Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 1 de junio de 2012

El graznido del cuervo



El graznido del cuervo
Anonimo

(china)

Cuento

Una hermosa doncella teje alegre­mente un paño de seda de extraordina­ria finura, de colores suaves y atercio­pelados como los del melocotón. La doncella trabaja y sonríe, y mientras la lanzadera corre veloz sobre el telar la muchacha es feliz. Va a casarse den­tro de dos lunas; sus padres así lo han decidido. Sabe que su futuro esposo es un guerrero valiente y apuesto, y tra­ta de imaginárselo mientras sus dedos ágiles no cesan de tejer y tejer los finos copos de seda de su vestido nupcial. Está muy contenta.
Transcurrieron dos lunas. El día tan esperado por la doncella no tardó en llegar; al atardecer empezó la ceremo­nia, se cumplieron los ritos y la hermo­sa muchacha vio por primera vez al que iba a ser su esposo; sonrió com­placida; el joven era tal como ella lo había imagi-nado en las largas tardes que había pasado tejiendo su sedoso y brillante vestido, dorado como la piel del melocotón.
Los últimos rayos del sol poniente iluminaron el precioso vestido de novia de la doncella; antes de que los prime­ros rayos del astro alcanzaran a posar­se sobre la ventana de la nueva morada de la recién casada, los jóvenes esposos tuvieron que separarse.
-Esposa bienamada -dijo el gue­rrero-, no sabes cuánto siento tener que partir. No he querido decírtelo has­ta el último momento para no apenar­te, pero debo marchar. Tengo que vi­gilar la frontera, las tribus salvajes la están amenazando continuamente y debo partir. No llores, no suspires ni te apenes: volveré. La zona fronteriza no está muy lejos. Confío en que los dioses no dejarán de protegerme. Que tu ánimo no decaiga.
La esposa del guerrero lloraba dul­cemente; se inclinó ante su marido y contestó:
-Eres bueno y los dioses velarán por ti. Mi deseo sería ir contigo, pero sé que el verme te restaría valor; mi puesto está aquí junto al telar y la rue­ca; procura no pensar demasiado a me­nudo en mí. Sé que tu obligación allí es otra.
Cubierto con su brillante coraza el guerrero se alejó por el sendero; su esposa le vio partir asomada a la ven­tana; tristemente le siguió con la mi­rada hasta que la brillante armadura fue sólo un pequeño punto luminoso en lontananza.
Gruesas lágrimas corren por las me­jillas de la recién casada; lentamente guarda la cajita de laca con los polvos de arroz, ¿para que tenerlos ante su vista si no piensa usarlos? Y tampoco necesitará el carmín que cuidadosa­mente guarda junto con la cajita de polvos; luego cierra despacio el cofre de jade que contiene sus joyas, dobla los vestidos de seda y brocado, el de color azul cielo, el de violáceos reflejos como los últimos rayos del sol ponien­te, el verde como las hojas del meloco­tonero en primavera; nada necesita de adornos ni atavíos porque aquel a quien ama no está allí.
La esposa del guerrero teje con des­gana; la lanzadera va y viene lentamen­te sobre el telar. De vez en cuando un profundo suspiro se escapa de su pe­cho y airados pensamientos cruzan su mente: «No sé por qué los padres se toman tanto cuidado en criar y educar a una hija si luego piensan unirla a un guerrero; mejor le habría valido a ésta ser abandonada en plena calle, sólo lágrimas y suspiros han salido de mí desde que me he convertido en la esposa de un soldado.» Luego, asustada y avergonzada de sus propios pensa­mientos, la desposada llora y se lamen­ta y piensa en aquel que está lejos, en aquel a quien quiere con todo su amor y por el que no ha dejado de llorar ni un solo día. De pronto, otros pensa­mientos más alegres la invaden. «Tal vez pronto, muy pronto, volverá; la frontera no está lejos, las noticias que a menudo traen los mensajeros son buenas, las tribus salvajes van siendo dominadas..., quizá pronto volverá.» La desposada siente alegrársele el co­razón con esta esperanza, se levanta presurosa, se acerca a la ventana y as­pira voluptuosamente el aire perfuma­do del jardín; el sol empieza a ocultar­se tras la colina, el cielo se torna de un azul de zafiro; de repente, por enci­ma de la ventana de la morada del guerrero, cruza veloz un siniestro pá­jaro de negras alas y lanza un tétrico graznido. La esposa del guerrero pali­dece, se tambalea y cae al suelo des­vanecida.
De nuevo teje sin ganas la desposa­da. Mira a los lejos. Por el sendero se acerca alguien, camina lentamente ha­cia la casa como si temiera llegar dema­siado pronto a ella; la esposa del gue­rrero espera angustiosamente...
Tras la recién casada alguien su­surra:
-Honorable señora, he de deciros con profunda y amarga pena que vues­tro esposo ha muerto. Murió como un valiente ayer al atardecer, cuando el sol se ocultaba tras la colina... Lo siento, señora. He cumplido con mi deber...

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