Este era un muchacho que
contaría cerca de veinte años y que cierto día andaba penosamente por la
carretera que conducía a Smolensko, de donde estaba lejos todavía, pues le
quedaban más de 100 verstas[1]
de camino. Esteban iba bastante mal vestido, su traje se hallaba muy
desgastados roto en algunos sitios; sus pies calzaban unas abarcas de corteza
de árbol, y la cabeza estaba mal defendida por un gorro de piel de carnero. El
pobre muchacho se hallaba derrengado a causa de la larga jornada de aquel día,
pero continuaba marchando con la esperanza de llegar a un pueblo u otro, antes
de que anocheciese, para disfrutar de un merecido descanso después de tomar una
cena frugal.
Hacía bastante tiempo que
Esteban había emprendido aquel viaje a través de una considerable parte de
Rusia, deseoso de dirigirse hacia el sur y de disfrutar de un clima más
favorable que el de la región septentrional, en donde había nacido y crecido.
Era un muchacho muy bondadoso, profundamente religioso y muy devoto de la Virgen , de manera que
cuando llegaba a una población cualquiera, su primera visita era, para la
iglesia de la localidad, donde iba a rezar a la Madre de Dios con el mayor
fervor.
Por lo demás, Esteban no
tenía parientes ni amigos, a excepción de un tío lejano, que le amparó durante
tres años, a partir de la muerte de su madre, pero un buen día, cuando el joven
hubo cumplido los veinte, le entregó tres rublos de plata, un garrotes un
pequeño lío de ropa, diciéndole que fuese a ganarse la vida por el mundo.
Poco después del momento en
que lo hemos presentado al lector, Esteban llegó efectivamente a un pueblo de
escasa importancia y, distinguiendo a lo lejos la torre de la iglesia, se
apresuró a ir allá para postrarse ante la imagen de la Reina del Cielo.
Una vez hubo rezado sus
oraciones, se dispuso a salir y, en cuanto hubo pasado el atrio, vio en la
plaza de la iglesia un grupo de gente que rodeaba un cadáver tendido sobre la
hierba. Se aproximó, impulsado por la compasión y por el deseo de ser útil, y
no tardó en averiguar que el cadáver era el de un mendigo que murió la noche
anterior y que el "pope"[2]
se negaba a enterrar.
Esteban preguntó si se
trataba de alguna persona de malos sentimientos, pero todos los que rodeaban al
cadáver se apresuraron a contestarle que aquel desgraciado era un verdadero
bendito de Dios, que en ningún caso se habría atrevido a apoderarse de lo que
no era suyo, ni aun impulsado por un hambre extremada.
-Pues ¿cómo se explica que
el "pope" no quiera enterrarlo? - preguntó el joven Esteban.
-Sencillamente, porque este
pobre Cirilo no ha dejado ni siquiera un "copeck"[3]
para pagar un responso -contestaron los que formaban el grupo.
-¡Dios me valga! -exclamó
Esteban-. ¿Tan duros de corazón son los "popes" de este país, que
dejan la puerta de la iglesia abierta a los vivos y la cierran a los muertos?
Pues si hace falta dinero para que entierren a ese pobre desgraciado, no tengo
inconveniente en entregar estos tres rublos que constituyen toda mi fortuna,
pero quedaré de muy buena gana para que entierren a ese cristiano en un campo
bendecido.
Alguien fue a avisar al
malvado "pope" y éste tomó los tres rublos, pronunció
atropelladamente el responso, asistió a la ceremonia del entierro del mendigo
Cirilo y luego volvió presuroso a su casa, para vigilar una pierna de carnero
que se estaba asando en la chimenea.
Esteban, mientras tanto,
formó una cruz con dos ramas, la hincó sobre la tumba del pobre mendigo y
después de haber rezado unas cuantas oraciones, se dirigió a una posada barata,
con objeto de pedir alojamiento v de consumir por toda cena las escasas
provisiones que llevaba en su zurrón.
A la mañana siguiente salió
para reanudar su viaje y, como quiera que el hambre empezaba a hacerse sentir,
recordó tristemente que había terminado ya sus provisiones y que no le quedaba
cosa alguna que comer. Con la mirada registró los alrededores en busca de
alguna planta o de alguna fruta que le hubiera servido de alimento; pero,
envista de que no la hallaba y de que no tenía medio alguno de calmar su
apetito, murmuró para sí
-Los pajarillos son más
felices que los hombres; para nada necesitan las posadas, las tahonas, ni a
nadie que se ocupe en preparar alimento alguno, porque la tierra se extiende a
sus pies como si fuese una mesa bien servida; las moscas encuentran fácilmente
caza para mantenerse, miel de las flores y multitud de frutos que chupar, y
pueden usar de todo esto sin pedirlo y sin pagarlo. Y en cuanto a los
pajarillos no digamos, porque son absolutamente felices durante toda su vida.
Esteban siguió andando un
rato y, al fin, se sentó a la sombra de un gran roble y se quedó dormido.
Pero he aquí que en su
sueño se le apareció, de pronto, un ser celestial vestido con un brillante
traje y rodeado de una aureola, el cual le dijo:
-Soy el mendigo Cirilo, a
quien tú abriste las puertas del Paraíso, comprando para mi cadáver una tumba
de tierra bendecida. Pero la
Virgen María , cuyo fiel servidor fui en la Tierra , acaba de hacerme
santo y me permite presentarme a ti para darte una buena noticia. No creas, ni
por un momento, que los pájaros o los insectos sean más felices que los
hombres, porque para los primeros no se derramó la sangre del Hijo de Dios.
Escucha, pues, lo que las tres Personas de la Trinidad han hecho para
recompensar tu piedad.
A corta distancia y rodeada
de prados, hay una posesión que reconocerás fácilmente por su veleta de color
rojo y verde. Habita allí un noble anciano, llamado Nicolás Petrowich, padre de
una jovencita hermosa como el mismo día y amable y suave como un niño recién
nacido. Esta misma tarde llama a su puerta y dile que vas allí para el objeto
que él conoce muy bien. Te recibirá con agrado y tú mismo comprenderás lo
demás. Acuérdate únicamente de que si tienes necesidad de algún auxilio
convendrá que me llames diciendo:
Acude mendigo muerto,
pues ahora te necesito.
Pronunciadas estas palabras
el santo desapareció, y Esteban se despertó y abrió los ojos.
Su primer cuidado consistió
en dar las gracias a Dios por la protección que le enviaba y luego tomó el
camino para buscar aquella mansión. Como el santo no le había indicado la
dirección en que se hallaba, subió a lo alto de una colina y desde allí
inspeccionó el paisaje a su alrededor. No tardó en descubrir la casa indicada,
que se hallaba a oriente y a una distancia no mayor de cuatro o cinco verstas.
Debe tenerse en cuenta que Esteban había dormido cuatro o cinco horas, de
manera que en aquel momento debían de ser, más o menos, las cuatro y media o
las cinco de la tarde, y así el sol empezaba a inclinarse hacia poniente.
Bajó de la colinas
emprendió el camino en dirección conveniente, de modo que al cabo de poco más
de una hora, se vio ante una hermosa casa, en cuya torre giraba una veleta de
color verde y rojo y cuyo aspecto general era verdaderamente espléndido.
Penetró en una avenida de castaños que le condujo a la puerta principal de la
mansión y en cuanto se abrió a su llamada, encargó al servidor que avisara al
dueño de la casa, diciéndole que él llegaba con el objeto que este último
conocía muy bien.
El propietario no tardó en
ser avisado. Presentose meneando la cabeza, porque era un hombre anciano y
enfermo, y al andar se apoyaba en el hombro de su hija, que era joven y
hermosa. Ambos saludaron afablemente al joven Esteban y le hicieron entrar en
la casa y tomar asiento ante el sillón del anciano. Luego le sirvieron un jarro
de cerveza y un poco de pan, en espera de que llegase la hora de la cena.
Esteban extrañaba
sobremanera la acogida de que le habían hecho objeto y, mientras tanto, se
sentía feliz de poder contemplar a la jovencita que atendía a todos los
preparativos, yendo de un lado a otro, con la mayor alegría y cantando como una
alondra. Cada vez que la miraba la encontraba más linda y hermosa, y su corazón
latía con fuerza.
-¡Oh! ¡Qué feliz será el
que se haga dueño de esta hermosa Joven!-pensó.
Por fin, cuando estuvo
dispuesta la cena, el anciano ordenó a su hija Marta que la sirviese, y luego
de haber satisfecho el hambre, se volvió a Esteban, diciendo:
-Te hemos tratado lo mejor
que nos ha sido posible y de acuerdo con nuestra fortuna, pero no según
habríamos deseado, por que la casa de los Petrowich sufre una verdadera
maldición desde hace mucho tiempo. En otras épocas había veinte caballos y
hasta cuarenta vacas, pero el Diablo se ha adueñado de los establos y de las
cuadras y todo el ganado ha desaparecido, siendo inútil por completo que yo
gastara toda mi fortuna en reemplazarlo. Mis oraciones y las de mi hija para
conjurar la maldición del espíritu destructor han sido inútiles por completo y,
como no tenemos ganado de ninguna clase, nuestras tierras están incultas. Yo
esperaba y confiaba en mi sobrino Feodor, que fue a guerrear contra los turcos,
pero como no vuelve, he hecho pregonar por toda la comarca que quien sea capaz
de hacer desaparecer la maldición que pesa sobre mis propiedades, se casará con
mi hija Marta y heredará todos mis bienes. Se han presentado algunos, deseosos
de llevar a cabo la empresa; para ello fueron a pasar la noche en la cuadra, de
donde han desaparecido vacas y caballos, pero a la mañana siguiente se
observaba que ellos se habían desvanecido cual si hubiesen sido de humo y nunca
más se ha sabido su paradero. Por consiguiente, espero que tú tendrás más
suerte que tus predecesores.
Esteban, a quien tranquilizaba
bastante el recuerdo de su visión, contestó que con el auxilio de la Virgen María esperaba
poder triunfar del demonio. Pidió que le proporcionasen leña suficiente para
encender una hoguera y conservar la agilidad de sus miembros, tomó su garrote y
luego rogó a Marta que le recordase en sus oraciones.
El cobertizo a que le
llevaron estaba dividido en dos partes, una para las vacas y la otra para los
caballos. Pero el lugar estaba desierto por completo y las arañas habían tejido
sus redes por todas partes.
Esteban encendió una
hoguera sobre unas piedras y luego se entregó a sus oraciones.
Durante el primer cuarto de
hora solamente oyó los crujidos de la leña. Luego los tristes silbidos del
viento que penetraba por las rendijas de la puerta; en el tercer cuarto de hora
sólo llegó a sus oídos el leve ruido de los gusanos de la madera que devoraban
las vigas; pero, en el último cuarto, oyó un ruido sordo en el suelo y en el
rincón más obscuro observó que se levantaba una losa y aparecía la cabeza de un
lobo de una corpulencia extraordinarias de horrible aspecto. Tenía casi el
tamaño de un asno y sus ojos brillaban cual si fuesen carbones encendidos.
Aquella horrible fiera
profirió un gruñido horroroso y saliendo del agujero se dirigió hacia el lugar
en que se hallaba Esteban.
Aunque éste era un muchacho
valeroso, sintió que el crío invadía todo su cuerpo, y cuando ya el aliento del
lobo se hizo sentir sobre su rostro, exclamó:
Acude, mendigo muerto,
pues ahora te necesito.
En el mismo instante
apareció la figura luminosa de este último y yendo a situarse a su lado le
dijo:
-Nada temas, porque los
protegidos de la Madre
de Dios vencerán siempre a los monstruos de la Tierra.
Dicho esto, Cirilo extendió
la mano, pronuncio algunas palabras aprendidas en el Cielo y en el acto cayó
muerto el lobo.
El resto de la noche pasó
con toda tranquilidad y al día siguiente en cuanto hubo salido el sol, Esteban
fue a despertar a los habitantes de la casa y los llevó a la cuadra, pero al
ver el cadáver del lobo monstruoso, los más atrevidos retrocedieron diez pasos.
-No temáis nada -les dijo
el joven-. La Virgen
María me ha ayudado y el monstruo que devoraba el ganado y
sus guardianes, ya no es más que un montón de carroña. Id a buscar cuerdas y
llevadlo arrastrando hasta un lugar cualquiera en que pueda pudrirse.
El dueño de la casa, feliz
en extremo al verse libre de tan peligroso enemigo, no pensó un momento en
faltar a la promesa que hiciera la noche anterior, y así dió a Esteban su hija
Marta en matrimonio. Se celebró la boda al día siguiente, y la joven y feliz
pareja se dirigió a la iglesia, en donde quedó santificada su unión.
Una vez Esteban qué el
marido de Marta, se apresuró a comprar ganado, alquiló criados y obreros, y las
tierras de la hacienda alcanzaron un valor mucho más grande del que habían
tenido antes. Y no parecía sino que el anciano padre y propietario de la
hacienda hubiese esperado tal estado de cosas para morir, porque cierto día lo
encontraron muerto en su cama, después de haberse dormido tranquilamente en la
paz del Señor.
El joven matrimonio heredó
todos sus bienes y era tanto el afecto que se profesaban y la bondad de sus
caracteres respectivos, y se sentían tan felices, que por nadie del mundo
habrían cambiado su suerte. En efecto, al llegar la noche no tenían nada que
pedir a Dios, y únicamente se limitaban a darle gracias por todas sus bondades.
Pero sucedió que, cierto
día, cuando iban a sentarse a la mesa para cenar, en compañía de sus criados y
obreros, una sirvienta hizo entrar a un soldado de una estatura gigantesca,
tanto que su cabeza rozaba casi las vigas del techo. Marta dió un grito de
alegría al reconocer a su primo Feodor. Acababa de llegar de la guerra contra
los turcos y se proponía casarse con su prima. Pero poco antes de llegar a la
mansión se enteró de lo ocurrido durante su ausencia y estas noticias le dieron
un verdadero acceso de rabia. Sin embargo, tuvo tiempo de tranquilizarse y se
esforzó en lograrlo, en su deseo de que no lo sospecharan siquiera los recién
casados, porque era un hombre tan hipócrita como malvado y cruel.
Esteban no recelaba,
naturalmente, cosa alguna. La circunstancia de que aquel gigante fuese primo de
su mujer era suficiente para él, y así lo trató del mejor modo posible, ordenó
que le preparasen la mejor habitación de la casa y a la mañana siguiente le
acompañó a visitar la hacienda, cuyos campos estaban cultivados en su totalidad
y prometían la más espléndida cosecha.
Feodor, lejos de alegrarse
al ser testigo de la prosperidad de su prima y de Esteban, sentía los aguijones
de la envidia al observar cuán crecidos estaban los trigos y el lino, y más le
irritaba la idea de que todo aquello no fuese suyo, eso sin hablar de su prima
Marta, a la que había encontrado más hermosa que nunca.
Un día invitó a Esteban a
cazar en las dunas que había a poca distancia y lo condujo a un brezal lejano,
en donde había un molino de viento abandonado. Subiéronse a él, y Feodor se
volvió en la dirección en que quedaba la hacienda de sus primos, exclamando al
mismo tiempo:
-¡Demonio! Desde aquí puede
verse tu casa con su enorme patio.
-¿Dónde? -preguntó Esteban.
-Mira bien. Ahí detrás de
ese bosque de hayas. ¿No ves las ventanas de la sala?
-No tengo bastante estatura
para eso -contestó Esteban.
-Tienes razón, ¡mil bombas!
-exclamó Feodor-. Y es una lástima, porque incluso puedo divisar a mi prima
Marta cerca del jardín.
-¿Está sola?
-No. Me parece que está
hablando con el boyardo Nicolai Nicolaiewich. Lo reconozco por su corpulencia y
precisamente ahora está diciendo algo al oído de tu mujer.
-Y ¿qué hace ella?
-Le escucha jugueteando con
el borde de su propio delantal.
Esteban se empinó en la
punta de los pies.
-¡Cuánto me gustada verlo!
-dijo.
-¡Demonio! No es difícil
-replicó Feodor-. Súbete a lo alto del molino y entonces estarás más alto que
yo.
Esteban aceptó el consejo y
subió a lo alto de la vieja escalera. Cuando estuvo arriba su primo le preguntó
qué veía.
-Nada más que los árboles
que parecen no ser más altos que el trigo de dos meses contestó-. Y, además,
algunas casas tan pequeñitas al parecer, como las piedras que hay a orillas del
río.
-¡Oh! debes mirar más cerca
de nosotros -dijo Feodor.
-No veo más que el río con
las barcas que van de un lado a otro, rozando el agua.
-Más cerca todavía -dijo
Feodor-. Debajo de donde estás.
-¿Debajo de donde estoy?
-exclamó entonces Esteban ya asustado-. Pues debajo de mí en vez de la escalera
que debería permitirme bajar, no veo más que las llamas que van a devorarme.
En efecto. Eso era cierto,
porque Feodor había retirado la escalera prendiendo fuego a unos haces de leña
que había por allí, de modo que el viejo molino amenazaba convertirse en un
inmenso brasero.
Esteban suplicó a aquel
hombre gigantesco que no le dejara perecer de un modo tan cruel, pero Feodor le
volvió la espalda y silbando alegremente descendía por la colina.
En vista de eso el joven,
que ya respiraba con dificultad, repitió la invocación:
Acude, mendigo muerto,
pues ahora te necesito.
En el mismo instante
apareció el santo llevando en la mano derecha un arco iris, uno de cuyos
extremos desprendía un abundante rocío, y con la otra mano llevaba la escala de
Jacob que une la Tierra
con el Cielo. El arco iris apagó el incendio y Esteban utilizó la escalera para
descender, y así pudo regresar sin sufrir daño alguno.
Al verlo Feodor se quedó
asombrado y asustado. Tuvo por seguro que su primo lo denunciaría a los jueces
y así fue en busca de su caballo y de sus armas de guerra, pero cuando se
disponía a salir del patio, Esteban se acercó y le dijo:
-No tengas ningún miedo,
primo, por que nadie en la
Tierra sabrá lo que ha ocurrido. Tú tenías el corazón enfermo
al ver que Dios me había dado más prosperidad que a ti, pero yo quiero curar tu
corazón. A partir de hoy y mientras yo viva, tendrás derecho a la mitad de lo
que me pertenezca, excepción hecha de mi amada Marta. Así, pues, querido primo,
no tengas ya ningún mal propósito contra mí.
Feodor aceptó el regalo, y
como Esteban era hombre de buena fe quiso darle todavía mayores seguridades, e
hizo redactar un acta de donación, perfectamente legal y testimoniada como es
debido. A partir de entonces Feodor recibió cada mes la mitad de todo lo que
producían los campos, el corral y los establos.
Pero aquel acto de
generosidad de Esteban sólo sirvió para envenenar todavía más su corazón,
porque los beneficios inmerecidos se parecen a la cerveza que se bebe cuando no
hay sed, ya que no proporcionan alegría ni provecho.
Ya no podía proyectar la
muerte de Esteban, porque entonces habría perdido toda participación en sus
bienes; mas lo odiaba del mismo modo como el lobo enjaulado odia al dueño que
le da de comer.
Pero lo que aumentaba su
cólera era que todo contribuía a acrecentar la prosperidad de su primo. Para
ser feliz sólo le habría faltado un hijo y, en efecto, Marta no tardó en dar a
luz a un hermoso niño, que nació sin llorar. Esteban, dichoso en extremo,
invitó a todos los nobles y propietarios de la comarca para que asistieran al
banquete, y éste fué tan espléndido que, sin duda, para un príncipe no se
habría podido hacer mejor.
Estaba todo el mundo
reunido en el patio de la casa, y Esteban fué en busca de su hijo para llevarlo
a la iglesia, cuando Feodor se presentó a su vez con el rostro animado por
feroz alegría.
Al observar su entrada, la
madre enferma dió un grito, pero él se aproximó encorvándose para no tropezar
con las vigas del techo y después de haber cumplimentado a su prima, le dió las
gracias por el regalo que acababa de hacerle.
-¿Qué regalo? -preguntó
asombrada la pobre mujer y al mismo tiempo sintiendo un miedo horrible, por
sospechar que tales palabras ocultaban una intención siniestra.
-¿No acabas de aumentar la
riqueza de tu esposo dándole un recién nacido? -preguntó el feroz soldado.
-Así es -replicó Marta,
pálida de miedo.
-Pues sabe que existe una
acta legal y perfectamente válida, que me atribuye la mitad de todo lo que
pertenezca a Esteban, excepción hecha de tu amada persona -replicó Feodor-. Y,
por consiguiente, vengo a reclamar la mitad del recién nacido.
Los testigos de aquella
escena profirieron un grito de espanto, pero Feodor repitió tranquilamente que
exigía la parte que le correspondía del recién nacido, y añadió que, si se la
negaban, se haría justicia por su mano. Luego mostró un gran cuchillo de los
que se utilizan para descuartizar los cerdos, que llevaba con el infame
propósito de dividir en dos al hijo de su prima.
Esta y su marido empezaron
a dirigirle toda suerte de súplicas para hacerle desistir de su derecho. Los
demás testigos de aquella escena hicieron lo mismo y todos le conjuraban a que
se mostrara humano y compasivo, y renunciara a una propiedad que sólo podría
tener como resultado la muerte del desgraciado niño; pero el gigante, por toda
respuesta, se limitaba a afilar el largo cuchillo en una piedra de amolar que
llevaba en el bolsillo. Por fin, perdida ya la paciencia, se disponía a
arrancar al niño de los brazos de su madre, cuando Esteban recordó, de pronto,
la conveniencia de llamar al santo mendigo y en voz alta hizo la invocación
necesaria.
Apenas la había terminado
cuando la habitación quedó brillantemente iluminada por un resplandor
celestial y sobre una nube aparecieron el santo y la Virgen María.
-Aquí me tenéis, amados
hijos, -dijo la Madre
de Dios-. Mi fiel servidor me ha hecho abandonar el Cielo de las estrellas para
que venga a decidir esta cuestión.
-¡Si sois la Madre de Dios, salvad a mi
hijo? -exclamó Marta.
-Si sois la Reina del Cielo, obligad a
que me den lo que me es debido-añadió Feodor con extraordinaria audacia.
-Escuchadme -dijo entonces la Virgen-. Tú , Esteban y
tú, Marta, acercaos con el recién nacido. Hasta ahora no os había dado más que
las dichas de la Tierra ;
pero, en adelante, quiero recompensaros por vuestra virtud y por vuestra
cristiana vida proporcionándoos las dichas de la muerte. Por lo tanto, me
seguiréis al Paraíso de mi Hijo, a donde no llegan los pesares, las traiciones
y las enfermedades. En cuanto a ti, Feodor, tienes el derecho de compartir el
bien que reciben ahora Esteban, su mujer y su hijo, y, por consiguiente,
morirás como ellos, pero en cambio te hundirás en las profundas regiones del
Infierno, para que allí ardas eternamente.
Dichas estas palabras, la Santa Virgen tendió
la mano y el gigantesco Feodor se hundió en un abismo de fuego, en tanto que
los jóvenes esposos y su hijo se inclinaban uno a otro, como si todos se
sumieran en agradable sueño, y desaparecieron envueltos en una nube de
nacarados resplandores.
062 anonimo (rusia)
[1] Verstas. Medida rusa, 1.063 metros.
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