Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 1 de junio de 2012

El peral de la tía miseria (1)

La tía Miseria era una mujer pobre y anciana, que vivía en una choza a las afueras del pueblo y no tenía más que un jergón para dormir, una silla para sentarse y un cestillo para recoger las peras que daba un peral que tenía a la puerta de su casa. El peral era un árbol muy generoso que daba todos los años unas peras muy buenas y la tía Miseria vendía las peras y con eso e ir a pedir limosna se mantenía durante todo el año.
Pero ocurría que, como las peras eran tan buenas, los chicos del pueblo ve­nían y se las robaban y ella sólo podía recoger las que dejaban. Y como era de edad muy avanzada no podía correr detrás de ellos y en cuanto se descui­daba se las robaban y escapaban a la carrera. Y otras veces se las robaban por­que tenía que ir a pedir limosna y no podía vigilar el árbol.
También tenía un hijo que se llamaba Ambrosio por el hambre que pasa­ba, pero ya no vivía con ella y no sabía dónde estaba. Y tenía un perro mil ra­zas que era su única compañía. A veces les echaba el perro a los chicos, pero éstos le espantaban al animal a cantazos.
Un día apareció a la puerta de su casa un pobre. Era un día en que había estado nevando todo el rato y ya al anochecer se presentó el pobre. La tía Mi­seria lo invitó a pasar y a compartir unas sopas de pan que había hecho con el producto de las limosnas de ese día. Y como el pobre estaba aterido, que se ve que lo había pasado muy mal, le cedió su jergón, compadecida, y ella se echó a dormir en el suelo sobre un montón de paja.
A la mañana siguiente, la tía Miseria vio que el pobre se levantaba ya pa­ra irse y le dijo:
‑Espere usted, que primero me voy al pueblo a buscar unos pedazos de pan que me habían prometido ayer y los traigo para que se vaya usted desa­yunado.
El pobre se negó y la tía Miseria insistió e insistió; e insistía tanto que al fin el pobre se vio obligado a decirle que él era en realidad un santo del cielo y que Dios le había mandado al mundo para ver cómo se ejercía la caridad y que, haciendo este encargo, había dado con ella. Y le dijo:
‑En vista de tu bondadoso corazón voy a concederte una gracia, la que tú me pidas.
Y la tía Miseria no quería pedirle nada, pero de pronto se acordó de sus fa­tigas con el peral y le dijo:
‑Vea usted, le voy a pedir una gracia: que siempre que alguien se suba al pe­ral a comerse mis peras, no pueda volver a bajar de él sin que yo se lo mande.
Y el santo del cielo se lo concedió.
Al año siguiente, cuando llegó el momento de que las primeras peras empezasen a madurar, llegaron como siempre los chicos a robar las peras; subieron al árbol a cogerlas y allí se quedaron agarrados sin poderse bajar. Entonces llegó la tía Miseria y les dio buenos palos a todos en el culo con su cachaba y el perro unos buenos mordiscos en las piernas. Cuando se cansó y los dejó ir, corrían todos que se las pelaban de vuelta a sus casas. Pronto se extendió la noticia de lo que ocurría a quienes se subían al peral de la tía Miseria y desde entonces no volvieron a quitarle una pera. Y, claro, como ahora podía venderlas en la época en que los frutos maduraban, ella sacaba un dinero para aliviar su pobreza.
Así pasaron los años y la tía Miseria cumplió más de noventa.
Un día llegó a la puerta de su casa uno que parecía hombre y mujer, cubierto con una gran capa negra y con una guadaña al hombro y le dijo a la tía Miseria:
‑Vamos, Miseria, que ha llegado tu hora.
La tía Miseria reconoció en seguida a la Muerte. Y empezó a protestar:
‑¡Mira tú! Ahora que estaba pasando unos años tranquila, ahora que estoy viviendo yo tan a gusto con mis cuatro cosas, quieres que te acompañe. Pues no me quiero morir.
Porfió la tía Miseria y lo argumentó de todas las maneras, pero al fin vio que no podía esquivarla y entonces le dijo a la Muerte:
‑Bueno, está bien, ya me voy; pero, mientras me arreglo, haz el favor de cogerme esas cuatro peras que quedan en el peral, que las quiero para el camino.
La Muerte accedió y se subió al árbol a coger las peras; y al ir a bajar vio que no podía y que se había quedado agarrada a él. E hizo todos los esfuerzos que sabía, pero nada, no hubo manera y allí se quedó. Y la tía Miseria, que la observaba desde el ventanuco, le gritó:
‑Ahí te quedas tú y aquí me quedo yo, que sin mi permiso no puedes bajar.
Así pasaron otros pocos años y, entretanto, en el mundo empezó a sentirse la ausencia de la Muerte y nadie se moría. Los viejos se hacía más viejos, pero ninguno moría. No se moría la gente ni en las guerras. Los que, desesperados, se suicidaban, sólo quedaban malheridos. Había muchos enfermos que pedían a los médicos que los mataran y los médicos, a su vez, no podían con todos y andaban buscando algún modo de que se muriese la gente. La desesperación era muy grande y cada vez aumentaba más y muchísima gente odiaba la vida y trataba de deshacerse de ella. Pero no había manera, porque la Muerte estaba colgada del peral de la tía Miseria.
De modo que estaban todos los médicos más desesperados que nadie y unos a otros corrieron la noticia de que habían tomado la decisión de encontrar a la Muerte donde fuera y se esparcieron por el mundo a buscarla, cada uno donde tenía a sus enfermos, por insignificante que fuera el lugar; y uno de ellos acertó a pasar cerca de la choza de la tía Miseria. Y al verlo, la muer­te le llamó:
‑¡Eh, tú, médico!
El médico la reconoció de inmediato:
‑¡Vaya, vaya, al fin, mi amiga la Muerte! ‑dijo loco de contento, porque la verdad es que a aquel médico se le moría mucha gente‑. Sabrás que te an­damos buscando por medio mundo.
‑Pues sácame de aquí, que estoy atrapada en el peral.
El médico, ni corto ni perezoso, se subió al árbol para ayudar a la Muerte y quedó preso él también. Y así estuvo día y noche junto a la Muerte hasta que sus familiares, que eran de allí cerca y le andaban buscando en la creen­cia de que se habría perdido en el bosque, lo encontraron agarrado al árbol. Y llamaron a otros del pueblo y al alcalde y entre todos llegaron con hachas pa­ra derribar el peral; y en esto la tía Miseria apareció por allí y les gritó:
‑¡No me cortéis el peral, que es lo que más quiero en el mundo!
Y ellos le dijeron:
‑Pues tenemos que hacerlo para librar a la Muerte, que los enfermos y los viejos y los heridos y todo el mundo están que ya no pueden más de tantas ca­lamidades.
Y dijo la tía Miseria:
‑Pues aunque me cortéis el árbol no se soltará de él nadie que esté agarra­do. Así que yo soltaré a la Muerte con una condición.
‑¿Cuál es la condición? ‑preguntó la Muerte.
‑Que no vengas por mí ni por mi hijo Ambrosio hasta que yo te llame tres veces ‑respondió la tía Miseria.
‑De acuerdo ‑dijo la Muerte. Y la tía Miseria la dejó ir.
La Muerte, apenas se vio libre, empezó a segar vidas con su guadaña. La gente empezó a morir por todas partes, morían miles y miles, viejos, enfer­mos, heridos, y hubo más guerras que nunca y la Muerte no daba abasto des­pués de tantos años porque había muchísimos que la buscaban y tenía que atender a todos de la mañana a la noche, sin descanso. Y segó tantas vidas co­mo nunca se pudo ver antes.
Mientras tanto, la tía Miseria siguió viviendo en su choza con su peral, su jergón, su silla, su cesto y su perro, tan tranquila por más que pasaran los años, pidiendo limosna y vendiendo sus peras en temporada. Y allí sigue, por­que como la tía Miseria no ha llamado aún a la Muerte, todavía existe en el mundo; y ella y su hijo el Hambre existirán siempre, pues no tienen la menor intención de llamarla.

003. Anónimo (españa)

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