Érase
una vez un pescador que cada día se hacía a la mar en una pequeña barca para
alimentar a su familia, porque solamente vivían de lo que él pescaba. Un día
echó su red y al cabo del tiempo sólo consiguió sacar un pez muy pequeño, que
echó al fondo de la barca. Y el pez le habló y le dijo:
-¿Qué
vas a hacer conmigo? ¿No ves lo pequeño que soy? Devuélveme al mar y ya verás
como el año que viene, que seré mucho más grande, podrás sacar un buen dinero
por mí.
Y
el pescador lo tiró al mar.
Un
año después, estaba el pescador echando su red en el mismo lugar y volvió a
coger al pez, que esta vez sí que era grande y daba gusto verlo. Y el pez le
dijo al pescador:
-Mira,
te voy a dar un consejo: que al llegar a casa me hagas ocho pedazos: dos, que
serán de la cabeza, has de dárselos a tu mujer, otros dos a tu perra, otros dos
a tu yegua y los dos últimos, que serán los de la cola, los metes en la huerta
y los entierras.
Así
lo hizo el pescador en cuanto volvió a su casa y, cuando pasó el tiempo, la
perra parió dos perritos iguales, la yegua tuvo dos potrillos también iguales,
en la huerta aparecieron dos espadas iguales y la mujer del pescador tuvo dos
hijos que fueron gemelos y los bautizaron con los nombres de José y Sejo.
Y
llegó el día en que, convertidos los hijos en un par de mozos, decidieron que
querían salir a correr mundo. Los padres, que ya eran viejos, querían que
primero saliera el uno y, a su regreso, el otro, pero no hubo manera de convencerlos
y se fueron juntos, cada uno con su perro, su caballo y su espada. Pero, antes,
su padre les dijo que si alguna vez se separaban y el uno veía su espada teñida
de sangre, eso era que el otro hermano estaba en peligro y que debería correr
en su ayuda.
Los
dos hermanos anduvieron de acá para allá corriendo aventuras, siempre juntos.
Un buen día se descuidaron tanto que perdieron su rumbo en un bosque muy
intrincado, y para cuando se dieron cuenta de que estaban perdidos, la noche se
les había echado encima. Mas no fue sólo eso sino que con la oscuridad se
perdieron de vista el uno al otro y aunque aún se siguieran por las voces,
llegó un momento en que dejaron de oírse y cada uno hubo de continuar por su
cuenta.
Y
resultó que, al clarear el día siguiente, José se encontró ante un soberbio
palacio y decidió llamar a la puerta para pedir posada en él, pues no había
dormido en toda la noche. Nadie acudió a sus llamadas y ya se disponía a buscar
algún hueco por el que pasar adentro cuando una mujer, que debía de ser vecina
del lugar, le llamó y le dijo:
-¡Señor,
no entre, que éste es un palacio encantado del que nadie sale una vez ha
entrado!
Pero
José no era hombre que se arredrase fácilmente y, sin más, forzó la puerta con
su espada y se metió seguido de su perro. Y allí había una princesa que estaba
encantada y que, al verle, gritó horrorizada:
-¡No
sigas, desdichado, que aquí vive la serpiente de las siete cabezas, que te ha
de matar!
En
esto apareció la serpiente y José azuzó al perro contra ella y, mientras la
serpiente peleaba con el perro, él fue y le cortó una a una las siete cabezas
con su espada. Una vez que las hubo cortado, cortó además las siete lenguas y
se las guardó. Y como la princesa había quedado desencantada al morir la
serpiente, le dijo que deseaba casarse con él. Pero José aún tenía sed de
aventuras, de modo que pidió que se aplazara la boda hasta su vuelta y la
princesa consintió y se volvió al palacio de sus padres a esperarle.
Entretanto,
se corrió la voz de que la serpiente había muerto y un príncipe, que fue el
primero que se atrevió a llegar hasta el palacio encanta-do, recogió las siete
cabezas en un saco y se presentó a pedir la mano de la princesa por haber
matado al monstruo.
El
rey, que había hecho esa promesa a quien matase a la serpiente, aceptó, pero la
princesa decía que aquél no era el que la había liberado.
El
rey estaba molesto porque quería cumplir su palabra, así que obligó a la
princesa y prepararon un banquete para anunciar los esponsales. Y estando en el
banquete, el novio cogió un pedazo de carne para comerlo y apareció un perro
que se lo arrebató y salió huyendo. Y la princesa, que había reconocido al
perro, gritó:
-¡Que
sigan a ese perro y traigan al dueño!
Así
se hizo, y trajeron a José al comedor y la princesa lo reconoció al instante,
mas no dijo nada. Y habló el rey a José:
-La
princesa quiere que asistas al banquete que damos en honor del que mató a la
serpiente de siete cabezas.
José
miró al novio y dijo:
-¿Ése
es? ¿Y cómo lo prueba?
-¿Qué
más prueba quieres -dijo el rey- que las siete cabezas que ha traído consigo?
Y
replicó José:
-Eso
no es prueba. ¿Dónde se han visto cabezas sin lengua?
Entonces
todos vieron que, en efecto, las siete cabezas carecían de lengua.
-Pues
¿dónde están las lenguas? -dijo el rey.
Y
José las sacó de su bolsillo y dijo:
-Aquí
están.
Entonces
la princesa dijo:
-Padres,
éste es el hombre que mató a la serpiente y me desencantó y con él es con quien
quiero casarme.
Mandaron
detener al novio impostor y en su lugar sentaron a José y los dos jóvenes se
prometieron en matrimonio y se casaron sin más dilación. A la mañana siguiente
a la boda, mientras recorrían el palacio,
José
miró por una ventana y dijo a la princesa:
-Princesa,
¿qué castillo es aquél tan hermoso que se ve a lo lejos?
Y
contestó ella:
-¡Ay,
amor mío, que ése es el castillo de Irás y No Volverás!
-Pues
mañana voy yo al castillo -dijo José, que aún quería seguir corriendo
aventuras.
En
vano trató la princesa, con ansiedad primero, con lloros y reproches después,
de impedir que el muchacho fuera al castillo; mas no consiguió quebrar la
voluntad de José y le dejó ir.
Se
puso en camino el muchacho y en esto se encontró con una vieja. Y la vieja era
bruja.
-¿Adónde
va el buen mozo? -preguntó la vieja.
-Voy
al castillo de Irás y No Volverás.
Y
le dijo la vieja:
-Pues
toma este bálsamo y, antes de entrar en el castillo, tú y tu perro y tu caballo
debéis beber unas gotas de él.
El
muchacho, así que llegó ante el castillo, hizo lo que la vieja le dijo, y
apenas había traspuesto la entrada cuando él y el caballo y el perro se
convirtieron en piedra.
Entretanto,
su hermano había conseguido salir también del bosque cuando, a la misma hora en
que su hermano quedaba convertido en piedra, vio que la espada se teñía de
sangre y se dijo:
-Éste
es mi hermano, que debe de estar en peligro.
Voy
a buscarlo.
De
modo que volvió a internarse en el bosque en pos de su hermano y tras mucho
cabalgar vio un palacio en el que decidió preguntar. Y apenas llamó a la puerta
vio que los criados mostraban un gran contento al verle y corrían a avisar a
los reyes y a la princesa y la princesa le besó y abrazó con tal efusión que
quedó todo confuso y resolvió no hacer nada hasta que viera qué era lo que
estaba pasando.
Por
fin, le preguntó la princesa:
-¿Dónde
estuviste la noche pasada, que no viniste a dormir conmigo?
Y
Sejo comprendió que le confundían con su hermano, pues eran gemelos, como bien
sabe-mos.
Entonces
la princesa le pidió noticias del castillo de Irás y No Volverás y Sejo
comprendió que era allí donde se encontraba su hermano en peligro.
A
la noche, la princesa llevó a Sejo a su habitación y se acostó con él en la
cama. Pero al acostarse con su cuñada, Sejo puso su espada entre los dos, como
testimonio de que no la tocaría en toda la noche. Y la princesa, sorpren-dida,
le dijo:
-Pero
¿cómo es esto de que pongas la espada entre nosotros dos siendo mi esposo?
A
lo que él replicó:
-Es
una promesa que tengo hecha y debo cumplirla. Y esta noche no me preguntes más.
Y
con esto se durmieron los dos, cada uno a un lado de la espada.
A
la mañana siguiente los dos salieron a pasear a caballo y ella se extrañaba de
que el perro no la reconociera, pero no decía nada. Y Sejo le preguntó, cuando
vieron un castillo en la lejanía:
-¿Es
aquél el castillo de Irás y No Volverás?
Y
ella:
-Ése
es, pero ¿no estuviste ayer en él?
Y
Sejo no contestó y sólo dijo:
-Pues
hoy he de volver.
Otra
vez la princesa comenzó sus súplicas para que desistiera, pero como creyera que
ya había vuelto una vez, no insistió tanto y Sejo tomó su caballo, su espada y
su perro y se puso en camino. Y en el camino se le apareció un viejo, que le
dijo:
-¿Adónde
vas, hijo mío?
-Al
castillo de Irás y No Volverás.
-Pues
entonces atiende a lo que te digo: cuando una vieja te ofrezca un bálsamo, has
de saber que es una bruja y que te lo ofrece para encantarte. Tú amenaza con
matarla si no desencanta a quien buscas; y cuando lo haya desencantado, mátala.
Continuó
su camino Sejo y encontró a la bruja que le había dicho el viejo.
-¿Adónde
va el buen mozo? -preguntó la bruja.
-Al
castillo de Irás y No Volverás.
-Pues
toma este bálsamo y, antes de entrar en el castillo, tú y tu perro y tu caballo
debéis beber unas gotas de él.
Entonces
Sejo le echó el perro encima mientras sacaba su espada y rompió con ella el
frasco de bálsamo y luego le dijo:
-Y
ahora vas a desencantar a mi hermano o te corto la cabeza.
La
bruja se asustó tanto que fue hasta donde estaba José convertido en piedra en
el patio del castillo y los roció a él, a su caballo y a su perro con un
bálsamo de desencantar. Y Sejo, así que los vio volver a la vida, tomó su
espada y le cortó la cabeza a la bruja.
Y
la cabeza rodó por el suelo gritando, antes de morir:
-Ahí
tienes a tu hermano, que viene a buscarte después de haber dormido con tu
esposa.
Y
José le preguntó a su hermano:
-¿Es
cierto lo que dice la cabeza?
Y
el hermano respondió que sí. Entonces José, lleno de furia tomó su espada y se
la clavó en el pecho a su hermano. Y allí le dejó tendido y muerto, en el patio
del castillo, y tomó consigo el bálsamo de desencantar y escapó a galope. Así
que llegó a casa, no dijo nada de lo sucedido y a la noche se fueron a acostar
él y la princesa; y ella le dijo:
-¿Ya
has cumplido tu promesa, que hoy no pones tu espada entre nosotros?
Al
oír esto, José comprendió lo que había sucedido entre su esposa y su hermano y
dijo lleno de dolor:
-¡Ay,
maldito de mí, que he matado a mi propio hermano siendo inocente!
Entonces
cogió el bálsamo de desencantar que se había traído, montó en su caballo y
cabalgó hasta el castillo de Irás y No Volverás. Allí seguía Sejo, tendido y
muerto en el suelo, y José empezó a untarle la herida con el bálsamo y a poco
volvió el color al rostro de Sejo, que revivió y se puso en pie. Y muy
contentos los dos hermanos volvieron al palacio y se presentaron ante la
princesa.
La
princesa no salía de su asombro al ver a dos mozos iguales, con dos caballos
iguales, dos perros iguales y dos espadas iguales y se preguntaba:
-¿Será
éste... o será éste?
Entonces
dijo José:
-Mira,
yo soy tu marido, y éste es mi hermano, que durmió anoche contigo y puso la
espada entre vosotros dos para no tocarte.
Y
todos se admiraron mucho de lo sucedido y Sejo se fue a buscar a su padre el
pescador y a su madre y los trajo al palacio con su hermano, donde vivieron ya
para siempre felices y contentos.
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