Había
una vez un emir que tenía una hija a la que quería mucho. En su casa trabajaba
un hombre que, junto con su mujer que se llamaba Chrada, que quiere decir
langosta, daba pasto a los caballos y eran los dos muy pobres.
En
aquella época todos los emires consultaban a los adivinos para conocer el
origen de los hechos o para adivinar su futuro.
Chrada
era una mujer muy astuta y le propuso a su marido que se hiciese pasar por
adivino, pues así serían ricos. El hombre se negó a ello y la mujer no cesaba
de insistir.
Un buen
día la hija del emir jugaba en el jardín y perdió un precioso collar de oro.
Chrada vio cómo se le caía, lo recogió y lo puso en el pasto de las vacas. Se
quedó observando para ver qué vaca lo comía.
Cuando
la hija del emir echó en falta su collar, todos los criados se pusieron a
buscarlo afanosamente, sin encontrarlo por ningún lado.
El emir
llamó a todos sus adivinos y les dijo que quería saber dónde se hallaba el
collar de su hija, pero ninguno de ellos conocía la respuesta. Cansado de no
dar con la joya, el emir empezó a cortar la cabeza a todos los adivinos que no
acertaban el lugar donde ésta se encontraba.
Chrada
le había sugerido a su marido que se colocase el último y cuando iba a llegarle
el turno le dijo que no se precipitase, que actuara lentamente.
El
hombre así lo hizo: fingió que consultaba un libro, examinó detenida-mente unas
hierbas, hizo sacrificar una cabra... (así de paso podrían comerla). Cuando lo
hubo hecho todo, tal como su mujer le había indicado, le dijo al emir que a la mañana
siguiente podría indicarle exactamente en qué lugar se encontraba el collar. Y
se fue a dormir.
Al día
siguiente, después de haber salido el sol, se dirigió parsimoniosa-mente,
seguido del emir y de su hija, al lugar donde pastaban tranquilamente las
vacas y con decisión señaló a una de ellas y ordenó que la sacrificasen. (Más
carne para él.)
El emir
le amenazó diciéndole que le cortaría la cabeza si el collar no estaba allí,
pero él permanecía tranquilo.
Mataron
a la vaca y apareció el collar. El emir, en reconocimiento, le compensó con
una bolsa de monedas de oro.
Al cabo
de un tiempo, unos ladrones robaron todas las joyas del emir. Los ladrones no
conocían la existencia del adivino, que había llegado a ser famoso. El emir
mandó llamarlo y le dijo que debía encontrar al ladrón y el lugar donde estaba
su tesoro. El adivino le pidió tiempo para pensar.
Preocupado,
se dirigió a su casa y al llegar riñó a su mujer, pues no sabía cómo encontrar
lo que el emir quería, y si no lo hacía lo mataría seguro. Ella le tranquilizó:
-Al
menos moriremos con el estómago lleno.
Como
habían sido siete ladrones le dijo:
-Pídele
al emir siete ovejas. Cada día mataremos una y, si mientras tanto no los hemos
descubierto, al menos moriremos bien alimentados.
Un amigo
de los ladrones se enteró de que había un gran adivino que estaba investigando
y les explicó dónde tenía éste su jaima.
Chrada
le había dicho al adivino que la primera noche matara al borrego diciendo:
-Éste es
el primero.
Y oyó a
continuación los gritos del pobre animal. El ladrón que había sido enviado
salió corriendo, aterrorizado ante lo que había escuchado.
A la
noche siguiente enviaron a otro ladrón, quien al llegar escuchó:
-Éste es
el segundo.
Y huyó
despavorido a contárselo a sus compañeros.
Sucedió
lo mismo la siguiente noche, y también la otra, hasta llegar a la séptima
noche, en la que dijo:
-Éste es
el séptimo y el último.
Los
ladrones salieron corriendo y volvieron con todas las joyas. Se las entregaron
al adivino a cambio de que no los delatara.
Al
amanecer del día en que se acababa el plazo, el adivino fue a ver al emir y le
dijo que le devolvería su tesoro con la condición de no decir dónde estaba ni
quién lo tenía. Éste accedió y apareció el adivino con un arcón que contenía
las joyas. Le pidió al emir que las contase y quedó tan agradecido que lo
recompensó dándole más prestigio como adivino, regalándole una hermosa vivienda
y nom-brándole su consejero.
Un día,
mientras paseaban por los jardines, una langosta se posó encima del emir y éste
la atrapó con la mano mientras decía:
-O
adivinas lo que tengo en la mano o te cortaré la cabeza.
El buen
hombre no tenía ni idea y acordándose de su mujer, que era quien lo había
metido en esta situación tan comprometida, exclamó:
-¡Ay,
Chrada, dónde estás ahora!
El emir
creyó que lo había adivinado y se mostró muy orgulloso de su nuevo consejero.
Hubo una
competición entre emires a ver quién tenía el mejor adivino y al ganador se le
daría una gran fortuna. Cogieron tres jarras y las llenaron una con miel, otra
con cebolla molida y la última con alquitrán.
Llamaron
a los adivinos y cada emir explicó al suyo que debía adivinar el contenido de
las tres jarras, y si no lo hacían les cortarían la cabeza.
Todos
iban diciendo y los que no acertaban eran decapitados inmediata-mente. A medida
que se le acercaba el momento de hablar, y viendo cómo morían los demás, el
adivino no pensaba más que en el apuro en que lo había metido su mujer, en su
muerte cierta y en cómo había salido airoso de los casos que se le habían
planteado hasta el momento: la primera vez había sido muy fácil, la segunda a
medias y ahora era muy, muy difícil, encontrar la solución. Les dijo cuando
le tocó el turno:
-La
primera me salió dulce como la miel. La segunda me salió picante como la
cebolla. Y la tercera negra como el alquitrán -pensando en su suerte.
Todo el
mundo se quedó muy impresionado de su sabiduría, y ganó la gran fortuna que
estaba en juego y el aplauso de todos.
051 Anónimo (saharaui)
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