Era el más fabuloso de
los arquitectos. Tenía una exquisita sensibilidad para construir y era
reclamado por monarcas, príncipes y nobles. Tenía un gusto primoroso para
construir palacios, fortalezas, pabellones para los harenes, salas de
audiencias, baños o santuarios. Era prodigioso en los detalles y tenía una
visión insuperable para las proporciones. Convertía en obra maestra cualquier
construcción que se llevara a cabo bajo su dirección. Y hasta tal punto era
así, que uno de los más poderosos monarcas, cuando vio que el arquitecto
envejecía, le rogó que mostrara minuciosamente a otros su arte y conocimi-entos.
El arquitecto así lo hizo y consiguió de los que aprendían la promesa de que a
su vez ellos irían enseñando a los otros.
Transcurrieron los años.
Mucha agua bajó por el Brahmaputra, el Ganges y el Yamuna, los ríos sacros de la Madre India. Los
nietos de aquellos que fueron enseñados por el arquitecto seguían dirigiendo
edificaciones. Sólo había una notable diferencia: nada quedaba de la finura,
equilibrio, armonía y belleza de aquellas primeras construcciones. Las que
llevaban a cabo los nietos de aquellos que aprendieron con el arquitecto eran
sin gracia, ordinarias, carentes de sensibilidad y belleza. Cuando el maharajá
visitó las últimas construcciones que se habían edificado, exclamó,
evidentemente enojado:
-¡Que horror, qué
espanto! Ni siquiera a mis caballos y elefantes les daré un cobijo semejante.
¡Cuánto más bellos son sus establos!
El Maestro dice: Un gran maestro o iniciado imparte una
enseñanza sublime. Transcurre el tiempo y aquellos que siguen impartiéndola
la falsean, distorsionan, no la explican adecudamente o la convierten en
superficial.
Fuente: Ramiro Calle
004. anonimo (india)
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