(Yamata
no Orochi)
Es muy posible que el lector
no haya oído referir la maravillosa historia de la serpiente de ocho cabezas.
Cierto que la Hidra
mitológica era un monstruo parecido, pero únicamente tenía siete, de manera que
no sólo no era la misma, sino que no podía codearse con la que tenía una más
que ella. En estos asuntos una cabeza más o menos tiene una importancia extraordinaria.
Pero vamos al grano. Antes
es preciso advertir que la historia de nuestra serpiente de ocho cabezas es
antiquísima, como que data nada menos que del principio del mundo. Atended,
pues, que vamos a empezar.
En cuanto el Ser Supremo
hubo creado el mundo, como estaba ocupado en cosas de la mayor importancia y
carecía de tiempo que dedicarle, decidió ceder su gobierno a un hada
poderosísima, quien, efectivamente, se encargó de la misión que le había
confiado, el Creador.
Durante la larguísima vida
del hada en cuestión, las cosas marcharon perfectamente y se desenvolvieron los
planes del Sumo Hacedor; las especies animales y vegetales iban progresando en
el lento camino de su mayor perfección, y también se transformaban los
minerales, de acuerdo con las leyes impuestas por la Sabiduría que los sacara
de la nada.
Pero, por muy dilatada que
sea la vida de las hadas, también tiene su término, y así llegó la ocasión de
que la gobernadora del mundo sintió disminuir sus fuerzas y comprendió que muy
en breve no existiría ya. Por esta razón llamó a sus dos hijos y a su hija.
Después de darles sabios
consejos, relacionados con la misión que había de confiarles concedió a su hija
Ama el gobierno del Sol , a su
hermano Susa‑no el del mar y al segundo varón, cuyo nombre no recuerdo, le dio
el trono de la Luna.
Apenas la poderosa hada hubo
repartido así su Imperio entre sus hijos, cuando se quedó dormida sobre el
lecho y fué a entregar su alma al Señor.
Tanto el rey de la Luna como
su hermana Ama, quedaron en extremo satisfechos de la parte de la herencia que
les había correspondido. Y como prueba de ello aun es posible ver la cara
redonda y satisfecha del segundo, en las noches claras, cuando es Luna llena.
En cambio, Susa‑no, quedó
muy disgustado de que su madre le hubiese atribuido el mar. No le gustaba tener
que vivir en un lugar tan frío y húmedo, y sin otros súbditos que los estúpidos
peces, ni otra ocupación que regular la pleamar y la bajamar, la vida de las
algas larguísima y la propagación de los infinitos animales que pueblan las
aguas y que no tienen, precisamente grandes condiciones para ser buenos
cortesanos y, por consiguiente, adulado-res.
No obstante, pasó algún
tiempo dedicado al cuidado de su reino, cuya belleza era incapaz de comprender.
Y cada vez que su hermana Ama venía a reflejarse en sus aguas, o su hermano proyectaba sobre el mar los plateados rayos
del astro nocturno, el rey Susa-no se enfurecía y, miraba al Cielo, cerrando
los puños y amenazando a los que, a su juicio, habían tenido mayor suerte que
él.
Por fin, llegó un día en que
ya no tuvo fuerzas para resistir más aquella situación. Comprendió que era
preciso apelar a la violencia, con el fin de mejorar la suerte o de corregir la
injusticia de su madre, y resolvió arrebatar a uno de sus hermanos el cetro del
Sol o el de la Luna, para dejarles,
en cambio, el del mar.
Dudó algún tiempo, sin saber
contra quién dirigiría sus golpes, y como temiese verse frente a frente de su
hermano, que, a pesar de tener carácter apacible, era capaz de resistir de un
modo prodigioso cualquiera de sus violencias, creyó más indicado atacar a su
¡nocente hermana Ama, seguro de que no hallaría la menor oposición en su reino.
Resolvió, pues, dar el golpe
sin más tardanza. Cierto día, en cuanto se hubo puesto la Luna y aun no había
amanecido, lanzose al Cielo en espera de que llegase el astro del día, decidido
a realizar su propósito. Aguardó pacientemente y cuando, el firmamento empezó a
teñirse de tonos rosados y al fin apareció el Sol
sobre el horizonte, Susa‑no se acercó a él y hallando desprevenidos a los
guardianes, pudo penetrar en la cámara en donde su hermana estaba sentada en
compañía de sus esclavas y ocupada en tejer trajes de oro y de plata.
Ama levantó la cabeza al ver
a su hermano y notando su ceño y el fosco semblante del rey del Mar se quedó
muda, sin atreverse a pronunciar las palabras de
salutación que estaban a punto de salir de sus labios.
-He venido a comunicarte,
Ama ‑dijo Susa‑no, que esta situación no puede continuar. Es preciso remediar
la injusticia de nuestra madre, cuando te concedió el trono del Sol .
‑Por lo, tanto ‑añadió Susa‑no‑;
vale más que voluntariamente me cedas tu trono y vayas a ocupar el mío, más
apropiado para una mujer. Allí tendrás infinitos motivos de entretenimiento y a
tu antojo podrás divertirte suscitando tempestades, enardeciendo o calmando el
viento y hasta podrás jugar con el rayo y complacerte en el bronco trueno. Mil
perlas, oro y plata, piedras preciosas y todo en cantidades infinitas, podrán
proporcionarte lo necesario para que aparezcas con el debido esplendor. Los
seres del mar, entonces tus esclavos, se afanarán en darte todo lo que les
pidas, y cuando quieras recorrer tus extensos dominios, las tierras que se
bañan en las aguas o los bosques y las selvas submarinas, hallarás multitudes
de ocasiones de pasar la vida agradablemente entretenida. En una palabra, creo
que te conviene más ser Señora del Mar, en vez de dedicarte a recorrer el Cielo
un día tras otro, y siempre de la misma manera, sin la menor variación, para
aburrirte y envejecer antes de tiempo.
Este discurso devolvió en
parte la resolución de la
hermosa Ama , quien se apresuró a contestar a su enojado y
codicioso hermano:
‑Bien sabes que nuestra
madre dividió entre nosotros el gobierno del Universo, y que lo hizo teniendo
en cuenta el carácter y las condiciones de cada uno de sus tres hijos. Por
consiguiente, estoy persuadida de que el reino del Mar es el que más te
conviene y, por otra parte me niego en absoluto a cederle el trono del Sol . Así, pues vete, porque estás perdiendo el tiempo.
No necesitaba más Susa‑no
para que estallara su ira. Sin mirar lo que hacia, arrojose contra su, hermana,
dispuesto a sacarla violentamente del astro para arrojarla al mar, pero Ama y
sus doncellas, asustadas en extremo, se apresuraron a emprender la fuga,
dejando abandonadas sus preciosas labores.
No por eso Susa-no sintió decrecer la cólera. Se arrojó sobre
las hermosas labores y,
en un abrir y cerrar de ojos, valiéndose de su fuerza
inmensa, destrozó los telares y las almohadillas de encaje, y lo arrojó todo al
Mar, seguro de que por allá se encontraría entonces su hermana.
Pero tuvo la mayor sorpresa
de su vida al darse cuenta de que con Ama había desaparecido la luz del Sol . Creyó que el astro del día habría sido
descompuesto por la fugitiva y empezó a recorrerlo, en busca de la manera de
arreglarlo. Pero como estaba a obscuras es decir, rodeado de espesas tinieblas
y no podía ver la menor cosa, fué en vano que tratara de remediar el mal,
porque apenas podía evitar frecuentes tropiezos en todas direcciones.
Mientras tanto, Ama y sus
doncellas habían ido a refugiarse en la cueva de una montaña de la Tierra. Gracias al
resplandor que despedían los ojos de la soberana del Sol ,
reinaba gran claridad en el interior de la gruta. Y allí vivían todas encerradas, sin
carecer de nada, aunque echando todas de menos el astro, en el que llevaban una
existencia feliz.
En el mundo reinaba la mayor
tristeza. No existía más luz que la de la Luna en las escasas noches que
brillaba en el firmamento, pero aquélla era insuficiente para los hombres, los
animales y las plantas. Estas se morían privadas de los benéficos rayos del
astro, y los pobres seres animados no sabían qué había sucedido o la razón de
que se vieran sumidos en la obscuridad más absoluta, excepto en las cortas
noches que la Luna venía a sacarlos unas horas de aquella triste situación.
Y como no prosperaban las
plantas y el Sol no formaba las
lluvias, empezaron a pasar hambre y sed los animales y los hombres, hasta el
punto de que las tierras y los mares se despoblaban por momentos, Susa‑no,
impulsado por la soberbia, continuaba en el Sol ,
aunque entonces el astro estaba apagado y doraba inútilmente por el Cielo; y si
bien de sobra comprendía cuan tristes eran las consecuencias de su acto, no
quería darse por vencido, ni resignarse a reinar solamente en el Mar.
Las demás hadas inferiores,
que entonces habitaban la Tierra y que, llenas de dolor, eran testigos de la
ruina del mundo, comprendieron la necesidad de hacer algo. Por fin se
resolvieron a buscar el sitio en que se había refugiado Ama, y, después de
recorrer toda la Tierra, hallaron la cueva, por haber descubierto a gran
distancia el extraordinario resplandor que de su entrada surgía, y casi
llorando fueron a exponer a la buena reina del Sol
el lamentable estado de todo el mundo y a ofrecerle, también, su auxilio para
que recobrase su perdido trono.
Ama escuchó, muy triste, la
historia que le refirieron las buenas hadas, pero no quiso oír hablar siquiera
de volver a ocupar su trono en el Sol ,
pues temía que Susa‑no la hiciese víctima de alguna violencia.
‑No quiero abandonar esta
cueva ‑terminó diciendo-porque aquí gozo de una seguridad que no tendría en
otra parte.
‑Por lo menos, oh, Ama, sal
para que el mundo reciba los beneficios de tu luz. ¡Mira que se están muriendo
los hombres, los animales y las plantas a millones!
Pero Ama, que temía a Susa‑no,
negose a abandonar la cueva y fueron inútiles los ruegos de las hadas.
Mientras tanto, se iba
consumando la ruina y la destrucción
del mundo. Poco podían verlas hadas, pero sus ligeros pies tropezaban
muchas veces con las plantas los animales o los hombres muertos, y el aire
estaba lleno del hedor de todas aquellas materias orgánicas en estado de
putrefacción. Por eso las buenas hadas comprendieron que era preciso apelar a
algún ardid para que Ama renunciase a su voluntario encierro.
‑Nada conseguiremos ‑dijo un
día una de las hadas que tenía mayor experiencia-si no atacamos la vanidad de
Ama. Su miedo es ciertamente muy grande, pero lo olvidará en cuanto quede
herido su amor propio y su convencimiento de que es una hermosa doncella. Por
consiguiente, voy a deciros; el medio que se me ha ocurrido.
Luego dio cuenta a sus
hermanas del ardid de que se valdrían y tan bueno pareció a todas, que en el
acto se dispusieron a llevarlo a la práctica.
Orientándose por la mancha
de luz que proyectaba la puerta de la caverna en que se había refugiado Ama, se
acercaron a ella y una vez allí empezaron a cantar y a danzar alegremente,
prorrumpiendo, de vez en cuando, en carcajadas, de tal manera que, al fin, Ama
se sintió llena de curiosidad y asomó la cabeza para enterarse de lo que
ocurría.
Vio que las hadas cantaban,
bailaban y se reían, como si fueran en extremo felices, y tanto contrastaba
semejante humor con el que le mostraran pocas horas antes, que no pudo menos de
preguntarles la causa de su alegría.
‑Es porque tenemos una nueva
hada que se dispone a tomar a su cargo el gobierno del Sol
‑le contestó una de ellas.
-¿Una nueva hada? ‑preguntó
Ama resentida.
‑Sí. Y hoy mismo cesará la
horrible obscuridad del mundo y la Vida vencerá a la Muerte, que ahora es dueña
y señora del Universo.
-¿Y quién es esa hada? ‑preguntó
Ama en extremo confusa‑. Me gustaría verla.
‑Es muy fácil, porque aquí
tenemos su retrato ‑dijo la mayor de las hadas que se había entregado al baile‑.
Y si quieres, puedo mostrártelo.
-¿A ver? ‑preguntó Ama.
‑Será preciso que salgas de
la cueva ‑contestó la otra hada‑. Dentro hay demasiada claridad para nuestros
ojos acostumbrados a las tinieblas.
Ama,
sin sospechar cosa alguna,
se acercó, saliendo de la cueva y entonces la hada le mostró un espejo,
diciendo, al mismo tiempo:
‑Fíjate bien y verás que es
más hermosa que tú.
Ama contempló la imagen, sin
suponerse que era la suya propia, y, en efecto, le pareció que aquel rostro era
más encantador que el suyo propio. Mientras estaba así entretenida, sin pensar
en otra cosa alguna, las demás hadas entraron en la cueva y, fingiendo obrar,
por orden de Ama, hicieron salir a las esclavas.
Logrado eso amontonaron
grandes rocas ante la puerta de la caverna, sin que Ama lo observase, tan
embelesada y triste, al mismo tiempo, estaba contemplando su propio rostro,
figurándose que pertenecía a otra deidad. A su alrededor brillaba la luz y el
mundo parecía exhalar un suspiro de felicidad al verse, de nuevo, alumbrado por
los bienhechores rayos solares.
-¿Y ésta es la nueva reina
del Sol ? -preguntó llorosa la pobre Ama.
‑Sí, es la reina del Sol ‑contestaron a coro las hadas.
-¿Y permitiréis que así se
me despoje de mi herencia? ¿No es bastante que mi he no haya querido
arrebatármela?
-Consuélate ‑le dijo el hada
de más edad‑. Esta es tu misma imagen y tú nuestra reina, por serlo del Sol . Nos hemos valido de este engaño para obligarte
a que salieras de la cueva. ¡Ahora vuelve al Sol ,
Ama querida!
‑No quiero, a menos que mi
hermano Susa‑no sea castigado.
‑Si solamente quieres eso
puedes darlo por hecho.
Ama se disponía a entrar de
nuevo en la cueva, pero la vio tapiada y comprendió que no le quedaba más
recurso que resignarse. Además, no dejaba de contentarle aquello, pues su
bondad la reconvenía por el abandono en que habla dejado sumidos a todos los
seres del mundo.
Mientras tanto, las hadas
fueron en busca de Susa-no. Lo hallaron en el interior del Sol , rodeado de espesas tinieblas, pero aun decidido
a no abandonar el astro. Las hadas se apoderaron de él, pese a su resistencia,
y llevándolo a la Tierra y ante su hermana Ama, recibió numerosos y violentos golpes de las irritadas hadas, quienes lo
expulsaron, ordenándole que
nunca más se presentara ante ellas.
Ama volvió a ocupar su
trono, lució de nuevo el Sol sobre
la Tierra y, a partir de entonces, nunca más volvió a ser víctima de la menor
violencia.
Susa-no quedó muy maltrecho
a causa del castigo de las hadas. Por fin y gracias a su condición casi
inmortal, pudo sanar perfectamente, aunque se veía reducido a llevar una vida
muy semejante a la de los mortales. Sin embargo, no había perdido su naturaleza
casi divina y así podía evitar fácilmente los peligros que hubiesen hecho
perder la vida a un hombre.
Cierto día mientras iba
siguiendo la orilla de un caudaloso río divisó a dos ancianos, marido y mujer,
que abrazaban, sollozando amargamente, a una jovencita.
-¿Qué tenéis? ‑les preguntó
Susa‑no.
-¡Oh, somos muy
desgraciados! ‑contestó el viejo con la voz apagada por el llanto‑. Has de
saber que teníamos ocho hijas, que eran el encanto de nuestra vida, pero ya no
nos queda más que ésta y, como sus hermanos, va a morir en breve.
-¿Por qué?, ‑preguntó Susa‑no
admirado en extremo y fijándose en que la joven parecía gozar de excelente
salud.
‑Cerca de nuestra vivienda y
en un marjal, está la guarida de una serpiente de ocho cabezas, que cada año se presenta a devorar a una de
nuestras hijas. Ya se ha comido las otras siete, y mañana, precisamente, es el
día en que ha de venir en busca de la última que nos queda. ¡Más valiera que se
contentase con devoramos a nosotros!
Y los dos ancianos renovaron
sus lágrimas.
-¡Por favor, noble señor! ‑exclamó
la anciana‑. ¿No podéis hacer algo por nosotros? ¿No sería posible defender
nuestra única hija? Si lo hicieseis os serviríamos de rodillas toda la vida.
‑No hay
necesidad de eso ‑contestó Susa‑no‑. Desde luego, estoy dispuesto a salvar a
vuestra hija, y no me costará gran cosa, por que soy genio y no hombre como os
figuráis.
Los dos ancianos y la
jovencita se arrojaron a sus plantas, besándole con la mayor gratitud el borde
del vestido.
‑No perdamos tiempo ‑dijo
Susa‑no‑. Preparad ahora una cantidad bastante grande de cerveza, y tú ‑añadió
volviéndose al viejo ‑haz una pared con ocho puertas y detrás de cada una de
ellas, pon un gran cuenco para llenarlo de cerveza.
Marido y mujer, y también la
hija, trabajaron afanosamente durante las horas que restaban de aquel día, y
parte del siguiente, y tuvieron la suerte de acabar su tarea precisamente en el
momento en que se oyó a cierta distancia a la serpiente que se aproximaba.
Pronto fué posible distinguirla y, en realidad, era capaz de infundir miedo al
más valiente, porque su cuerpo se arrastraba cubriendo ocho colinas y otros
tantos valles. Cada una de sus narices olfateó la cerveza ocho veces antes que
cualquier otro mortal, y como aquel líquido le pareciera muy grato, se dirigió
presurosa al lugar en que se hallaba. Encontró la pared y metió sus cabezas por
las puertas correspondientes. Luego bebió hasta dejar vacíos por completo los
cuencos de cerveza.
El brebaje embriagó sus ocho
cabezas a la vez y se quedó dormida. No esperaba más Susa‑no y, saliendo del
escondrijo en que se había metido, desenvainó el sable y cortó todas las
cabezas de la serpiente.
Y no contento con eso, le destrozó el cuerpo a sablazos.
Pero cuando llegó a la cola
tropezó su arma con un cuerpo tan duro, que se melló la hoja.
Entonces Susa‑no, lleno de
curiosidad, quiso averiguar qué sería aquello, y abriendo la carne del
monstruo, por aquella parte de su cuerpo, puso al descubierto un magnifico
sable, el más hermoso que se haya visto en el mundo.
No solamente por bondad mató
Susa‑no a la serpiente de las ocho cabezas, sino también por haberse sentido
atraído por los brillantes y hermosos ojos de la jovencita. Volvió
a su lado y después de asegurarla que no tenía nada que temer, porque el
monstruo había muerto, le preguntó si quería ser su esposa.
Tagara, que así se llamaba
la joven, y también sus padres, consintieron de buena gana. Susa‑no, resuelto a
portarse bien durante el resto de su vida, fué a suplicar a las hadas que le
ayudasen a construir un hermoso palacio, y ellas lo hicieron de buen grado, de
modo que los jóvenes esposos y los ancianos, tuvieron un espléndido
alojamiento.
Vivieron felices en extremo,
y tuvieron muchos hijos. El maravilloso sable, hallado en la cola de la serpiente,
pasó de padre a hijo, y de una a otra generación, hasta llegar a ser propiedad
del Emperador del Japón, que lo considera uno de sus más preciados tesoros.
040 Anónimo (japon)
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