Había una vez un valeroso guerrero á quien llamaban Su Alteza Saco de
Arroz, y que pasaba la vida haciendo la guerra á los enemigos del Rey.
Cierto día salió á sus aventuras y fue á dar en un puente larguísimo,
tendido justamente sobre la desembocadura de un río en un hermoso lago. Apenas
nuestro guerrero había puesto el pie en el puente, cuando vio en el centro de
éste una sierpe de más veinte pies de largo, tumbada al sol en tal postura que
interceptaba el paso.
Otro que no fuese nuestro héroe habría puesto pies en polvorosa al ver
aquel temeroso espectáculo; pero Su Alteza Saco de Arroz no retrocedía por tal
minucia. Siguió su camino, y de paso pisoteó el cuerpo de la sierpe.
Al punto ésta se transformó en un minúsculo enanillo, que
arrodillándose humildemente, é hiriendo tres veces las tablas del puente con su
cabeza, en señal de respeto, dijo: “¡Señor, Vuestra Alteza es, sin la menor
duda, todo un hombre! Días y días há que me pudro de tristeza en este puente,
esperando la llegada de alguien capaz de darme venganza de un mí enemigo. Mas
todos cuantos me vieron ¡cobardes! han huido. Vuestra Alteza me salvará, ¿no es
cierto? Yo vivo en el fondo de este lago, y mi enemigo es un ciempiés que
habita en lo alto de aquella montaña. Venid conmigo, por favor. Sin vuestro
auxilio, soy perdido."
Encantado quedó el guerrero de haber topado con semejante aventura, y
con mil amores siguió al enano hasta su acuática mansión. Estaba la tal
curiosamente construida con coral y metales que imitaban las formas de diversas
plantas marinas, entre las que bullían cangrejos tamaños como hombres, monos de
agua,, salamandras y renacuajos, que hacían las veces de servidores y guardias
de corps.
Después de un breve reposo, los recién llegados hicieron honor á un
refrigerio, servido en fuentes que tenían la forma de hojas de nenúfar. Los
platos eran hojas de berros, pero no de verdad, si no mucho más preciosos: como
que eran de porcelana color agua marina, con ribetes de oro.
Los palillos eran de una bella madera petrificada, semejante á marfil
negro. Cierto que el vino, visto en las copas, parecía agua; pero, como el
paladar lo encontraba delicioso, poco importaban las apariencias.
Pues, señor, que cuando todo era festejo y buen humor, cuando el buen
enanillo, saké en copa y copa en
mano, retaba á su comensal y huésped, he aquí que se oye el ruido del temido
monstruo, un estrépito como el que haría un ejército en marcha. Temblaba la
tierra al estruendo y parecía verse dos filas de hombres armados de linternas,
Pero el guerrero comprendió al instante que aquel estruendo provenía
de una sola criatura, un enorme ciempiés de más de un kilómetro de largo; que
lo que semejaban hombres no eran sino los pies del animal, que eran justamente
mil á cada lado; y que la causa del brillo era el veneno líquido que destilaban
por cada poro.
No había tiempo que perder: el monstruo llegaba ya á medio camino. Al
punto el guerrero armo su arco, un arco tan grande y fuerte que cinco hombres
ordinarios no habrían podido armarlo, puso una flecha y apuntó.
No era hombre el nuestro á quien marrasen los tiros: la flecha dio en
la cabeza del monstruo; pero ¡ay! rebotó como si la frente fuese de acero.
Una vez más tiró, y una vez más la flecha dió en el blanco y rebotó.
El monstruo, á pocos pasos ya de la orilla se disponía á emponzoñar las limpias
aguas del lago, cuando el guerrero recordó que nada hay como la saliva humana
para matar ciempiés. Escupió, pues, en la punta de la única flecha que le
quedaba (¡sólo tres había puesto en su aljaba!) y apuntó al ciempiés entre ceja
y ceja: allí le hirió. Y esta vez, lejos de rebotar, la flecha penetró en la
cabeza del animal y salió por el lomo: el monstruo cayó muerto. En su agonía
sacudió la tierra coma un terremoto; y el veneno de sus patas oscureció la
atmósfera como en un día de tormenta.
No bien había dado feliz remate á su empresa, cuando nuestro guerrero
se encontró transportado á su propio palacio, y rodeado de un gran número de
regalos que ostentaban esta dedicatoria: "De vuestro reconocido
enano."
Uno de los regalos era una campana colosal, que nuestro guerrero, no
menos religioso que valiente, hizo colgar en el templo donde estaban las tumbas
de sus antepasados.
El segundo era una espada que, según se vió más tarde, le dio la
victoria sobre todos sus enemigos. El tercero era una coraza invulnerable. El
cuarto una pieza de seda que no se agotaba jamás, aunque de ella se hiciesen
trajes de Corte, de los cuales Su Alteza necesitaba de vez en cuando. El quinto
regalo era un saco de arroz que jamás se vaciaba, á pesar de que con su
contenido se hartasen cada día el guerrero, su familia y sus criados.
Y de este último regalo es de donde tomó nombre Su Alteza Saco de
Arroz: pues todo el mundo consideró como la cosa más extraordinaria que pueda
verse, aquel maravilloso saco que constituía la riqueza, y la felicidad de su
dueño.
Traducción
& Gonzalo J. de la Espada
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