Una pobre viuda tenía un hijo muy
hermoso. No lo podía mantener, y le aconsejó se marchase á probar fortuna. Le
dio muchos besos, unas alforjas, un pan, y le encargó que nunca olvidase la máxima
«haz bien sin mirar á quién»
Anda que anda, el chico llegó á la
orilla de un ancho y cristalino río; se sentó, comió un pedazo de pan y le echó
unas miguitas á un pájaro muy mono. El bonito animal se le acercó sin temor; el
muchacho lo cogió, lo metió vivo en las alforjas, y pensó:
-Me lo comeré asado cuando se me
acabe el pan que me dió mi madre.
En el momento recordó lo que ésta
le había encargado:
-Haz bien sin mirar á quién.
Y soltó la avecilla, que voló
cantando de alegría.
El chico se durmió sobre la mullida
hierba, se levantó con el sol al día siguiente, y continuó su marcha río abajo.
Con el fresco de la mañana tuvo hambre, sacó el pan que le sobró la tarde anterior,
caminaba y comía. Al beber en el río, vió junto á la orilla un barbito precioso,
y le arrojó el pedacito de pan que le quedaba; el pez se descuidó, y el rapaz
lo pescó. Pero lo volvió á tirar en seguida al agua, diciendo para sí:
-Haz bien sin mirar á quién.
El barbo, libre, desapareció, saltando
de contento.
Poco antes de anochecer, entró el
chico en una gran ciudad. No conocía á nadie, no tenía dinero ni albergue; al
pedir limosna en la puerta de un palacio, salían á pasear una señora rodeada de
sus hijos, tan bellos y buenos, que parecían ángeles, los cuales se
compadecieron del muchacho; rogaron á su madre, y consiguieron que lo admitiese
de criado para que los acompañara en sus juegos y diversiones.
El chicuelo se hizo querer de
todos; era muy listo, respetuoso, trabajador incansable, siempre estaba alegre,
á nada ponía reparo, y llegó á tener fama de ejecutar bien y pronto los
encargos más difíciles.
La mencionada señora, bañándose en
el río, perdió la sortija de diamantes y esmeraldas que su marido la regaló al
casarse. Creía en la necedad de que sí no recuperaba alhaja tan estimada,
infinitas desgracias caerían sobre su familia. Para que se la buscase, amenazó
al pobre criadito que lo despediría, si no se valía de su talento y se la
presentaba antes de veinticuatro horas.
El infeliz chico miraba desconsolado
correr el agua del río, cuando vió, conoció y llamó al barbo con quien partió su
pan y después de haberlo pescado se arrepintió y salvó la vida. Refirió sus penas
al animal. Al oírlas (era un buen pez), se hundió rápidamente en lo más profundo
del agua, y apareció en seguida con la perdida sortija en la boca.
La entregó al niño y éste á la señora,
que, loca de alegría, le colmó de regalos. Al año de tan sorprendente suceso, enfermó
una niña, que la señora quería más que á las de sus ojos. Los médicos
aseguraron que moriría sin remedio, si no tomaba una píldora de gran virtud,
que solo sabía fabricar un boticario medio brujo, que habitaba en una ciudad
sitiada por numerosos ejércitos de descomunales salvajes antropófagos, que
degollaban y devoraban á cuantos trataban de penetrar en ella.
-Vete de esta, casa, y no vuelvas
hasta que traigas la píldora que han recetado á mí idolatrada hija,-dijo la
señora al criadito.
Este, desesperado salió al campo;
se arrimó acongojado al tronco de un frondoso árbol donde revoloteaba el pájaro
de brillante plumaje al cual le echó miguitas y después de cazarlo le puso en
libertad. Lo llamó, contó sus cuitas, y la avecilla desapareció. Voló á la
ciudad sitiada, entró en el laboratorio del boticario por la ventana, mientras
el brujo limpiaba los anteojos con el pañuelo, y le robó la maravillosa píldora.
Hendió los aires con la rapidez del rayo, y puso el remedio en la mano del
muchacho, moviendo las alas en señal de alegría y reconocimiento. ¡Era un buen pájaro!
La niña tomó la medicina, y sanó. Cargó
el chico un carro con el dinero y dulces que le dieron, regresó á su pueblo,
abrazó á su madre, y vivió dichoso, en premio de no haber hecho daño á los
animales que Dios crió, ni olvidado la máxima cristiana: «haz bien sin mirar á
quién»
001 Un soldado viejo de borja
No hay comentarios:
Publicar un comentario