El aguinaldo
Anónimo
(españa)
Cuento
Eran unos niños muy muy pobres que
en la víspera del Día de Reyes iban caminando por un monte y, como era
invierno, en seguida se hizo de noche, pero los pobrecitos seguían andando.
Entonces se encontraron con una señora que les dijo:
-¿Adónde vais tan de noche, que
está helando? ¿No os dais cuenta de que os vais a morir de frío?
Y los niños le contestaron:
-Vamos a esperar a los Reyes, a ver
si nos dan aguinaldo.
Y la señora del bosque, que era muy
hermosa, les dijo:
-Y ¿qué necesidad teníais de
alejaros tanto de vuestra casa? Para esperar a los Reyes sólo habéis de poner
vuestros zapatitos en el balcón y después acostaros tranquilamente en vuestras
camitas.
A lo que los niños contestaron:
-Es que nosotros no tenemos
zapatos, y en nuestra casa no hay balcón, y no tenemos camita sino un montón de
paja... Además, el año pasado pusimos nuestras alpargatas en la ventana, pero
se ve que los Reyes no las vieron porque no nos dejaron nada.
Así que la señora del bosque se
sentó en un tronco que había en el suelo y miró a los pequeños, que la
contemplaban ateridos sin saber qué hacer; y ella les preguntó que si querían
llevar una carta a un palacio y los niños le dijeron que sí que se la
llevarían; entonces ella buscó en una bolsa que llevaba colgada de la cintura y
sacó un gran sobre sellado que contenía la carta.
-Pues ésta es la carta -dijo, y se
la dio.
Luego les explicó cómo tenían que
hacer para encontrar el palacio y que el camino era peligroso porque tendrían
que pasar ríos que estaban encantados y atravesar bosques que estaban llenos de
fieras.
-Los ríos los pasaréis poniéndoos
de pie en la carta y la misma carta os llevará a la otra orilla; y para
atravesar los bosques, tomad todos estos pedazos de carne que os doy y, cuando
os encontréis con alguna fiera, echadle un pedazo, que os dejará pasar. Y en la
puerta del palacio encontraréis una culebra, pero no tengáis miedo: echadle
este panecillo que os doy y no os hará nada.
Y los pobrecitos cogieron la carta,
la carne y el pan y se despidieron de la señora del bosque.
Conque siguieron su camino y, al
poco rato, llegaron a un río de leche, después a un río de miel, después a un
río de vino, después a un río de aceite y después a un río de vinagre. Todos
los ríos eran muy anchos y ellos eran tan pequeños que les dio miedo no poder
cruzarlos, pero hicieron como ella les dijo: echaron la carta al río, se
subieron encima de ella y la carta les condujo siempre a la otra orilla.
Cuando terminaron de cruzar los
ríos empezaron a encontrar bosques y bosques, a cual más frondoso y oscuro,
donde les salían fieras que parecía que los iban a devorar. Unas veces eran
lobos, otras tigres, otras leones, todos prestos a devorarlos, pero en cuanto
les echaban uno de los pedazos de carne que la señora del bosque les había
dado, las fieras los cogían con sus bocas y desaparecían en lo hondo del
bosque, dejándolos continuar su camino.
Hasta que por fin, cuando ya había
caído la noche, vieron a lo lejos el palacio y corrieron hacia él. Pero delante
del palacio había una enorme culebra negra que, apenas los vio, se levantó
sobre su cola amenazando con comér-selos vivos con su inmensa boca; pero los
niños le echaron el panecillo y la culebra no les hizo nada y los dejó pasar.
Entraron los niños en el palacio y en seguida salió a recibirlos un criado
negro, vestido de colorado y de verde, con muchos cascabeles que sonaban al
andar; entonces los niños le entregaron la carta y el criado negro, al verla,
empezó a dar saltos de alegría y fue a llevársela en una bandeja de plata a su
señor.
El señor era un príncipe que estaba
encantado en aquel palacio y en cuanto cogió la carta se desencantó; así es que
ordenó a su criado que le trajera inmediatamente a los niños y les dijo:
-Yo soy un príncipe que estaba
encantado y vuestra carta me ha librado del encantamiento, así que venid
conmigo.
Y los llevó a una gran sala donde
había quesos de todas clases, y requesón, y jamón en dulce, y miles de
golosinas más, para que comieran todo lo que quisieran. Después los llevó a
otra sala y en ésta había huevo hilado, yemas de coco, peladillas, pasteles de
muchas clases y miles de confituras más, para que comieran lo que quisieran. Y
después los llevó a otra sala donde había caballos de cartón, escopetas,
sables, aros, muñecas, tambores y miles de juguetes más, para que cogieran los
que quisieran. Y después de todo eso, y de besarlos y abrazarlos, les dijo:
-¿Veis este palacio y estos
jardines y estos coches con sus caballos? Pues todo es para vosotros porque
éste es vuestro aguinaldo de Reyes. Y ahora vamos en uno de estos coches a
buscar a vuestros padres para que se vengan a vivir con nosotros.
Los criados engancharon un lujoso
coche y se fue el príncipe con los niños a buscar a sus padres. Y ya todo el
camino era una carretera muy ancha y muy bien cuidada y los ríos y los bosques
y las fieras habían desaparecido. Y luego volvieron todos muy contentos al
palacio y vivieron muy felices.
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