Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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lunes, 4 de junio de 2012

La desgracia del pulpo


Pues, señor, ocurrió que el rey de los Dragones, que siempre viviera soltero, tuvo cierto día ‑y de eso hace ya infinitos siglos‑ la mala idea de casarse. Claro está que en tal decisión influyeron no poco las gracias y los encantos de una dragoncita de rostro ideal, formas esbeltísimas, voz dulce a más no poder y, sobre todo, unos ojos... bueno, unos ojos que parecían que hablasen.
El rey de los Dragones se había elevado a tan alta dignidad precisamente por lo contrario; es decir, por feo, rudo, feroz y cruel. Mató a todos cuantos se opusieron a su deseo de conquistar el trono y, al fin, después de haber dado muerte al antiguo monarca, empuñó el cetro, se apoderó del reino e hizo sentir a todos, altos y bajos, el peso de su autoridad y de su crueldad.
Pero ni el mismo rey de los Dragones pudo resistir los dardos del amor. Es verdad que su amada lo merecía, como ya hemos dicho, por sus buenas prendas. Además, apenas contaba dieciséis años y, por lo tanto, se hallaba en su edad más lozana; de manera que a nadie extrañó el apasionamiento del feroz monarca.
El cual no obtuvo el sí de su adorada sin que le costase bastante. Tuvo que hacer numerosas concesiones y promesas y, al fin, después de obsequiar a su amada con numerosos y ricos regalos y de darle la promesa de que concedería importantes empleos a su padres, logró que la bella le dijera, ruborosa, que consentía en ser reina.
En los países marinos hubo, pues, grandes fiestas y regocijos. En ellos tomaron parte todos los peces, grandes y pequeños y todos, también, fueron a depositar su regalo, más o menos rico, a los pies de la gentil soberana, que el día de la boda lució todas sus gracias y fué objeto de la admiración general.
Los festejos por tan fausto suceso duraron varios días. Fueron sacrificados previamente algunos millares de enemigos del rey de los dragones, y de esta manera hubo abundante comida para los invitados; y, en una palabra, aquella boda fué un fausto suceso del que se habló durante muchos años por todos los mares del Globo.
La real pareja fué feliz, e incluso los súbditos del rey de los Dragones bendecían la hora en que a este se le ocurrió casarse porque, bien su mujer lo había dominado, o estaba tan ocupado en adorarla, que no pensaba ya en atormentar a sus vasallos. Todo el mundo pues, se alegraba de aquel suceso y más que nadie el mismo soberano, que no cabía en su pellejo.
Pero la reina cada día se mostraba más exigente. Y al ver que todos sus caprichos quedaban satisfechos, quiso inventar algo más y decidió caer enferma, para ver qué pasaba.
Primero el rey, su marido, se encolerizó en gran manera y ordenó que se presentara ante él todos los médicos que se pudieran encontrar en el reino de los mares. Por fuerza o de buena gana acudieron peces sabios de infinidad de procedencias y, aunque no todos eran de la misma raza, se distinguían por tener los ojos muy grandes, como si llevasen anteojos, y, además, por la circunstancia de poseer unas aletas laterales muy desarrolladas y que movían cual si fuesen manos.
Aquellos médicos visitaron a la augusta enferma y cada uno de ellos le recetó una cosa distinta. Ella todos los medicamentos que le preparaban con sabor bastante agradable, y, por esta razón, la dolencia, que empezó siendo fingida, acabó por ser verdadera. Y tanto y tan rápidamente empeoró la joven soberana, que no solamente los médicos sino su marido y aun ella misma, comprendieron que su caso no tenía remedio y que su vida sería ya muy corta.
Inútil fué que el rey de los Dragones mandase hacer una verdadera carnicería entre los médicos y hasta que ordenase hacer un caldo con la carne del más tonto de ellos para ser ingerido por su adorada enferma, porque ésta no experimentó el menor alivio en su mal.
En el palacio del rey de los Dragones nadie, se atrevía a respirar siquiera, y la desolación y el dolor llenaban el ambiente, Más de cuatro cortesanos se habían refugiado en los rincones para derramar aduladoras lágrimas, esperando que con ellas podrían conquistar el del temido monarca, pero éste descubrió a uno de los llorosos y sumamente irritado, por creer que aquello podía darle mala suerte, con sus mismos colmillos augustos lo partió en dos. Y, al verlo, los demás que también se habían entregado al dolor más extem-poráneo se apresuraron a interrumpir el llanto para hacer manifestaciones de júbilo, pero tampoco acertaron, pues el rey de los Dragones demostró a uno de ellos que no podía tolerar semejante alegría.
Mientras tanto, la enferma se arrepentía de haberse decidido a fingir una dolencia que luego fue verdadera y amenazaba con tener un fin desastroso. De día y de noche reflexionaba acerca de la manera de curarse, mas no podía dar con ella. Pero su madre no estaba ociosa. Y en vista de que los médicos de la corte no habían acertado con el remedio de la enfermedad de su hija, recurrió a un famoso curandero, que habitaba en una cueva lejana, y el doctor facultativo prescribió a la amorosa madre un plan curativo que, según aseguró tendría resultados verdaderamente extraordinarios.
La mamá dragona voló más bien que corrió, al lado de su hija enferma. Después de saludarla con el mayor cariño, le comunicó el tratamiento terapéutico y le recomendó no callar hasta que su marido el rey, le hubiese prometido proporcio-narle lo que hacía falta para ponerlo en práctica.
En efecto, cuando el rey de los Dragones se acercó a su adorada y enferma esposa, ésta le dijo:
‑Ya sé una cosa que podría curarme. Y si tú me quieres, verdaderamente, estoy segura de que darás las órdenes necesarias para proporcionár-mela.
‑Lo que quieras, alma mía -contestó el rey de los Dragones‑. ¿Qué es ello?
‑Pues, sencillamente, el hígado de un mono vivo. Si pudiese comérmelo, tengo la seguridad de que me restablecería en el acto.
‑ ¡Un hígado de mono vivo! ‑exclamó el rey‑. ¿Qué dices, amada mía? ¿No deliras? ¿Cómo podría obtenerlo? Recuerda que vivimos en el mar, en tanto que los monos habitan a gran distancia de aquí, y aun refugiados en las ramas de los árboles de la Tierra. ¿Cómo puedo lograr que alguno de mis oficiales consiga apoderarse de un animal que vive en un elemento distinto del nuestro? Vamos, sé razonable y piensa, si quieres, otra cosa que pueda sentarte bien.
Al oír tales palabras, la enferma se echó a llorar desesperada y entre sollozos decía a su marido:
‑Siempre he sospechado que no me querías. Ya ves cómo cuando te pido tan poca cosa, no quieres dármela, y eso a pesar que de ello depende mi salud y hasta mi vida. ¡Oh, desgraciada de mí! ¡Ojalá no te hubiese hecho caso y todavía viviría con... con mi p‑p‑pap‑p-á y m‑m-i m‑m‑am­-m‑á!
Y no pudo terminar la frase, tanto era su llanto.
El rey de los Dragones dio un suspiro, y como no quería que su mujer pudiese creer que no la quería, hizo llamar acto seguido a su fiel servidor, el Pulpo, y le dijo:
‑Quiero encargarte una empresa muy difícil, pero estoy persuadido de que eres capaz, de llevarla a cabo. Se trata de que te dirijas hacia uno de los países cálidos de la Tierra, donde habitan los monos, para ver si puedes convencer a uno de ellos de que te acompañe en tu viaje de regreso. Y con objeto de que sienta deseos de hacerlo, dile que el país de los Dragones es mucho más bonito que el suyo y que aquí abundan las frutas más exquisitas, que todo el año están maduras. El te seguirá y, cuando llegue aquí, podré extraerle el hígado, antes de matarlo, a fin de que pueda comérselo la reina para curarse.
‑ ¿Y si se resiste por el camino? ‑preguntó el Pulpo, que no se distinguía mucho por su agudeza.
‑Una vez en alta mar no podrá resistirse, tonto ‑le objetó el rey‑. Aunque quisiera matarte, se abstendría de ello, porque aun consiguiendo su propósito no tendría más remedio que morir ahogado. No hay cuidado. En cuanto lo hayas convencido de que debe seguirte ya estará todo hecho.
El Pulpo no se atrevió a replicar ni a poner inconvenientes a su misión, aunque habría dado cualquier cosa, porque se la hubiesen confiado a otro. Como le habían dicho que debía dirigirse a un país cálido, dejose guiar por la temperatura de las aguas y, al fin, arribó a una costa, sin duda, perteneciente a una comarca ecuatorial, porque las palmeras llegaban casi a la orilla del agua.
El Pulpo observó un rato y no tardó en ver un mono, que, a saltos pasaba de uno a otro árbol, y entonces lanzó un grito para llamarle la atención.
El mono volvió la cabeza y viendo la del Pulpo que surgía del agua preguntó:
-¿Qué quieres?
‑ ¡Hola! ‑contestó el Pulpo‑. Escucha, amigo Mono. He venido a hablarte de un país mucho más bonito que éste, Allí abundan las frutas siempre maduras y se pasa muy bien la vida.
‑ ¿Sí? ¿Y dónde está eso? ‑preguntó el mono, que era bastante glotón.
‑A cierta distancia de aquí. Es el país de los Dragones. Allí podrás vivir en paz y en la abundancia y, sobre todo, no deberías temer a los hombres.
-No me parece mal ‑contestó el mono‑. Pero ¿cómo llegar allí?
-Si quieres, yo podía llevarte, aunque haciendo un sacrificio en tu favor.
El mono que, entre otros defectos, tenía el de ser aturdido, no lo pensó dos veces y saltó a lomos del Pulpo, que, muy satisfecho, empezó a nadar en su viaje de regreso.
Se felicitaba a sí mismo por la astucia de que había dado pruebas y comprendió que ya no debía temer ningún peligro, Pues el mono se vería obligado a ir con él adonde quisiera llevarlo. Por esto creyó también que ya no había necesidad de guardar ninguna reserva acerca del verdadero motivo del viaje.
El mono, por su parte, empezaba a recelar algo. Y aunque ya era tarde para arrepentirse, quiso, por lo menos, saber el verdadero motivo de aquel viaje.
‑ ¿Cómo ha sido que has venido a buscarme?­ -preguntó.
‑Voy a decirte la verdad ‑contestó el Pulpo‑. Nuestra soberana, la reina de los Dragones, está enferma y le han dicho que se curará si se come el hígado de un mono vivo. Por consiguiente, tendrás el alto honor de contribuir a que nuestra encantadora reina vuelva a gozar de la salud.
El mono sintió un escalofrío; pero, como no tenía pelo de tonto y, en cambio, creyó que el Pulpo lo era mucho, se apresuró a contestarle:
‑Valía la pena de que me hubieses advertido antes de eso.
‑ ¿Por qué? ‑preguntó el Pulpo extrañado.
‑Pues, sencillamente, porque tú y yo vamos a hacer un viaje inútil.
‑No comprendo.
‑Naturalmente. Eso se debe a que ignoras nuestras costumbres. Haz de saber que cuando me encontraste acababa de dejar mi hígado colgado de una alta rama de aquella palmera. Cuando quiero saltar, siempre me quito el hígado y lo cuelgo, porque pesa mucho y es incómodo de llevar.
‑iCaray! ‑exclamó el Pulpo deteniéndose‑. iSi que la hemos hecho buena! Y, ¿cómo puede remediarse la dificultad?
‑Sencillamente, volviendo a tierra. Recogeré el hígado y cuando lo tenga conmigo saldremos de nuevo.
‑Tienes razón -contestó el Pulpo‑. Bien veo que eres listo. Vamos.
Volvieron a la playa y el mono, se apresuro a saltar a tierra. Fingió que iba de un lado a otro, buscando el hígado y en vista de que no lo encontraba, dijo al Pulpo:
‑No lo veo por ninguna parte. Sin duda, alguno de mis amigos lo ha escondido. Mientras lo busco, tú podrías volver a tu tierra a contar lo que pasa. Luego ven a buscarme.
‑Me parece muy bien, amigo Mono -contestó el Pulpo‑. ¡Hasta la vista!
Y el muy tonto se marchó. Una vez en presencia del rey de los Dragones, le refirió lo ocurrido. No hay que decir cómo se irritó el monarca, y deseoso de castigar al imbécil Pulpo, se volvió a sus oficiales y les ordenó:
-Quitadme de delante a ese idiota y dad de palos hasta que su cuerpo se haya convertido en gelatina. No quiero que le dejéis un solo hueso sano.
Los oficiales se apoderaron de él y cumplieron al pie de la letra la orden del soberano. Esta es la razón de que en la actualidad los pulpos no tengan huesos, pues no son otra cosa que una carnosa.
En cuanto a la reina de los Dragones tuvo que resignarse a no comer el hígado de un mono. Pero como, por otra parte, dejó de ingerir los potingues que le habían recetado los médicos, recobró lentamente la salud y acabó por restablecerse del todo.
Claro está que no tenía más alternativa que ponerse buena o morirse y, por consiguiente, optó por lo mejor. En cuanto a su marido se puso contentísimo, pero es fama que nunca más volvió a llamar a los médicos de sus reinos. Prefería comérselos y aseguraba que le sentaban perfectamente.

040 Anónimo (japon)

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