Pues, señor, ocurrió que el
rey de los Dragones, que siempre viviera soltero, tuvo cierto día ‑y de eso
hace ya infinitos siglos‑ la mala idea de casarse. Claro está que en tal
decisión influyeron no poco las gracias y los encantos de una dragoncita de
rostro ideal, formas esbeltísimas, voz dulce a más no poder y, sobre todo, unos
ojos... bueno, unos ojos que parecían que hablasen.
El rey de los Dragones se
había elevado a tan alta dignidad precisamente por lo contrario; es decir, por feo, rudo, feroz y cruel. Mató a todos
cuantos se opusieron a su deseo de conquistar el trono y, al fin, después de
haber dado muerte al antiguo monarca, empuñó el cetro, se apoderó del reino e
hizo sentir a todos, altos y bajos, el peso de su autoridad y de su crueldad.
Pero ni el mismo rey de los
Dragones pudo resistir los dardos del amor. Es verdad que su amada lo merecía, como ya hemos dicho,
por sus buenas prendas. Además, apenas contaba dieciséis años y, por lo tanto,
se hallaba en su edad más lozana; de manera que a nadie extrañó el
apasionamiento del feroz monarca.
El cual no obtuvo el sí de
su adorada sin que le costase bastante. Tuvo que hacer numerosas concesiones y
promesas y, al fin, después de obsequiar a su amada con numerosos y ricos
regalos y de darle la promesa de que concedería importantes empleos a su
padres, logró que la bella le dijera, ruborosa, que consentía en ser reina.
En los países marinos hubo,
pues, grandes fiestas y regocijos. En ellos tomaron parte todos los peces,
grandes y pequeños y todos, también, fueron a depositar su regalo, más o menos
rico, a los pies de la gentil soberana, que el día de la boda lució todas sus
gracias y fué objeto de la admiración general.
Los festejos por tan fausto
suceso duraron varios días. Fueron sacrificados previamente algunos millares de
enemigos del rey de los dragones, y de esta manera hubo abundante comida para
los invitados; y, en una palabra, aquella boda fué un fausto suceso del que se
habló durante muchos años por todos los
mares del Globo.
La real pareja fué feliz, e
incluso los súbditos del rey de los Dragones bendecían la hora en que a este se
le ocurrió casarse porque, bien su mujer lo había dominado, o estaba tan
ocupado en adorarla, que no pensaba ya en atormentar a sus vasallos. Todo el
mundo pues, se alegraba de aquel suceso y más que nadie el mismo soberano, que
no cabía en su pellejo.
Pero la reina cada día se mostraba
más exigente. Y al ver que todos sus caprichos quedaban satisfechos, quiso
inventar algo más y decidió caer enferma, para ver qué pasaba.
Primero el rey, su marido,
se encolerizó en gran manera y ordenó que se presentara ante él todos los
médicos que se pudieran encontrar en el reino de los mares. Por fuerza o de
buena gana acudieron peces sabios de infinidad de procedencias y, aunque no
todos eran de la misma raza, se distinguían por tener los ojos muy grandes,
como si llevasen anteojos, y, además, por la circunstancia de poseer unas
aletas laterales muy desarrolladas y que movían cual si fuesen manos.
Aquellos médicos visitaron a
la augusta enferma y cada uno de ellos
le recetó una cosa distinta. Ella todos los medicamentos que le
preparaban con sabor bastante agradable, y, por esta razón, la dolencia, que
empezó siendo fingida, acabó por ser verdadera. Y tanto y tan rápidamente
empeoró la joven soberana, que no solamente los médicos sino su marido y aun
ella misma, comprendieron que su caso no tenía remedio y que su vida sería ya muy corta.
Inútil fué que el rey de los
Dragones mandase hacer una verdadera carnicería entre los médicos y hasta que ordenase
hacer un caldo con la carne del más tonto de ellos para ser ingerido por su
adorada enferma, porque ésta no experimentó el menor alivio en su mal.
En el palacio del rey de los Dragones nadie, se atrevía a respirar siquiera,
y la desolación y el dolor llenaban el ambiente, Más de cuatro cortesanos se
habían refugiado en los rincones para derramar aduladoras lágrimas, esperando
que con ellas podrían conquistar el del temido monarca, pero éste descubrió a
uno de los llorosos y sumamente irritado, por creer que aquello podía darle
mala suerte, con sus mismos colmillos augustos lo partió en dos. Y, al verlo, los
demás que también se habían entregado al dolor más extem-poráneo se apresuraron
a interrumpir el llanto para hacer manifestaciones de júbilo, pero tampoco
acertaron, pues el rey de los Dragones demostró a uno de ellos que no podía
tolerar semejante alegría.
Mientras tanto, la enferma
se arrepentía de haberse decidido a fingir una dolencia que luego fue verdadera
y amenazaba con tener un fin desastroso. De día y de noche reflexionaba acerca
de la manera de curarse, mas no podía dar con ella. Pero su madre no estaba
ociosa. Y en vista de que los médicos de la corte no habían acertado con el
remedio de la enfermedad de su hija, recurrió a un famoso curandero, que
habitaba en una cueva lejana, y el doctor facultativo prescribió a la amorosa madre
un plan curativo que, según aseguró tendría resultados verdaderamente
extraordinarios.
La mamá dragona voló más
bien que corrió, al lado de su hija enferma. Después de saludarla con el mayor
cariño, le comunicó el tratamiento terapéutico y le recomendó no callar hasta
que su marido el rey, le hubiese prometido proporcio-narle lo que hacía falta para
ponerlo en práctica.
En efecto, cuando el rey de los Dragones se acercó a su
adorada y enferma esposa, ésta le dijo:
‑Ya sé una cosa que podría
curarme. Y si tú me quieres, verdaderamente, estoy segura de que darás las
órdenes necesarias para proporcionár-mela.
‑Lo que quieras, alma mía -contestó
el rey de los Dragones‑. ¿Qué es ello?
‑Pues, sencillamente, el
hígado de un mono vivo. Si pudiese comérmelo, tengo la seguridad de que me
restablecería en el acto.
‑ ¡Un hígado de mono vivo! ‑exclamó
el rey‑. ¿Qué dices, amada mía? ¿No deliras? ¿Cómo podría obtenerlo? Recuerda
que vivimos en el mar, en tanto que los monos habitan a gran distancia de aquí,
y aun refugiados en las ramas de los árboles de la Tierra. ¿Cómo puedo lograr
que alguno de mis oficiales consiga apoderarse de un animal que vive en un
elemento distinto del nuestro? Vamos, sé razonable y piensa, si quieres, otra
cosa que pueda sentarte bien.
Al oír tales palabras, la
enferma se echó a llorar desesperada y entre sollozos decía a su marido:
‑Siempre he sospechado que
no me querías. Ya ves cómo cuando te pido tan poca cosa, no quieres
dármela, y eso a pesar que de ello depende mi salud y hasta mi vida. ¡Oh,
desgraciada de mí! ¡Ojalá no te hubiese hecho caso y todavía viviría con... con
mi p‑p‑pap‑p-á y m‑m-i m‑m‑am-m‑á!
Y no pudo terminar la frase,
tanto era su llanto.
El rey de los Dragones dio
un suspiro, y como no quería que su mujer pudiese creer que no la quería, hizo
llamar acto seguido a su fiel servidor, el Pulpo, y le dijo:
‑Quiero encargarte una empresa
muy difícil, pero estoy persuadido de que eres capaz, de llevarla a cabo. Se
trata de que te dirijas hacia uno de los países cálidos de la Tierra, donde
habitan los monos, para ver si puedes convencer a uno de ellos de que te acompañe
en tu viaje de regreso. Y con objeto de que sienta deseos de hacerlo, dile que
el país de los Dragones es mucho más bonito que el suyo y que aquí abundan las
frutas más exquisitas, que todo el año están maduras. El te seguirá y, cuando
llegue aquí, podré extraerle el hígado, antes de matarlo, a fin de que pueda
comérselo la reina para curarse.
‑ ¿Y si se resiste por el
camino? ‑preguntó el Pulpo, que no se distinguía mucho por su agudeza.
‑Una vez en alta mar no
podrá resistirse, tonto ‑le objetó el rey‑. Aunque quisiera matarte, se
abstendría de ello, porque aun consiguiendo su propósito no tendría más remedio
que morir ahogado. No hay cuidado. En cuanto lo hayas convencido de que debe
seguirte ya estará todo hecho.
El Pulpo no se atrevió a
replicar ni a poner inconvenientes a su misión, aunque habría dado cualquier
cosa, porque se la hubiesen confiado a otro. Como le habían dicho que debía
dirigirse a un país cálido, dejose guiar por la temperatura de las aguas y, al
fin, arribó a una costa, sin duda, perteneciente a una comarca ecuatorial,
porque las palmeras llegaban casi a la orilla del agua.
El Pulpo observó un rato y
no tardó en ver un mono, que, a saltos pasaba de uno a otro árbol, y entonces
lanzó un grito para llamarle la atención.
El mono volvió la cabeza y
viendo la del Pulpo
que surgía del agua preguntó:
-¿Qué quieres?
‑ ¡Hola! ‑contestó el Pulpo‑. Escucha, amigo Mono. He venido a hablarte de
un país mucho más bonito que éste, Allí abundan las frutas siempre maduras y se
pasa muy bien la vida.
‑ ¿Sí? ¿Y dónde está eso? ‑preguntó
el mono, que era bastante glotón.
‑A cierta distancia de aquí.
Es el país de los Dragones. Allí podrás vivir en paz y en la abundancia y,
sobre todo, no deberías temer a los hombres.
-No me parece mal ‑contestó
el mono‑. Pero ¿cómo llegar allí?
-Si quieres, yo podía
llevarte, aunque haciendo un sacrificio en tu favor.
El mono que, entre otros
defectos, tenía el de ser aturdido, no lo pensó dos veces y saltó a lomos del
Pulpo, que, muy satisfecho, empezó a nadar en su viaje de regreso.
Se felicitaba a sí mismo por
la astucia de que había dado pruebas y comprendió que ya no debía temer ningún
peligro, Pues el mono se vería obligado a ir con él adonde quisiera llevarlo.
Por esto creyó también que ya no había necesidad de guardar ninguna reserva acerca
del verdadero motivo del viaje.
El mono, por su parte,
empezaba a recelar algo. Y aunque ya era tarde para arrepentirse, quiso, por lo
menos, saber el verdadero motivo
de aquel viaje.
‑ ¿Cómo ha sido que has
venido a buscarme? -preguntó.
‑Voy a decirte la verdad ‑contestó
el Pulpo‑. Nuestra soberana, la reina de los Dragones, está enferma y le han
dicho que se curará si se come el hígado de un mono vivo. Por consiguiente,
tendrás el alto honor de contribuir a que nuestra encantadora reina vuelva a
gozar de la salud.
El mono sintió un
escalofrío; pero, como no tenía pelo de tonto y, en cambio, creyó que el Pulpo
lo era mucho, se apresuró a contestarle:
‑Valía la pena de que me
hubieses advertido antes de eso.
‑ ¿Por qué? ‑preguntó el
Pulpo extrañado.
‑Pues, sencillamente, porque
tú y yo vamos a hacer un viaje inútil.
‑No comprendo.
‑Naturalmente. Eso se debe a
que ignoras nuestras costumbres. Haz de saber que cuando me encontraste acababa
de dejar mi hígado colgado de una alta rama de aquella palmera. Cuando quiero
saltar, siempre me quito el hígado y lo cuelgo, porque pesa mucho
y es incómodo de llevar.
‑iCaray! ‑exclamó el Pulpo
deteniéndose‑. iSi que la hemos hecho buena! Y, ¿cómo puede remediarse la
dificultad?
‑Sencillamente, volviendo a
tierra. Recogeré el hígado y cuando lo tenga conmigo saldremos de nuevo.
‑Tienes razón -contestó el
Pulpo‑. Bien veo que eres listo. Vamos.
Volvieron a la playa y el
mono, se apresuro a saltar a tierra. Fingió que iba de un lado a otro, buscando
el hígado y en vista de que no lo encontraba, dijo al Pulpo:
‑No lo veo por ninguna
parte. Sin duda, alguno de mis amigos lo ha escondido. Mientras lo busco, tú
podrías volver a tu tierra a contar lo que pasa. Luego ven a buscarme.
‑Me parece muy bien, amigo
Mono -contestó el Pulpo‑. ¡Hasta la vista!
Y el muy tonto se marchó.
Una vez en presencia del rey de los Dragones, le refirió lo ocurrido. No hay
que decir cómo se irritó el monarca, y deseoso de castigar al imbécil Pulpo, se
volvió a sus oficiales y les ordenó:
-Quitadme de delante a ese idiota y dad de palos hasta que su
cuerpo se haya convertido en gelatina. No quiero que le dejéis un solo hueso
sano.
Los oficiales se apoderaron
de él y cumplieron al pie de la letra la orden del soberano. Esta es la razón
de que en la actualidad los pulpos no tengan huesos, pues no son otra cosa que
una carnosa.
En cuanto a la reina de los
Dragones tuvo que resignarse a no comer el hígado de un mono. Pero como, por
otra parte, dejó de ingerir los potingues que le habían recetado los médicos,
recobró lentamente la salud y acabó por restablecerse del todo.
Claro está que no tenía más
alternativa que ponerse buena o morirse y, por consiguiente, optó por lo mejor.
En cuanto a su marido se puso contentísimo, pero es fama que nunca más volvió a
llamar a los médicos de sus reinos. Prefería comérselos y aseguraba que le
sentaban perfectamente.
040 Anónimo (japon)
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