El
comerciante ambicioso
Anónimo
(china)
Cuento
Al
atardecer la colina de kouanying se animaba extraordinaria-mente con la
presencia de las manadas de bueyes, conducidas por los vaqueros. Siempre en
aquella hora los boyeros hacían un alto en el camino para que los animales
pudieran beber en el estanque; mientras tanto ellos se reunían en corro y
escuchaban las historias y leyendas que les contaba una extraña y hermosa
doncella que, de pronto, sin saber de dónde ni cómo, aparecía entre ellos. Los
vaqueros habían observado también otro extraño fenómeno: sus bueyes los tenían
muy bien contados, eran noventa y nueve, pero cuando la doncella estaba entre
ellos siempre había uno más en la manada.
Aquella
tarde la doncella les estaba diciendo a sus amigos:
-Tenéis
que saber que entre vuestros bueyes hay uno que es sagrado. Sus virtudes son
innumerables. Os bastaría montar sobre su lomo para recorrer el mundo en un
instante, y uno solo de sus pelos sería suficiente para levantar los pesos más
pesados que pudierais imaginar.
Entonces
todos los vaqueros dijeron a una:
-Doncella,
dinos al momento cuál es el buey sagrado. Estamos impacientes por saberlo.
-Pues lo
siento -dijo la doncella-, esto no puedo revelarlo. Sólo puedos deciros que
únicamente podrá aprovecharse de tales dones un hombre bueno y honrado.
Había
llegado el verano. Aquel día los vaqueros viendo que el fruto de los árboles ya
estaba en sazón se habían subido a ellos para recoger unos cuantos. No se
habían dado cuenta de que los bueyes, aprovechándose de su libertad, habían
echado a correr y se habían metido en un campo de maíz que había al pie de la
colina. El guardián del campo, un viejecito, para evitar que se comieran el
maíz de su amo cogió el palo que le servía de palanca para llevar los fardos y
empezó a dar golpes a diestro y siniestro para alejar a los animales de allí.
Cuando los hubo echado del campo, el viejo es sentó un momento para
descansar. No se dio cuenta de que en su vieja palanca, desgastada por el
uso, las lluvias y el sol, habían quedado incrustados unos cuantos pelos de
buey. Dando un suspiro el anciano se levantó y se dijo: «Anda, levántate ya,
y recoge un par de haces de leña de la que hay por aquí en el suelo. Aunque
dan muy poco por ella siempre es algo más que nada.» Empezó a recoger leña y
al cabo de unos momentos ató los dos pequeños haces a los extremos de la
palanca y se dispuso a encaminarse hacia su casa, pero al levantarlos, ¡oh
sorpresa!, comprobó que aquel día los dos haces de leña pesaban menos que una
pluma. Decidió añadir más ramitas y así consiguió hacer dos haces muy grandes.
Cogió la palanca y con redoblada sorpresa comprobó que seguían pesando tan
poco como antes. Lleno de alegría, el buen viejo cogió su palanca y muy
contento se dirigió hacia su casa. Nada más llegar empezó a llamar a grandes
voces a su mujer para que también ella pudiera comprobar aquel prodigio. Al
oír lo que le estaba diciendo su marido, la viejita no sabía si llorar o reír
de alegría. Los dioses se habían apiadado de ellos por fin. Ahora ya no
pasarían más hambre. Con aquella palanca su marido podría vender grandes
cantidades de leña y su vida dejaría de ser miserable.
Y así
fue. Los dos viejitos, gracias a la palanca mágica, vivían confortablemente.
Nada les faltaba, y todas las mañanas el anciano salía con su palanca al
hombro camino del bosque y regresaba cargado con dos haces enormes de leña,
que trasladaba con la misma facilidad que si llevara una paja.
Un buen
día en que el anciano se encaminaba hacia su casa con su abultada carga, se
encontró por el camino con un rico comerciante montado a caballo. El
comerciante al ver que un solo hombre era capaz de llevar aquella carga quedó
tan admirado que inmediatamente bajó del caballo y se acercó para poder
comprobar de cerca aquel prodigio. Su sorpresa no tuvo límites cuando se dio
cuenta de que quien llevaba aquella carga era un hombre de avanzada edad. Lleno
de curiosidad le preguntó:
-Dime,
anciano, ¿cómo es posible que tú solo lleves a tus años esta carga sin dar la
más leve muestra de cansancio?
-¡Oh
honorable señor! -contestó el viejecito-, eso lo puedo hacer gracias a mi
palanca mágica. Tenéis que saber que con este palo se puede llevar toda la
carga que se quiera sin que ésta pese más que una pluma. Vos mismo podéis
comprobarlo si queréis. Sostenedla un momento por curiosidad. ¡Vamos, señor!
El
comerciante no se lo hizo decir dos veces. Cogió apresurada-mente la palanca y
se quedó atónito al comprobar que efectivamente los dos haces de leña levantados
con aquella palanca mágica no pesaban más que una pluma.
Su
codicia, que era mucha, no tardó en revelarse.
Precipitadamente
le dijo al viejo:
-Honorable
anciano, si me vendes esta palanca no vas a tener que trabajar más en tu vida.
Te daré por ella quinientos taels de plata.
El viejo
se quedó pensando unos momentos. Verdaderamente con quinientos taels de plata
no iba a tener que trabajar más en el resto de su vida, y ya era muy viejo para
seguir levantándose todos los días tan temprano para ir a recoger leña al
bosque. Decididamente contestó:
-Está
bien, señor. Aquí tenéis mi palanca.
El
comerciante satisfechísimo cogió la palanca y allí mismo le dio al viejo lo
convenido.
El viejo
se marchó muy satisfecho hacia su casa y el comerciante a su vez continuó su
camino más contento todavía que el anciano.
-El hombre iba pensando: «¡Por
Buda! Jamás hice mejor negocio. Mis riquezas gracias a esta palanca van a ser
incontables. En toda la región no habrá traficante de leña más poderoso que yo
ni que pueda vender más barato. No necesitaré ni carros, ni bueyes, ni
jornaleros para llevar la mercancía. Yo solo lo podré hacer todo sin cansarme
lo más mínimo.»
Tan
pronto como llegó a su casa, nuestro hombre llamó alegre-mente a su mujer y le
dijo:
-Esposa,
hoy he hecho el mejor negocio de mi vida. He comprado por quinientos taels una
palanca mágica con la cual se puede llevar todo el peso que se quiera sin que
se note fatiga alguna.
La
mujer, estupefacta, se quedó mirando aquel carcomido bastón que le enseñaba su
marido; le parecía imposible que tal cosa pudiera ser verdad.
-Tiene
muy mal aspecto, ya lo sé -dijo el marido-, pero eso lo arreglaré yo en un
momento. Llevaré la. palanca a que la pulan y la limpien cuidadosamente para
que sea un objeto digno de mí.
Al día
siguiente, el comerciante, tal como se lo había dicho a su esposa, llevó la
palanca al mejor carpintero de la ciudad y la hizo pulir y reparar cuidadosamente.
Luego, cuando el bastón hubo quedado liso y reluciente como si fuera nuevo, lo
cogió y se fue corriendo a su casa. Su mujer ya le esperaba. Al verle llegar
le preguntó en seguida:
-Qué,
marido, ¿vienes ya con la palanca reparada?
-Sí,
fíjate qué bien ha quedado. Ahora ya es una palanca digna de un rico
comerciante como yo, ¿no te parece?
-Desde
luego, ahora es otra cosa. Por cierto, ardo en deseos de probar esas virtudes
mágicas que dices que tiene, ¿me permites? -dijo la mujer alargando la mano.
El
marido le tendió la vara y la mujer se apresuró a cargarla con dos paquetitos a
cada lado. Entre los dos no debían pesar más allá de diez kilos. Muy
satisfecha, la mujer trató de levantar la palanca con una sola mano, pero no
lo logró. La cogió luego con las dos y tampoco. Entonces riéndose burlonamente
le dijo a su marido:
-¿Esto
es una palanca mágica? ¿Estás seguro? Creía que eras más listo, te has dejado
engañar como un tonto.
El
comerciante cogió de un tirón la palanca y dijo a su esposa:
-Las
mujeres no valéis para nada. Ya verás como yo la levanto.
Añadió
diez kilos más de peso a cada lado de la vara y echando una retadora mirada a
su mujer trató de levantar los paquetes, pero por mucho que se esforzó no lo
logró. El codicioso comerciante no podía explicarse qué había pasado. Por más
que se rompía la cabeza pensando en aquello no lograba descifrar aquel
misterio... Y sin embargo, era bien sencillo. Lo que había pasado,
sencillamente, era que al pulir aquella vara con el cepillo el carpintero
había arrancado los pelos mágicos del buey sagrado, que habían quedado
adheridos a ella y desde aquel momento la palanca había perdido todas sus
virtudes prodigiosas y con ellas todo su poder.
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