Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 1 de junio de 2012

El pájaro de los diamantes


Anónimo
(españa)

Cuento

Éranse dos amigos que tenían además en común el oficio de joyero, pero, lo que son las cosas, a uno de ellos se le puso la suerte de espaldas y perdió cuanto poseía. En tal situación, se fue a ver a su amigo para ver si podía sacarle del apuro, pero el amigo era muy egoísta y se excusó diciendo que tenía mujer y dos hijos por familia, y no podía arriesgar lo poco que tenía para sostenerlos.
El empobrecido, en vista de la situación, se determinó a cambiar de oficio y habiéndose enterado de que necesitaban un guardés para una dehesa se presentó por el puesto. Como era hombre de buena fama, se lo dieron y allí se quedó a vivir. El hombre era cazador y su amo le permitía cazar de vez en cuando alguna pieza para poder comer. Un día en que estaba a la busca, vio un pájaro tan maravillosamente colorido que le entraron ganas de hacerse con él y le tiró con pólvora sola, de manera que pudo cogerlo sin hacerle casi daño. En cuanto llegó a casa, lo metió en una jaula todo contento de poseer un pájaro tan admirable.
Al día siguiente fue a echarle de comer y se encontró con que en el suelo de la jaula había una piedra muy brillante, y él, como era joyero, se dio cuenta en seguida de que no era un huevo tan deslumbrante como el plumaje del ave sino un auténtico diamante. No sabía bien qué pensar del asunto hasta que, al otro día, volvió a encontrar otro igual, y al día siguiente, otro, y al otro, otro, y comprendió que el pájaro ponía diamantes en vez de huevos. Así que tomó los diamantes, se fue a la tienda de su antiguo amigo el joyero y se los vendió sacando una bonita suma de dinero por ellos.
Como sacó su buen dinero, dejó el oficio de guardés y se volvió al pueblo. El pájaro seguía poniendo diamantes, de manera que no tardó en hacerse rico. Y su antiguo amigo joyero estaba muy inquieto tratando de saber de dónde sacaba tantos diamantes el hombre. Le preguntó y éste no quiso decírselo, claro, y entonces le amenazó con que si no se lo decía lo acusaría de haberlos robado. Y el hombre, indignado por esto y para probarle que no era ladrón, le contó cómo los obtenía.
Al enterarse del secreto, el joyero le propuso comprarle el pájaro y el otro no quiso; pero luego se lo pensó mejor y, como recelaba de su antiguo amigo y, además, era ya bastante rico, le propuso un cambio: él le daría el pájaro a cambio de la casa y la tienda del joyero. Claro, éste le dijo que sí en seguida, porque esperaba volverse mucho más rico de lo que era y comprar una casa mejor y abrir otra tienda. Total, que cerraron el trato.
El joyero, apenas consiguió los primeros diamantes, compró una casa nueva e instaló al pájaro en una jaula fastuosa en mitad del jardín. A menudo se acercaba a observarlo para regocijarse por el cambio que había hecho, y en una de éstas, vio al pájaro revolcarse y observó que había un letrero debajo de cada una de sus alas. Cogió al pájaro para ver esos letreros y leyó en uno: «El que se coma mi cabeza será rey» y en el otro: «El que se trague entero mi corazón sin masticarlo tendrá todos los días, al levan-tarse, un bolsillo lleno de oro bajo la almohada».
El joyero pensó entonces, como buen egoísta: «Esto vale más que todos los diamantes que el pájaro pueda darme, así que, si lo mato y me lo como, seré rey e inmensamente rico».
No lo pensó más, mató al pájaro y se lo entregó a la cocinera para que lo cocinase diciéndole:
‑Lo he de comer entero sin falta de nada, así que como eche algo en falta, te desuello viva.
La cocinera, con todo cuidado, preparó y guisó el pájaro y lo dejó apartado para cuando llegase la hora de comer. Y sucedió que, estando ausente de la cocina, llegaron del campo los dos hijos del joyero, que venían cansados y hambrientos y, al ver el guiso, no se lo pensaron más: el mayor se comió la cabeza y el pequeño eligió el corazón, pues pensaban que eso sería lo que menos se echase en falta, pero en esto oyeron volver a la criada y el pequeño se tuvo que zampar el corazón entero para que ella no le viera masticar y le acusase ante su padre.
Llegó la hora de la comida y la cocinera, que no había reparado en nada, llevó el pájaro a su amo. El joyero buscó inmediatamente la cabeza y el corazón y, al no hallarlos, llamó a la cocinera y le preguntó por tales despojos y la pobre mujer se echó a llorar diciendo que ella no los había comido.
Y dijo el joyero:
‑¿No te dije que te iba a desollar viva si te los comías? ¡Pues ahora verás! ‑y cayó sobre ella dispuesto a darle tal tunda de palos que los hijos no pudieron por menos de intervenir.
‑Déjela usted, padre, que no tiene razón para pegarle, que fuimos nosotros los que nos comimos la cabeza y el corazón de tanto apetito como traíamos.
Al oír esto, el padre se fue calmando poco a poco y al final pensó que del mal, el menos; pues si él no podía ser rey, al menos lo sería su hijo, con lo que bien podría aprovecharse de esta situación cuando llegara el momento. Y en cuanto al pequeño, resolvió no decirle tampoco nada y ya se ocuparía él de recoger cada mañana el bolsillo de oro. Así que los interrogó discreta-mente y supo que era el pequeño el que se había comido el corazón entero.
Conque se calló bien callado y a la mañana siguiente madrugó y se fue a la cama del menor y encontró un bolsillo lleno de oro. Y desde entonces hizo todos los días lo mismo.
En fin, los hijos fueron creciendo y un buen día un amigo invitó a los dos hermanos a cazar en una finca que él tenía y donde abundaban los conejos de monte. Al padre no le hizo gracia esto, pero como los hijos eran ya mayores no tuvo más remedio que acceder y allá que se fueron prometiendo volver lo más pronto que pudieran.
Fueron con el amigo, estuvieron cazando, se acostaron rendidos y a la mañana siguiente volvieron a salir. Y cuando regresaban por la tarde, una criada se acercó al menor y le dio un bolsillo diciéndole:
‑Tome usted este bolsillo, que se dejó esta mañana bajo la almohada.
‑Pero este bolsillo no es mío ‑dijo el muchacho.
‑Que sí, señor ‑insistió la criada‑, lo encontré al hacer la cama por la mañana en cuanto salieron, así que ha de ser de usted.
El muchacho, pensando que sería alguna broma, le contestó:
‑Bueno, pues si es mío, yo telo  regalo.
La criada, como es natural, se fue más contenta que unas castañuelas.
El muchacho se acostó aquella noche y le entraron ganas de fumar y después de liar un cigarro, por la pereza de levantarse, guardó la petaca bajo la almohada; y a la mañana siguiente, al recogerla, encontró un bolsillo lleno de oro. Y no sabía si era una broma que le estaban gastando o qué, pero decidió no decir nada a ver qué ocurría y nada ocurrió, y al otro día encontró otro bolsillo igual y ya le entró inquietud, pues no sabía lo que significaba eso. Pero al ver que aquello continuaba, recordó que su padre solía entrar por la mañana temprano a arreglarle las almohadas y no tardó en compren-der que lo que buscaba en realidad era el bolsillo de dinero. En vista de lo cual, cuando regresaron a la casa del padre, el pequeño reunió a su padre y a su hermano y dijo:
‑Padre, he notado que cada mañana, al levantarme, encuentro un bolsillo lleno de oro; y como usted no quería que yo fuese a la finca de mi amigo, me parece que ha de saber algo de esto.
El padre no tuvo otro remedio que contarles a los dos hermanos que al comerse la cabeza del pájaro el mayor estaba destinado a ser rey, y que, al tragarse entero el corazón, el menor encontraría todas las mañanas un bolsillo lleno de oro bajo la almohada.
Los dos hermanos se alegraron mucho al oír esto y el pequeño le dijo al padre que, puesto que ya era rico y además él le daba con gusto el oro que había reunido cuando estuvo en la finca, que él prefería marcharse a conocer el mundo en lugar de seguir en la casa. El padre, claro, trató de disuadirle, pero el pequeño no cejó. Y, además, su hermano dijo que él quería acompa-ñarle, así que el padre no tuvo más remedio que dejarlos partir mientras se arrepentía de haberles contado la historia del pájaro.
El caso es que los hermanos se fueron y estuvieron juntos aquí y allá corriendo aventuras. Hasta que un día, en que estaban de camino, vieron venir un ejército de numerosos caballeros hacia ellos y, cuando éstos llegaron a su altura, se acercaron los más principales para ofrecer al hermano mayor la corona del reino que atravesaban, pues tenían noticia de su llegada y se habían puesto en su busca. Naturalmente, a ninguno de los dos les extrañó este suceso y el hermano mayor aceptó inmediatamente la corona y encabezó la comitiva de vuelta al palacio real.
La llegada del nuevo rey fue acogida con el natural alborozo y se organi­zaron grandes fiestas. Pero al cabo del tiempo, el menor manifestó su deseo de seguir camino él solo, porque aún no había acabado de saciar su sed de aventuras. Y aunque el mayor le prometiera casarlo con una princesa, él de­cidió que ya encontraría la mujer que le conviniese, fuera princesa o no, y que se iba.
Eso hizo, y continuó recorriendo el mundo. Un día llegó a una casa donde vivía una mujer de modestos recursos que tenía una sobrina bellísima y el menor se prendó de ella y decidió hacerla su esposa. La tía, como viera que al hombre no parecía faltarle de qué comer, accedió al casorio y pronto celebraron la boda.
Allí se quedó, pues, a vivir el pequeño. No faltaron curiosos que se preguntasen de qué vivía aquel hombre. Él decía que de las rentas que le mandaban de lejos, pero aunque se acallaron las murmuraciones no ocurrió lo mismo con la curiosidad de la tía de la muchacha, que era una mujer muy codiciosa. Y la tía le encargó a la sobrina que viera el modo de averiguar de dónde llegaba tanto dinero.
También la sobrina sentía curiosidad y le fue interrogando con discreción y poco a poco hasta que el hombre acabó por contarle la historia del pájaro cuyo corazón se comió entero y cómo por causa de eso cada mañana encon­traba un bolsillo de oro bajo la almohada. Con eso quiso tranquili-zarla para que viera que nunca les iba a faltar de nada, pero le encargó que no dijese una palabra de lo que había oído.
En eso quedaron, pero la sobrina no pudo resistir contárselo a la tía y ésta, que a más de codiciosa era mala, preparó un cocimiento espe-cial para que se lo mezclara a su marido con la sopa, diciéndole que de este modo averiguarían si lo que le había contado era cierto.
Así lo hicieron y el hombre se tomó su sopa tan tranquilo, sin sospechar nada.
Al rato, se empezó a sentir fatigado y decidió retirarse a descansar; luego tuvo escalofríos y al final vomitó todo cuanto tenía en el estómago y por fin se quedó dormido. Entonces la vieja fue a mirar entre lo que había echado y descubrió el corazón del pájaro, que estaba tan entero como cuando se lo había tragado; lo cogió, lo lavó bien y se lo tragó ella.
A la mañana siguiente el hombre no encontró el bolsillo de oro bajo la almohada y le preguntó a su mujer si lo había cogido ella, pero ella no lo había cogido. Eso sucedió al día siguiente y al otro y ya al cuarto día estaba desconfiando y se enfadó con su mujer pensando que era ella la que se lo quitaba. Pero intervino la tía en la disputa en favor de su sobrina y le echó a la calle diciéndole que no volviera más por allí.
Entonces él se dijo: «Si me echas a la calle no es porque me estés robando el bolsillo, pues para eso necesitarías que yo me quedase a dormir en la casa. Esto ha debido ser cosa de mi mujer, que le ha contado a la tía lo que yo le prohibí que contara y ésta ha debido de hacer algo para quitarme el poder».
Entonces regresó a la casa por la puerta de atrás e interrogó a la criada y ésta le dijo que no había ocurrido nada en la casa desde el día en que él se puso malo y lo vomitó todo; y él le preguntó si ella había limpiado la habitación y la criada le contestó que no, que la tía la había echado de allí y lo había limpiado todo ella. El hombre, al oír esto, comprendió lo que había pasado y se prometió que aquello no acabaría así.
No teniendo adónde ir, se echó al campo y estuvo deambulando de un lado a otro hasta que sintió sed y buscó una fuente; luego sintió hambre y miró a ver qué podía comer y vio una higuera repleta de higos; y, sin pensarlo más, se fue derecho a ella y comió un higo; y nada más comerlo, se convirtió en burro.
Cuando se vio de esta guisa, se echó al suelo desconsolado pensando cuál no sería su mala suerte que, además de perder su privilegio de los bolsillos de oro, se convertía en un animal como aquél. Pero los lamentos duraron hasta que el hambre atacó de nuevo, con lo que se puso en pie y, como era burro, empezó a comer la hierba de por allí. Y al poco de empezar a comer, comprobó con satisfacción que se había vuelto hombre de nuevo.
Y se dijo:
‑Pues es verdad que no hay mal que por bien no venga, porque, mira por dónde, estos higos me van a proporcionar la venganza que estaba deseando.
Cogió algunos de los higos más hermosos que tenía la higuera, los puso en una cesta y se fue para el pueblo donde vivía su mujer con la tía.
Allí buscó a una persona a la que encargó que fuera a ver si le compraban los higos en la casa de la tía, que podía quedarse con lo que le dieran por ellos. Así lo hizo el hombre, y en cuanto vieron en la casa el aspecto de aquellos higos, se los compraron todos y en seguida se los comieron la tía, la sobrina y la criada sin esperar a más.
Al poco se presentó el hombre en casa y las encontró a las tres convertidas en burras; las cogió, las llevó a la cuadra y les puso unos bozales para que no comiesen yerba alguna y allí las dejó atadas. Luego fue en busca del boticario del pueblo, a quien conocía de antes, y le propuso una partida de caza. En cuanto se pusieron de acuerdo, se fueron a dormir y a la mañana siguiente el boticario se presentó en la casa y aparejaron las burras. El hombre se montó en la sobrina, montó al boticario sobre la criada y echaron toda la car­ga en los lomos de la tía.
El camino fue un suplicio para la tía, que no podía ni con su alma, pero el hombre le fue dando buenos palos hasta que llegaron a una fuente donde des­cargaron. Entonces la tía no pudo más, que se le doblaron las patas, y echó fuera todo lo que llevaba en el estómago. El hombre buscó entre lo que había arrojado, encontró el corazón, lo lavó en la fuente y se lo tragó entero, di­ciendo:
‑A ver si ahora vuelves a quitármelo.
Mandó al boticario que se adelantase y él se fue por el lado contrario, pe­ro en seguida volvió sobre sus pasos, quitó el bozal a las burras, las dejó allí que pastasen y pudieran recobrar su forma de mujeres y se marchó para siem­pre. Cuando el boticario volvió ni le halló a él ni a las burras, así que de re­greso al pueblo pasó por la casa de su compañero y allí encontró a la criada, que le dijo que la vieja estaba en las últimas y la sobrina rendida de cansan­cio; pero se cuidó muy mucho de decirle que era ella la burra sobre la que ha­bía ido montado.
Y el joven volvió con su hermano y le dijo que, ahora sí, le buscara una princesa para casarse, que ya se habían acabado sus correrías por el mundo.




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