió no decir
nada a ver qué ocurría y nada ocurrió, y al otro día encontró otro bolsillo
igual y ya le entró inquietud, pues no sabía lo que significaba eso. Pero al
ver que aquello continuaba, recordó que su padre solía entrar por la mañana
temprano a arreglarle las almohadas y no tardó en compren-der que lo que buscaba
en realidad era el bolsillo de dinero. En vista de lo cual, cuando regresaron a
la casa del padre, el pequeño reunió a su padre y a su hermano y dijo:
‑Padre,
he notado que cada mañana, al levantarme, encuentro un bolsillo lleno de oro; y
como usted no quería que yo fuese a la finca de mi amigo, me parece que ha de
saber algo de esto.
El padre
no tuvo otro remedio que contarles a los dos hermanos que al comerse la cabeza
del pájaro el mayor estaba destinado a ser rey, y que, al tragarse entero el
corazón, el menor encontraría todas las mañanas un bolsillo lleno de oro bajo
la almohada.
Los dos
hermanos se alegraron mucho al oír esto y el pequeño le dijo al padre que,
puesto que ya era rico y además él le daba con gusto el oro que había reunido
cuando estuvo en la finca, que él prefería marcharse a conocer el mundo en
lugar de seguir en la casa.
El padre, claro, trató de disuadirle, pero el pequeño no
cejó. Y, además, su hermano dijo que él quería acompa-ñarle, así que el padre
no tuvo más remedio que dejarlos partir mientras se arrepentía de haberles
contado la historia del pájaro.
El caso
es que los hermanos se fueron y estuvieron juntos aquí y allá corriendo
aventuras. Hasta que un día, en que estaban de camino, vieron venir un ejército
de numerosos caballeros hacia ellos y, cuando éstos llegaron a su altura, se
acercaron los más principales para ofrecer al hermano mayor la corona del reino
que atravesaban, pues tenían noticia de su llegada y se habían puesto en su
busca. Naturalmente, a ninguno de los dos les extrañó este suceso y el hermano
mayor aceptó inmediatamente la corona y encabezó la comitiva de vuelta al
palacio real.
La
llegada del nuevo rey fue acogida con el natural alborozo y se organizaron
grandes fiestas. Pero al cabo del tiempo, el menor manifestó su deseo de seguir
camino él solo, porque aún no había acabado de saciar su sed de aventuras. Y
aunque el mayor le prometiera casarlo con una princesa, él decidió que ya
encontraría la mujer que le conviniese, fuera princesa o no, y que se iba.
Eso hizo,
y continuó recorriendo el mundo. Un día llegó a una casa donde vivía una mujer
de modestos recursos que tenía una sobrina bellísima y el menor se prendó de
ella y decidió hacerla su esposa. La tía, como viera que al hombre no parecía
faltarle de qué comer, accedió al casorio y pronto celebraron la boda.
Allí se
quedó, pues, a vivir el pequeño. No faltaron curiosos que se preguntasen de qué
vivía aquel hombre. Él decía que de las rentas que le mandaban de lejos, pero
aunque se acallaron las murmuraciones no ocurrió lo mismo con la curiosidad de
la tía de la muchacha, que era una mujer muy codiciosa. Y la tía le encargó a
la sobrina que viera el modo de averiguar de dónde llegaba tanto dinero.
También
la sobrina sentía curiosidad y le fue interrogando con discreción y poco a poco
hasta que el hombre acabó por contarle la historia del pájaro cuyo corazón se
comió entero y cómo por causa de eso cada mañana encontraba un bolsillo de oro
bajo la almohada. Con
eso quiso tranquili-zarla para que viera que nunca les iba a faltar de nada,
pero le encargó que no dijese una palabra de lo que había oído.
En eso
quedaron, pero la sobrina no pudo resistir contárselo a la tía y ésta, que a
más de codiciosa era mala, preparó un cocimiento espe-cial para que se lo mezclara
a su marido con la sopa, diciéndole que de este modo averiguarían si lo que le
había contado era cierto.
Así lo
hicieron y el hombre se tomó su sopa tan tranquilo, sin sospechar nada.
Al rato,
se empezó a sentir fatigado y decidió retirarse a descansar; luego tuvo
escalofríos y al final vomitó todo cuanto tenía en el estómago y por fin se
quedó dormido. Entonces la vieja fue a mirar entre lo que había echado y
descubrió el corazón del pájaro, que estaba tan entero como cuando se lo había
tragado; lo cogió, lo lavó bien y se lo tragó ella.
A la
mañana siguiente el hombre no encontró el bolsillo de oro bajo la almohada y le
preguntó a su mujer si lo había cogido ella, pero ella no lo había cogido. Eso
sucedió al día siguiente y al otro y ya al cuarto día estaba desconfiando y se
enfadó con su mujer pensando que era ella la que se lo quitaba. Pero intervino
la tía en la disputa en favor de su sobrina y le echó a la calle diciéndole que
no volviera más por allí.
Entonces
él se dijo: «Si me echas a la calle no es porque me estés robando el bolsillo,
pues para eso necesitarías que yo me quedase a dormir en la casa. Esto ha debido
ser cosa de mi mujer, que le ha contado a la tía lo que yo le prohibí que
contara y ésta ha debido de hacer algo para quitarme el poder».
Entonces
regresó a la casa por la puerta de atrás e interrogó a la criada y ésta le dijo
que no había ocurrido nada en la casa desde el día en que él se puso malo y lo
vomitó todo; y él le preguntó si ella había limpiado la habitación y la criada le
contestó que no, que la tía la había echado de allí y lo había limpiado todo
ella. El hombre, al oír esto, comprendió lo que había pasado y se prometió que
aquello no acabaría así.
No
teniendo adónde ir, se echó al campo y estuvo deambulando de un lado a otro
hasta que sintió sed y buscó una fuente; luego sintió hambre y miró a ver qué
podía comer y vio una higuera repleta de higos; y, sin pensarlo más, se fue
derecho a ella y comió un higo; y nada más comerlo, se convirtió en burro.
Cuando se
vio de esta guisa, se echó al suelo desconsolado pensando cuál no sería su mala
suerte que, además de perder su privilegio de los bolsillos de oro, se
convertía en un animal como aquél. Pero los lamentos duraron hasta que el
hambre atacó de nuevo, con lo que se puso en pie y, como era burro, empezó a
comer la hierba de por allí. Y al poco de empezar a comer, comprobó con
satisfacción que se había vuelto hombre de nuevo.
Y se
dijo:
‑Pues es
verdad que no hay mal que por bien no venga, porque, mira por dónde, estos higos
me van a proporcionar la venganza que estaba deseando.
Cogió
algunos de los higos más hermosos que tenía la higuera, los puso en una cesta y
se fue para el pueblo donde vivía su mujer con la tía.
Allí
buscó a una persona a la que encargó que fuera a ver si le compraban los higos
en la casa de la tía, que podía quedarse con lo que le dieran por ellos. Así lo
hizo el hombre, y en cuanto vieron en la casa el aspecto de aquellos higos, se
los compraron todos y en seguida se los comieron la tía, la sobrina y la criada
sin esperar a más.
Al poco
se presentó el hombre en casa y las encontró a las tres convertidas en burras;
las cogió, las llevó a la cuadra y les puso unos bozales para que no comiesen
yerba alguna y allí las dejó atadas. Luego fue en busca del boticario del
pueblo, a quien conocía de antes, y le propuso una partida de caza. En cuanto
se pusieron de acuerdo, se fueron a dormir y a la mañana siguiente el boticario
se presentó en la casa y aparejaron las burras. El hombre se montó en la
sobrina, montó al boticario sobre la criada y echaron toda la carga en los
lomos de la tía.
El camino
fue un suplicio para la tía, que no podía ni con su alma, pero el hombre le fue
dando buenos palos hasta que llegaron a una fuente donde descargaron. Entonces
la tía no pudo más, que se le doblaron las patas, y echó fuera todo lo que
llevaba en el estómago. El hombre buscó entre lo que había arrojado, encontró
el corazón, lo lavó en la fuente y se lo tragó entero, diciendo:
‑A ver si ahora vuelves a
quitármelo.
Mandó al
boticario que se adelantase y él se fue por el lado contrario, pero en seguida
volvió sobre sus pasos, quitó el bozal a las burras, las dejó allí que pastasen
y pudieran recobrar su forma de mujeres y se marchó para siempre. Cuando el
boticario volvió ni le halló a él ni a las burras, así que de regreso al
pueblo pasó por la casa de su compañero y allí encontró a la criada, que le
dijo que la vieja estaba en las últimas y la sobrina rendida de cansancio;
pero se cuidó muy mucho de decirle que era ella la burra sobre la que había
ido montado.
Y el
joven volvió con su hermano y le dijo que, ahora sí, le buscara una princesa
para casarse, que ya se habían acabado sus correrías por el mundo.
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