El espejo mágico del emperador hoang-ti
Anonimo
(china)
Cuento
Ésta es
la historia de un espejo de propiedades maravillosas, una historia de la China antigua. El relato es
extenso. El espejo mágico realizó muchos prodigios en esta tierra. Relataremos
sólo algunos de ellos.
El
dignatario Wang era hombre de letras, muy erudito, versado en toda clase de
ciencias y notable escritor. Había sido discípulo predilecto de un gran sabio,
Heou Seng. É,ste, sintiéndose morir, quiso dejarle a su amado discípulo un
recuerdo, un maravilloso objeto del que de momento era él el afortunado
propietario. El anciano hizo llamar a Wang rápidamente; éste acudió presuroso
junto al lecho de su venerado maestro. Con los ojos inundados de lágrimas,
Wang se inclinó ante el sabio:
-¡Honorable
maestro! Me ha dicho el mensajero que habéis enviado que deseabais verme. Heme
aquí, señor. Estoy profunda-mente apenado por la visión de esta enfermedad
que quebranta vuestra salud.
-Wang
-dijo el sabio-, te he hecho venir porque voy a dejar este mundo; la muerte
no me asusta, hace muchos años que la estoy esperando. Te he llamado porque
antes de abandonar esta morada terrena quiero legarte un objeto que puede serte
útil. Toma este espejo y llévalo contigo. Alejará de ti los malos espíritus.
Heou
Seng mientras esto decía alargaba un estuche laqueado a Wang. Éste lo cogió
con respeto y dio efusivamente las gracias a su maestro por tan valiosa dádiva.
Tan
pronto como pudo, Wang se apresuró a destapar el precioso estuche para
contemplar el espejo. En cuanto lo vio quedó boqui-abierto de admiración. El
espejo era de bronce, medía unas ocho pulgadas y en las cuatro esquinas había
esculpidas con rara maestría cuatro figuras de animales: una representaba una
tortuga; otra, un dragón; la tercera, un fénix y la cuarta un tigre. Estaban
asimismo representadas en la bruñida superficie de bronce las doce
constelaciones del Zodíaco y veinticuatro caracteres de una escritura arcaica,
completamente indescifrable. Wang en aquel momento recordó una antigua leyenda
que le había contado su venerable maestro acerca de los quince espejos que
había hecho forjar el emperador Hoang-ti; el primero medía un pie y medio, los
otros iban disminuyendo paulatinamente de un dedo. Tras hacerse esta
consideración, Wang se dio cuenta de que se hallaba en posesión del octavo
espejo del emperador Hoang-ti.
El
dignatario Wang había sido destinado aquel año al distrito de Joei. Tenía que
ejercer allí las funciones de subprefecto.
Nada más
llegar le anunciaron que en aquella región habían ocurrido varias calamidades
y que era costumbre de aquel distrito celebrar una fiesta en honor de un árbol
de azufaifas más que centenario, de inmenso tronco, que se alzaba delante del
edificio de la prefectura. La fiesta se hacía con el fin de preservar al nuevo
subprefecto de toda clase de calamidades. Wang procuró tranquili-zarles a todos
y apartar de sus mentes tanta superstición, pero no lo logró. Tuvo que
celebrarse la fiesta en honor del árbol. Entonces Wang para acabar con
cualquier mal espíritu que pudiera morar en el azufaifa decidió usar su espejo
mágico. Ordenó que lo ocultaran por la noche en secreto en la copa del maléfico
árbol.
Mientras
estaban todos descansando, el inmenso silencio de la noche pareció de repente
desgarrarse en mil rugidos seguidos de fuertes temblores de tierra. De momento
nadie se atrevió a asomarse a ver qué era lo que había ocurrido. El miedo los
había dejado paralizados de espanto. Cuando amaneció, salió todo el pueblo
cautelosamente a la calle. El espectáculo que allí podía contemplarse helaba
la sangre en las venas. Junto al copudo árbol yacía una monstruosa serpiente de
color verdoso y cuerpo extrañamente sanguinolento.
Wang
ordenó en seguida derribar el árbol y rellenar con tierra la fosa que bajo sus
raíces había hecho la serpiente maléfica, y desde aquel día ninguna otra
calamidad asoló aquella región. Había termi-nado el maleficio.
Aquel
año amenazaba ser trágico. El dignatario Wang ya no sabía qué hacer. El hambre
asolaba la región de Hopei y tras el hambre llegó la peste. Las personas morían
a centenares todos los días. Un pobre empleado de la prefectura llamado Tchan
Long-ki, a quien Wang apreciaba mucho, tuvo la desgracia de ver enfermar a diez
personas de su familia, todas al mismo tiempo. El pobre hombre se lamentaba
amargamente. El bondadoso letrado sentía que se le encogía el corazón ante
tanta desgracia; entonces se le ocurrió utilizar el espejo, tal vez allí donde
habían fracasado todas las medicinas lograra triunfar su espejo mágico.
En
secreto llamó a Tchan Long-ki y le dio el espejo, recomen-dándole que lo
colocara en la habitación de los enfermos y que al día siguiente viniera a
contarle en seguida lo que había pasado.
Al día
siguiente tan pronto como amaneció, Tchan Long-ki estaba ya delante de la
puerta del letrado Wang. Una ancha sonrisa iluminaba su cara.
-Honorable
señor, mil gracias te sean dadas -le dijo en cuanto lo vio-, toda mi familia
está sana. En cuanto puse el espejo en la habitación todos al mismo tiempo me
contaron que habían experi-mentado un gran sosiego y que la sangre hirviente de
sus venas se había refrescado inmediatamente.
Mucho se
alegró Wang de que su espejo poseyera tales propieda-des curativas; desde
aquel día todas las noches el letrado lo hacía llevar a alguna casa donde
hubiera enfermos. Una noche en que habla dejado su espejo mágico a unos
necesitados, Wang oyó un lastimero gemido procedente del estuche laqueado.
Intrigado abrió la caja, pero no vio nada de particular. Al día siguiente,
Tchan Long-ki le contó muy asustado que había tenido un extraño sueño:
-Honorable
Wang, se me ha aparecido en sueños el espíritu del espejo mágico. Iba vestido
de dragón rojo y me ha suplicado con plañidera voz que . os comunicara que os
agradecería no usarais más de él para sanar a los enfermos, pues le apena
tener que obrar en contra de los designios del Cielo. La peste ha sido mandada
por los dioses y sólo ellos deben hacerla desaparecer cuando lo juzguen
conveniente.
Wang
decidió no utilizar más el espejo para no contrariar al espíritu benéfico que
en él moraba, y el Cíelo pronto hizo decrecer la epidemia. La felicidad volvió
a reinar en el país de Hopei.
El
honorable Wang tenía un hermano al que quería entrañable-mente. Se llamaba Ki.
Cierto día, éste le dijo a su querido hermano que deseaba emprender un largo
viaje: quería peregrinar hacia los Grandes Ríos.
Wang se
entristeció muchísimo al enterarse de aquella decisión. En aquéllos agitados
tiempos los caminos estaban infestados de maleantes y emprender un viaje
siempre era arriesgarse a correr una peligrosa aventura.
Ki trató
de tranquilizar a su hermano lo mejor que pudó; luego se le ocurrió una idea:
-Wang,
querido hermano, desearía que me prestaras tu espejo mágico. Como tú dices, el
viaje puede estar lleno de peligros y tu espejo puede serme de valiosa ayuda.
Wang se
lo prestó de todo corazón. Los dos hermanos se inclinaron profundamente y así
se despidieron.
Ki
anduvo por valles y montes durante días y días. Una noche, fatigado de tanto
andar, decidió quedarse a descansar en una gruta del monte Song. Pasó allí una
noche tranquila y se disponía a pasar otra del mismo modo cuando de pronto le
pareció oír un ruido. Dos hombres acababan de penetrar en la caverna. Uno era
un viejo tártaro de pómulos salientes, el otro era de baja estatura y rene-grido,
parecía un enano. Al verle, los dos desconocidos se lo queda-ron mirando muy
sorprendidos, pero disimularon su sorpresa y saludaron a Ki ceremoniosamente.
Su conversación era muy agradable, pero resultaba extraña y alcanzaba profundidades
tan insondables que Ki se empezó a preguntar si no serían espíritus maléficos.
Inmediatamente se dispuso a hacer la prueba. Abrió el estuche y sacó
rápidamente el espejo de bronce. Los dos desconocidos lanzaron un terrible
aullido y se desplomaron en el suelo de la gruta. Sobre la tierra de la caverna
yacían el viejo tártaro y el enano renegrido convertidos respectivamente en un
mono y una tortuga.
Gracias
al espejo, Ki se había librado de aquellos demonios.
El
hermano del letrado llegó una mañana a la orilla del Gran Río, el Tche-Kiang,
la terrible corriente de súbitas mareas.
Ki
adquirió una embarcación y decidió cruzar el río. La navegación de momento
transcurría sin ningún percance, las aguas del Gran Río parecían mansas y
quietas como las de un estanque, pero en aquel momento uno de los bateleros
gritó despavorido:
-¡La
marea! ¡Sube la marea, hay que llegar a la orilla si no estamos perdidos!
Ki miró
en la dirección que señalaba el batelero. Encrespadas olas, altas como
montañas, se acercaban velozmente hacia ellos. Ki sacó entonces el espejo y lo
colocó frente al terrible oleaje... ¡Maravilla de maravillas! El oleaje blanco
se partió en dos y la embarcación cruzó ligera por aquel extraño camino
acuático, rumbo a la otra orilla del peligroso río.
Incontables
fueron los servicios que el espejo mágico del digna-tario Wang prestó a Ki.
En su
largo peregrinar, el devoto Ki llegó finalmente a la montaña de Lou; deseaba
ver al gran maestro Sou Pin, el santo ermitaño sabedor de ciencias ocultas, que
se hallaba en posesión del secreto de la adivinación.
Al ver a
Ki, Sou Pin saliendo de su profunda meditación le dijo:
-Honorable
Ki, mucho has peregrinado antes de poder llegar hasta la cumbre de mi montaña
y sé que el espejo de tu buen hermano Wang te ha ayudado mucho, pero debo
decirte que no puede permanecer más entre los hombres tan maravilloso objeto.
¡Regresa a tu ciudad!
Aquella
noche Ki tuvo un sueño. Oyó la voz del espejo que le decía en un tono que no
admitía réplica:
-Ki, te
he servido fielmente a ti y a tu hermano, mi dueño y señor. Ahora tengo que
abandonarle y quisiera hacerlo estando de nuevo en su poder. Es un hombre
digno que siempre usó de mí con bondad y justicia.
Ki
prometió en sueños cumplir el deseo del espejo.
Tan
pronto como se despertó, emprendió el camino de regreso hacia su ciudad. Tras
varias lunas llegó a la capital. Wang lo recibió emocionado. Ki se apresuró a
cumplir el deseo del espejo mágico y lo devolvió a su hermano.
Wang lo
cogió entre sus manos con emoción. Sentía un inmenso cariño por aquel objeto
mágico que le había ofrecido su anciano maestro en su lecho de muerte.
Se
encontraba Wang en Ho-tong por aquel tiempo. Era de noche. A su lado sobre la
esterilla había colocado el espejo metido dentro del estuche de laca. Un leve
gemido atrajo en aquel momento la atención del letrado. Aquel gemido fue
creciendo, creciendo, hasta alcanzar unas proporciones aterradoras; parecía el
rugido del tigre; no había duda de que todo aquel ruido procedía de dentro
del estuche laqueado. Cuando se restableció el silencio, Wang se acercó
cautelosamente al estuche, lo abrió con sumo cuidado y... el espejo mágico del
emperador Hoang-ti no estaba ya allí: había dejado de pertenecer a los
hombres...
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