El aspirante a taoista
Anónimo
(china)
Cuento
Hace
siglos vivía en china un hombre rico y poderoso, que había llevado siempre una
vida regalada y llena de comodidades. Se llamaba Wang, todavía era muy joven,
pero ya estaba casado. Lógicamente parecía que tenía que haber sido un hombre
feliz ya que nada le faltaba en este mundo de lo que un hombre puede apetecer;
sin embargo no era así. Desde su infancia había anhelado llegar a alcanzar la
perfección que sólo el taoísmo creía que podía darle. Había intentado muchas
veces encontrar algún maestro que le iniciara en los secretos de aquellas
prácticas religiosas, pero hasta el momento no había conseguido hallarlo.
El
tiempo iba pasando; cierto día Wang recibió la visita de un amigo, éste le dio
una gran noticia : le explicó que en el monte Lao había varios hombres que
vivían retirados del mundo, dedicados a sus prácticas religiosas y a aprender
las sabias enseñanzas de un maestro prodigioso, que estaba en posesión de
todos los secretos.
Wang
quedó fuertemente impresionado y decidió ir hacia allá en seguida; el gran
momento había llegado; por fin iba a encontrar a un maestro capaz de iniciarle
en la difícil ciencia de los secretos.
El joven
Wang llamó entonces a su linda esposa y le ordenó que le preparara su equipo
de viaje en seguida; quería ponerse en camino inmediatamente para ir en busca
de aquel sabio maestro del que tantos prodigios se contaban. Sería uno más
entre sus discípulos. La dulce esposa de Wang humildemente trató de disuadir
a su marido. Le apenaba mucho tener que separarse de su esposo y temía que en
tan largo peregrinar pudiera sucederle algo malo; pero Wang era un joven
resuelto y cuando se le metía algo en la cabeza resultaba imposible disuadirle.
Tan pronto como lo tuvo todo preparado se des-pidió cariñosamente de su esposa,
y con su equipo de viaje a cuestas, como un humilde criado, se encaminó hacia
los frondosos bosques del monte Lao.
Anduvo
días y días de sol a sol, descansando sólo breves momentos junto a alguna
fuente para comer algo de lo que llevaba; pero por mucho que recorría el
bosque en todas direcciones no lograba encontrar a nadie. Empezaba ya a
sentirse desalentado cuando cierto día, al atardecer, distinguió entre los
árboles una casa de madera sombreada por el tupido follaje de un cedro enorme y
extraordinariamente hermoso. Se acercó un poco más, y al llegar junto a la
mansión se dio cuenta de que era un lugar de retiro. Wang se quedó contemplando
entonces a ún hombre que se hallaba sentado al pie del cedro; el anacoreta
parecía hallarse sumido en profundas meditaciones; Wang notó que su pulso se
aceleraba al acercarse a aquel venerable sabio. El joven llegó en silencio
hasta él y se quedó unos instantes esperando que el maestro se dignara
dirigirle la palabra; pero pasaba el tiempo y el ermitaño no parecía llevar
trazas de decirle nada. Entonces Wang tímidamente musitó:
-Venerable
señor, desde mi infancia he deseado llegar a encontrar un maestro que me
inicie en los difíciles secretos de las prácticas taoístas, ¡por fin he logrado
encontrarlo!; os suplico, maestro, que me permitáis ser uno más de vuestros
discípulos y seguir vuestras preclaras enseñanzas.
El
anacoreta sólo entonces dirigió su mirada hacia el recién llegado, lo examinó
despacio y luego lentamente dijo:
-No
sirves, no lograrás superar las dificultades del aprendizaje.
Wang,
muy compungido, iba a replicar algo, pero se calló porque en aquel momento vio
aparecer a todos los alumnos, que calladamente fueron a sentarse junto al
maestro. Wang se sentó también como uno más y cuando todos se fueron a dormir
les siguió al dormitorio. Nadie parecía haber reparado en él. Wang estaba muy
decepcionado.
La noche
transcurrió sin ningún contratiempo. Al día siguiente, en cuanto el sol se
asomó por el horizonte, el anacoreta entró en la habitación y les dio un hacha
a cada uno. Wang con el hacha en la mano oyó como le decía el ermitaño:
-Ve con
los demás y corta tanta leña como puedas en el bosque.
Pasó un
día, y otro, y otro, hasta llegar a treinta, y Wang sólo cortaba leña,
procuraba tener paciencia y mostrar siempre un continente sereno y sonriente
como ordena tenerlo la buena educación oriental, pero en su interior estaba
furioso, desesperado, y cansado de tener que manejar durante todo el día
aquella pesada hacha; pero se guardaba muy bien de decir nada a nadie de sus
ocultos pensamientos.
Al
anochecer, un día estaba ya tan cansado que decidió regresar a la casa antes
que los demás; por el camino se iba diciendo a sí mismo que desde que estaba
con los taoístas sólo había cortado leña, comido poco y mal y dormido peor, y
en cuanto a prodigios no había visto ninguno todavía. Wang con el hacha al
hombro iba tan enfrascado en tales reflexiones que se encontró frente a la casa
de madera casi sin haberse dado cuenta; se disponía a entrar en ella ya, pero
de repente se dio cuenta de que el maestro no estaba solo en la terraza: dos
forasteros estaban sentados a la mesa con él, hablaban animadamente y bebían
abundantes tragos de té.
Wang no
sabía si entrar en la casa o no; por prudencia decidió esperar a que llegaran
los otros discípulos, se sentó bajo el árbol y se quedó contemplando al
maestro y a sus invitados. Apenas lograba verlos, la noche era muy oscura y el
anacoreta no había traído ninguna lámpara; aquello a Wang le extrañaba un poco;
en aquel mismo instante, como si hubiera adivinado su pensamiento, se levantó
el maestro y cogiendo un trozo de papel lo recortó, dándole forma de luna, y
lo colgó en la pared. Al momento el papel se iluminó con una luz
resplandeciente y deslumbrante de fabulosa y extraña hermosura.
Entretanto
habían ido llegando ya los otros discípulos y se habían ido sentando
silenciosamente junto a Wang.
Al ver
aquello todos prorrumpieron en un ¡oh! de admiración. Todavía no habían tenido
tiempo los alumnos de cerrar la boca cuando oyeron que uno de los forasteros
decía:
-En esta
apacible y agradable reunión sólo falta una cosa: que la bella Chang-ngo, la
Inmortal de la luna, baile una de sus danzas.
El
maestro sonrió, cogió un palillo de los que había sobre la mesa y rápidamente
lo lanzó contra el resplandeciente disco. Tan pronto como lo tocó apareció en
el centro del brillante círculo una grácil figurita que dando un ágil salto se
posó en el suelo. En seguida se puso a bailar una danza alada, suave y
cadenciosa como el murmullo del viento entre los pinos. Aquélla no era una
danza terrena. Luego empezó a cantar, su voz era algo maravilloso e inusitado,
una voz de inflexiones celestes, extraterrenas.
-Ahora,
maestro -dijo el forastero-, nadie sino tú puede llevarnos al palacio de la
luna: llévanos allá contigo.
Al decir
esto los dos forasteros se levantaron y precedidos del sabio entraron en
aquella luna resplandeciente que brillaba con inusitados reflejos. Después,
lentamente la luna fue perdiendo su brillo y la casa del cedro quedó sumida en
tinieblas. Los discípulos se habían quedado atónitos ante aquellas maravillas.
Cuando lograron serenarse un poco decidieron ir a buscar las linternas para
iluminar la terraza. Las trajeron y las encendieron; el anacoreta seguía allí
sentado, impasible e inmóvil como de costumbre, pero sobre la mesa podían
verse aún las tazas de té y en la pared de la terraza había pegada una hoja de
papel.
-¿Deseáis
algo? -preguntó entonces el maestro a sus alumnos, saliendo de su mutismo.
Pero no hizo ningún comentario sobre lo que acababa de suceder, sólo les
recomendó para que se fueran a dormir pronto para que al día siguienté pudieran
acudir puntualmente a su trabajo.
Wang
había quedado tan impresionado por todo lo que había visto que se sentía
avergonzado de haber tenido unos pensamientos tan poco respetuosos momentos
antes. Al amanecer de aquel nuevo día, tras haber contemplado aquellas
maravillas, cogió el hacha con más brío que nunca; pero los días iban pasando
uno tras otro y él seguía igual, no había sido iniciado ni en un solo secreto;
la desesperación y la impaciencia empezaban a adueñarse otra vez de Wang. Tres
meses cortando leña era un trabajo muy duro para sus delicadas manos de hombre
rico.
Un día
ya no pudo más, se fue directamente al encuentro del maestro y le dijo:
-Honorable
señor, crucé valles y montañas, anduve de sol a sol, casi sin comer ni beber,
sólo para llegar hasta vos y para lograr que me iniciarais un poco en vuestras
enseñanzas; ya sé que no debo ser digno todavía de que me reveléis el gran
secreto, pero, honorable maestro, os ruego por favor que os compadezcáis de mí
y me enseñéis por lo menos uno de vuestros pequeños secretos.
-Wang,
ya te dije que no lo resistirías, que no ibas a servir; si no estás contento
aquí puedes marcharte.
-Pero,
maestro, ¿no me podríais revelar siquiera un poco de vuestra ciencia teniendo
en cuenta lo mucho que me he esforzado en ser digno de ello?
-Mucho
pides, pero en premio a tu buena voluntad te revelaré algo. ¿Qué es lo que
desearías saber hacer?
-¡Oh
maestro! Andar a través de las paredes como vos, me parece algo tan
grandioso...
-Concedido.
Basta con utilizar una fórmula mágica que ahora voy a decirte. Repítela
conmigo sin olvidarte una sola palabra.
Wang así
lo hizo.
-Echa a
correr hacia aquella pared y pasarás a través de ella.
Wang
cogió carrerilla, pero al llegar junto a la pared se paró en seco, no se
atrevía a pasar.
De nuevo
le dijo el ermitaño:
-¡Ten
confianza y pasa sin miedo! ¡Vamos!
Wang
seguía dudando, pero temiendo que el maestro se enfadara con él cogió de nuevo
empuje y pasó tranquilamente a través del muro como si fuera de aire. El
muchacho se quedó tan sorprendido que no podía creer que hubiera sido capaz de
realizar solo tal proeza. El anacoreta sonrió y le dijo :
-Wang,
ahora ya puedes regresar a tu casa; no olvides la fórmula, pero recuerda que
sólo te servirá si eres un hombre bueno y sincero.
Wang se
despidió agradecido de su maestro y se encaminó hacia su casa. Anduvo días y
días y por fin llegó a la puerta de su soberbia mansión. Su esposa salió en
seguida a recibirle y como era de esperar le preguntó con gran curiosidad qué
era lo que le había enseñado el maestro del monte Lao. Wang entonces no pudo
resistir la tentación de jactarse ante su esposa de la ciencia oculta que
había adquirido y de la enorme confianza y admiración que el anacoreta había
depositado en él, y para demostrarle sus poderes a su esposa le dijo:
-Esposa,
ahora verás la maravilla más extraordinaria que imaginar puedas. Gracias a mi
fórmula mágica pasaré a través de esta pared como si fuera de aire.
Al decir
esto retrocedió unos pasos, tomó aliento y empezó a correr mientras
pronunciaba unas palabras y... se oyó un ruido colosal. Wang permanecía
tendido al pie de la pared y un enorme chichón aparecía en su cabeza. Acudió
su esposa solícita a socorrerle y le oyó pronunciar toda clase de imprecaciones
contra el anacoreta del monte Lao.
Tres
meses no le habían bastado para comprender que la culpa de su fracaso era sólo
suya, por haber mentido, por no haber sabido ser un hombre sincero y por
haberse dejado arrastrar por la vanidad y la presunción. En cuanto a atravesar
la pared sólo fue un simple caso de sugestión.
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