En
aquellos remotos tiempos vivían un rey y una reina. El rey era anciano y la
reina, joven.
Aunque
se querían mucho eran muy desgraciados porque Dios no les había dado
descendencia. Tan apenada estaba la reina, que cayó enferma de melancolía y los
médicos le aconsejaron viajar para disipar su mal. Como al rey lo retenían sus
asuntos en su reino, ella emprendió el viaje sin su real consorte y acompañada
por doce damas de honor, todas doncellas, jóvenes y hermosas como flores de
mayo. Al cabo de unos días de viaje llegaron a una desierta llanura que se
extendía tan lejos, tan lejos, que parecía tocar el cielo. Después de mucho
andar sin dirección fija de una parte a otra, el cochero se desorientó por
completo y se detuvo ante una gran columna de piedra, a cuyo pie había un
guerrero, jinete en un caballo y armado de punta en blanco.
-Valeroso
caballero -le dijo, ¿puedes indicarme el camino real? Nos hemos perdido y no sé
por dónde seguir.
-Os
mostraré el camino -dijo el guerrero-, pero con la condición de que cada una de
vosotras me deis un beso.
La
reina dirigió al guerrero una mirada de indignación y ordenó al cochero que
siguiese adelante. El coche siguió rodando casi todo el día, pero como si
estuviera embrujado, volvió a detenerse ante la misma columna. Entonces fue la
reina la que dirigió la palabra al guerrero.
-Caballero
-le dijo, muéstranos el camino y te recompensará con largueza.
-Yo
soy el Genio Superior de la
Estepa -contestó él. Exijo un tributo por enseñar el camino y
el tributo siempre es un beso.
-Perfectamente,
mis doce damas de honor te pagarán.
-Trece
besos hay que darme, y el primero ha de ser de la dama que me hable.
La
reina montó en cólera y otra vez intentaron encontrar el camino sin ayuda ajena.
Pero aunque esta vez el coche salió en dirección opuesta, al cabo de un rato se
hallaron ante la misma columna. Oscurecía y era preciso buscar un refugio donde
pasar la noche, de modo que la reina se vio obligada a pagar al caballero su
extraño tributo. Bajó de la carroza, se acercó al caballero y mirando
modestamente al suelo, le permitió que le diera un beso; sus doce damas de
compañía la siguieron e hicieron lo mismo. Inmediata-mente desaparecieron
columna y caballero y ellas se encontraron en el verdadero camino, mientras una
nube como de incienso flotaba sobre la estepa. La reina subió a la carroza con
sus damas y continuaron el viaje.
Pero,
desde aquel día, la hermosa reina y sus doncellas estuvieron tristes y
pensativas, y como el viaje perdió para ellas todo su atractivo, volvieron a la
ciudad. Ni en su mismo palacio se sintió feliz la reina, pues siempre se le
representaba, como si lo estuviera viendo, el Caballero de la Estepa. Esto disgustó
al rey de tal manera, que se mostró desde entonces tétrico y violento.
Un
día que el rey ocupaba su trono en la sala de consejo, le llegó un rumor de
tiernos gorjeos, como los que produce un ave del paraíso, contestados por un
coro de ruiseñores. Sorprendido, quiso saber qué era aquello y el mensajero
volvió diciendo que la reina y las doce damas de honor acababan de ser
obsequiados cada una con una niña y que los dulces gorjeos que se oían eran los
balbuceos de las criaturas. El rey se quedó pasmado al oír tal nueva y aun
estaba sumido en hondos pensamientos cuando, súbitamente, el palacio se iluminó
como si hubieran encendido luces deslumbradoras. Al preguntar la causa de
aquello, le dijeron que la princesita acababa de abrir los ojos y que estos
brillaban como antorchas celestiales.
El
rey estaba tan sobrecogido de pasmo, que durante algún tiempo no pudo decir
palabra. Lloraba y reía, dominado a un tiempo de pesar y de alegría, y en esto
le anunciaron una comisión de ministros y senadores. Cuando todos se hallaron
en su presencia, cayeron de rodillas y, golpeando el suelo con la frente,
decían:
-Señor,
salva a tu pueblo y salva tu real persona. El Genio de la Estepa ha obsequiado a la
reina y a sus doce damas de honor con trece niñas. Te rogamos que ordenes matar
a esas criaturas, o de lo contrario pereceremos todos.
El
rey se encolerizó y ordenó que las trece criaturas fuesen arrojadas al mar. Ya
estaban los cortesanos a punto de obedecer una orden tan cruel, cuando entró la
reina llorando y pálida como la muerte. Se arrojó a los pies del rey y le rogó
que perdonase la vida de tan inocentes criaturas y que en vez de ahogarlas se
las dejase en una isla desierta, abandonadas a la providencia divina.
El
rey accedió a su deseo. Pusieron a la princesita en una cuna de oro y a sus
compañeritas en cunas de cobre, llevaron a las trece a una isla desierta y allí
las dejaron solas. En la corte todo el mundo las daba ya por muertas, y se
decían: "Morirán de frío y de hambre; las devorarán las fieras o las aves
de presa; seguramente morirán; tal vez queden sepultadas bajo hojarasca o bajo
una capa de nieve". Pero, afortunadamente, nada de esto sucedió, porque
Dios vela por sus criaturas.
La
princesita crecía de día en día. Cada mañana se despertaba al salirse el sol y
se lavaba con el rocío. Suaves brisas la refrescaban y peinaban en hermosas
trenzas sus cabellos. Los árboles la adormecían con su dulce arrullo y las
estrellas velaban su sueño por la noche. Los cisnes la vestían con su blando
plumaje y las abejas la alimentaban con su miel. La belleza de la princesa
aumentaba a medida que crecía. Su frente era serena y pura como la luna, sus
labios encarnados corno un capullo, y tan elocuentes que sonaban como una sarta
de perlas. Pero su incomparable belleza estaba en sus ojos, pues cuando miraban
con bondad parecía que uno flotase en un mar de delicias, cuando con enojo, se
quedaba uno paralizado de miedo y convertido en un témpano de hielo. Sus doce
compañeras la servían y eran casi tan encantadoras como su amita, a la que
profesaban un gran amor.
La
fama de la bella Princesa Sudolisu se extendió pronto por todo el mundo y de
todos partes llegaba gente a verla, de modo que ya no fue aquella una isla
desierta sino una ciudad magnífica y populosa.
Fueron
muchos los príncipes que llegaron de muy lejos para inscribirse en la lista de
pretendientes a la mano de Sudolisu; pero nadie pudo conquistar su corazón. Los
que tenían buen carácter y se volvían a su tierra, desenga-ñados y resignados,
llegaban sanos y salvos; pero los que rebelándose contra su mala suerte,
querían conquistarla por fuerza, veían sus soldados reducidos a polvo, y el
pretendiente con el corazón helado por la mirada de enojo que le dirigía la
princesa, se convertía en un témpano de hielo.
Conviene
saber que el célebre ogro, Kostey, que vivía bajo tierra, era un gran admirador
de la belleza, y un buen día se le ocurrió salir a ver qué hacía la gente sobre
la tierra. Con la ayuda de su telescopio podía observar a todos los reyes y
reinas, príncipes y princesas, señoras y caballeros, que vivían en este mundo.
Mientras estaba mirando, acertó a ver una isla donde había doce doncellas que
resplandecían como estrellas, en torno a una princesa que dormía sobre
colchones de pluma de cisne y cuya hermosura se destacaba entre la de sus
compañeras como la hermosa aurora. Sudolisu soñaba en un caballero que montaba
un brioso alazán; sobre su pecho refulgía una coraza de oro y su mano empuñaba
una maza invisible. La princesa admiraba en sueños al joven caballero y lo
amaba más que a su misma vida. El malvado Kostey la deseaba para él y decidió
raptarla. Se abrió camino hasta la superficie de la tierra golpeándola tres
veces con la cabeza, pero la princesa reunió su ejército y poniéndose al frente
de él, marchó con sus soldados contra el ogro. Pero éste no hizo más que lanzar
un resoplido y todos los soldados cayeron en un sueño irresistible. Entonces
alargó sus huesudas manos para recoger a la princesa, pero ella le dirigió una
mirada de cólera y de desprecio, que lo dejó convertido en un témpano de hielo,
y luego se encerró en su palacio. Kostey permaneció helado mucho tiempo y
cuando volvió a la vida se lanzó en persecución de la princesa. Al llegar a la
ciudad donde ella vivía infundió en todos los habitantes un sueño mágico e hizo
a las doce damas de honor objeto de la misma hechicería. No se atrevió a atacar
directamente a la princesa porque temía el poder de su mirada y se limitó a
cercar el palacio con un muro de hierro, dejando allí como guardián un enorme
dragón de doce cabezas. Y así esperó a que lo princesa se le rindiese.
Pasaron
días, a las semanas siguieron meses y toda la isla de la Princesa Sudolisu
seguía pareciendo un inmenso dormitorio. La gente roncaba en la calles, el
valeroso ejército yacía en el campo durmiendo profundamente, oculto bajo la
hierba que había crecido y le daba sombra humedeciendo y cubriendo de orín sus
armas. Dentro del palacio, todo seguía lo mismo. Las doce damas de honor
continuaban inmóviles, y sólo la princesa vivía vigilante en aquel reino de
sueño. Paseábase de un lado a otro, suspirando y derramando lágrimas amargas,
sin que ningún otro ruido rompiera el silencio; sólo de vez en cuando, Kostey
que evitaba su mirada, golpeaba la puerta rogando que no lo rechazase por más
tiempo. Le prometía hacer de ella la
Reina del Mundo Inferior, pero ella no contestaba.
Sola
y contristada, no hacía más que pensar en el príncipe de sus sueños. Veíalo
revestido en su armadura de oro y montado en su brioso corcel, mirándola con
sus ojos de amor. Así se lo imaginaba día y noche.
Un
día se asomó a la ventana y viendo una nube que flotaba sobre el horizonte,
gritó:
"Nube blanca y serena,
Peregrina del cielo,
Detén tu lento vuelo
y contempla mi pena.
¿Puedes decirme dónde mi amor está
Y si piensa de mi bien o piensa
mal?"
-Lo
ignoro -contestó la nube, pregúntalo al viento.
Entonces
vio una ligera brisa que jugaba con las flores del campo, y la llamó diciendo:
"Céfiro de la calma,
Contempla mi dolor,
Y refresca mi alma
Que se abrasa de amor.
¿Puedes decirme dónde mi amor está
Y si piensa de mi bien o piensa
mal?"
-Pregunta
a esa estrellita que brilla en el firmamento -contestó la brisa;- ella sabe más
que yo.
Sudolisu
levantó sus bellos ojos a la estrella titilante y dijo:
"Estrella, luz celeste,
¿Podrías encontrar
Otro dolor como este
Que me hace suspirar?
¿Puedes decirme dónde mi amor está
Y si piensa de mi bien o piensa
mal?"
-La
luna está más enterada que yo -contestó la estrella; vive más cerca de la
tierra y ve cuanto en ella pasa.
La
luna acababa de levantarse de su lecho de plata y Sudolisu le gritó:
"Perla del cielo, luna
lunera,
A las estrellas no mires más,
Pon en mis ojos tu vista entera
Y un mar de penas alumbrarás.
Por mi amor sufro. Consuélame y di
Si, como yo, él me quiere y piensa
en mí”
-Princesa
-replicó la luna, no sé nada de tu amor. Espera unas horas que saldrá el sol.
El lo sabe todo y podrá contestarte.
La
princesa fijó su vista en la parte del cielo por donde sale el sol ahuyentando
las tinieblas como a una bandada de pájaros. Y cuando apareció en todo su
esplendor le dijo:
"Alma del mundo, fuente de
vida,
Omnipotente luz del Eterno,
Entra en la cárcel donde,
afligida,
Sufre mi alma penas de infierno.
Tú que todo lo ves, ¿puedes
anunciarme
Si pronto vendrá el amado a
libertarme?"
-Dulce
Sudolisu -contestó el sol, seca esas lágrimas que ruedan como perlas por tus
tristes y hermosas mejillas. Apacigua tu inquieto corazón, que el Príncipe, tu
amado, viene a rescatarte. Ha recibido el anillo mágico del Mundo Inferior y se
han reunido muchos ejércitos de esas regiones para seguirle. En este momento se
dirige al palacio de Kostey con intención de castigarlo. Pero no lograría sus
propósitos y Kostey obtendría la victoria si tu príncipe no utilizase los
medios de que ahora voy a proveerle. Adiós. Se valiente, tu amado vendrá en tu
ayuda y te librará de los hechizos de Kostey: una vida de felicidad os espera.
El
sol subió entonces a una tierra distante, donde el Príncipe Junak, montado en
su brioso corcel y luciendo su armadura de oro, reunía a sus huestes para
combatir contra el gigante. Tres veces había soñado con la hermosa princesa
cautiva en su Palacio del Sueño, porque la fama de su hermosura había llegado a
su noticia y la amaba sin haberla visto.
-Deja
aquí tu ejército -dijo el sol,- sería inútil pelear contra Kostey, que está a
prueba de todas las armas. Sólo matándolo podrás rescatar a la princesa, y sólo
hay una persona que puede decirte cómo hacerlo: la hechicera Yaga. Te diré
dónde hallarás el caballo que te conduzca hasta ella. Sigue el camino que va
hacia el Este y anda hasta que llegues a una planicie; en medio de esta
planicie hay tres robles y en el centro de estos, a ras de tierra hay una
puerta de hierro con una anilla de cobre. Detrás de la puerta está el caballo y
a su lado hallarás una maza invisible; ambas cosas son necesarios para lo que
has de hacer. Ya sabrás luego lo demás. Adiós.
El
consejo dejó al Príncipe tan admirado, que apenas sabía lo que hacer. Después
de reflexionar, se santiguó, se sacó del dedo el anillo mágico y lo arrojó al
mar. Inmediatamente se disipó el ejército como el humo y cuando ya no quedaba
ni rastro de él, emprendió el camino hacia el Este. Después de caminar ocho
días llegó a una planicie cubierta de hierba en cuyo centro se levantaban tres
robles, y en el centro de éstos, a ras de tierra había una puerta de hierro con
una anilla de cobre. Abrió la puerta y bajó por una escalerilla que conducía a
otra puerta de hierro, la cual abrió con un puntal de sesenta libras de peso.
En aquel momento oyó el relincho de un caballo, seguido de un ruido de otras
once puertas de hierro que se abrían. Allí estaba el caballo que hacía siglos
había sido encantado por un hechicero. El Príncipe silbó e inmediatamente, el
caballo acudió rompiendo las doce cadenas de hierro que lo sujetaban al
pesebre. Era un hermoso animal, fuerte, ligero, lleno de fogosidad y de gracia;
sus ojos brillaban como relámpagos y por sus narices lanzaba chorros de fuego;
su crin parecía una nube de oro. Era un caballo maravilloso.
-Príncipe
Junak -dijo el corcel, hace siglos que esperaba un jinete como tú. Heme aquí
dispuesto a llevarte y a servirte fielmente. Súbete a mis lomos y empuña la
maza que pende del arzón de la silla. No hace falta que la manejes tú mismo,
dale tus órdenes y ella irá a cumplirlas y peleará por ti. ¡Y ahora partamos y
que Dios nos acompañe! Dime adónde quieres ir y estarás allí al momento.
En
cuatro palabras, el Príncipe contó su historia al caballo, empuñó la maza y
emprendió veloz carrera. El animal cabrioló, galopó, voló y hendió los aires a
más altura que los más altos bosques, pero manteniéndose siempre por debajo de
las nubes; cruzó montañas, ríos y precipicios; apenas tocaba las puntas de las
hierbas al pasar sobre ellas y corría tan ligeramente por los caminos, que no
levantaba ni un átomo de polvo.
Hacia
la caída del sol, Junak se hallaba ante un bosque inmenso, en mitad del cual se
alzaba la casita de Yaga, rodeada de robles y de pinos centenarios que no
conocían el hacha del leñador. Los enormes árboles, dorados por los rayos del
sol, parecían erguir sus copas, mirando con sorpresa a sus extraños visitantes.
Reinaba un silencio absoluto. Ni un pájaro cantaba en las ramas, ni un insecto
zumbaba en el aire, ni un gusano se arrastraba por la tierra. El único ruido
era el del caballo abriéndose paso entre el follaje. Por fin llegaron ante una
casita sostenida por una pata de gallo sobre la que giraba como un torno.
El
Príncipe Junak gritó:
"Da la vuelta, casita, da la
vuelta,
Gira, que quiero entrar;
Vuélvete de espalda al espeso
bosque
Y ábreme la puerta de par en
par"
La
casita giró, y al entrar, el Príncipe vio a la vieja Yaga, que lo recibió
exclamando:
-¡Hola,
Príncipe Junak! ¿Cómo has llegado hasta aquí, donde nunca entra nadie?
-¡No
seas necia, bruja! ¿Por qué has de aburrirme a preguntas antes de obsequiarme?
-replicó el Príncipe.
Al
oír esto, la vieja Yaga dio un brinco y se apresuró a llenar de atenciones a su
huésped. Le preparó una cena espléndida y un lecho blando para que durmiese
bien y luego salió ella de casa y pasó la noche afuera. Al día siguiente, el
Príncipe le contó sus aventuras y le expuso sus planes.
-Príncipe
Junak -dijo ella,- has acometido una empresa dificilísima, pero tu valor hará
que la termines con éxito. Te diré cómo has de dar muerte a Kostey, pues sin
esto nada puedes hacer. En medio del Océano está la Isla de la Vida Eterna. En la
isla crece un roble y al pie de éste, escondida bajo tierra, hay un arca
forrada de hierro. En el arca está encerrada una liebre y bajo ella hay una oca
que tiene un huevo. Dentro del huevo está la vida de Kostey. Cuando se rompa
morirá el gigante. Adiós, Príncipe Junak, anda y no pierdas tiempo. Tu caballo
te llevará a la isla.
Junak
montó su caballo, le dijo unas palabras al oído y el noble animal se lanzó al
espacio, veloz como una flecha. Pronto dejaron lejos el inmenso bosque con sus
gigantescos árboles y llegaron a la orilla del mar. Unas redes estaban tendidas
en la arena y un pez grande, que se debatía y forcejaba por librarse de una de
ellas, habló al Príncipe con voz humana:
-Príncipe
Junak -le dijo apenado, líbrame de estas redes y te aseguro que no te dolerá el
favor que me hagas.
Junak
accedió al ruego, y dejó el pez en el agua. El animal nadó y desapareció de la
vista, pero el Príncipe pronto olvidó el incidente, preocupado con sus propios pensamientos.
Lejos muy lejos se veían los peñascos de la Isla de la Vida Eterna ; pero no daba en la manera de llegar
hasta allí. Apoyado en su maza, no hacía más que pensar y pensar y cada vez
estaba más triste.
-¿Qué
te pasa, Príncipe Junak? ¿Te ha ofendido alguien? -le preguntó el caballo.
-¿Cómo
quieres que no esté triste, si tengo la isla a la vista y no puedo pasar de
aquí? ¿Cómo vamos a cruzar el mar?
-Súbete
a mis lomos, príncipe, y te serviré de puente. El caso es que te agarres bien.
El
príncipe se agarró fuertemente a su cabalgadura y el caballo saltó al mar. Al
principio se hundió bajo las olas, pero no tardó en salir a la superficie
nadando con suma facilidad. El sol llegaba a Poniente cuando el Príncipe
desmontó en la Isla
de la Vida Eterna.
Lo primero que hizo fue quitar al caballo los arreos para que paciese
cómodamente en la verde hierba, y en seguida se dirigió corriendo a la cima de
una distante colina, donde podía ver desde la playa un grandioso roble. Se
dirigió al árbol sin rodeos, lo cogió con ambas manos, lo sacudió con toda su
alma y después de hacer los más violentos esfuerzos, lo arrancó de cuajo, de
donde había estado arraigado durante siglos. El árbol se derribó gimiendo y en
el lugar donde había echado las raíces apareció un hoyo en cuyo fondo se veía
un arca forrado de hierro. El príncipe la sacó, rompió la cerradura con una
piedra, la abrió y apresó la liebre que trataba de escaparse. La oca que estaba
debajo emprendió el vuelo hacia el mar. El príncipe le disparó una flecha, la hirió,
el ave dejó caer el huevo el mar, y huevo y ave desaparecie-ron tragados por
las olas. Junak lanzó un grito de desesperación y corrió hacia la orilla. El
Príncipe nada pudo ver, pero al cabo de unos minutos, notó una agitación del
agua y vio que a él se dirigía nadando en la superficie, el pez al que había
salvado. El animal llegó hasta la arena, y depositó o los pies del Príncipe el
huevo perdido diciendo:
-Ya
ves, Príncipe, que no he olvidado tu bondad, y ahora aprovecho la oportunidad
de pagarte el favor que me has hecho.
Y
dicho esto, desapareció en el fondo del mar. El Príncipe cogió el huevo, montó
a caballo, y luego de cruzar el mar con el corazón lleno de esperanza, se
dirigió a la isla donde la
Princesa Sudolisu velaba el sueño de sus súbditos en su
Palacio Encantado. Estaba el palacio cercado de un muro y guardado por el
Dragón de Doce Cabezas. Éstas dormían por turno, seis cada vez, de modo que era
imposible hallarlo desprevenido ni matarlo, porque sólo podía morir por sus
propios golpes.
Al
llegar a las puertas del palacio, Junak mandó a su maza que se adelantase para
abrirle camino, y en efecto, la maza se arrojó sobre el Dragón y empezó a
machacarle las cabezas sin contemplaciones. Tan formidables eran los golpes que
descargaba, que en un momento quedó el Dragón hecho pedazos. Aun vivía y se
retorcía y agitaba el aire con sus garras y abría sus doce fauces de las que
salían otras tantas lenguas como lanzas de fuego; pero no podía coger nunca la
maza, y por fin, atormentado y lleno de rabia se clavó él mismo sus afiladas
zarpas y murió.
El
Príncipe, entonces, atravesó las puertas del palacio y después de dejar su fiel
caballo en el establo, se dirigió, armado con su maza, a la torre donde la
princesa estaba encerrada. Al verlo ella, exclamó:
-Príncipe,
he tenido el placer de ver tu victoria sobre el Dragón. Aun hay que vencer a un
enemigo más temible, a mi carcelero, el cruel Kostey. Guárdate de él, pues si
te matase, me arrojaría por la ventana a lo hondo del precipicio.
-Tranquilízate,
princesa, porque en este huevo está la vida de Kostey.
Luego,
volviéndose a la maza invisible, le ordenó:
-Adelante,
maza invisible; descarga los golpes más formidables y libra a la tierra de ese
malvado gigante.
La
maza empezó por derribar las puertas de hierro y se lanzó contra Kostey. En un
momento, se vio el gigante tan magullado a mazazos, que le saltaron los dientes
como peñascos, los ojos se le encendían como relámpagos, y cayó rodando como un
tronco. Si hubiera sido un hombre cualquiera, hubiese muerto a consecuencia de
tan malos tratos. Pero aquel aborto de magia, no era un hombre. Logró
levantarse y miró a todos lados en busca de quien así lo atormentaba. Los
golpes de maza seguían lloviendo sobre él y producían tal efecto, que los
bramidos del gigante se oían en todo la isla. Al acercarse a la ventana vio al
Príncipe Junak y gritó:
-¡Ah,
malvado! ¿Eres tú quien me apalea de este modo?
Y
trató de lanzar sobre él su aliento ponzoñoso. Pero el Príncipe aplastó el
huevo entre sus manos. La clara y la yema se juntaron y cayeron al suelo, y
Kostey murió.
Al
exhalar el hechicero su último suspiro, se desvaneció el encanto y todos los
isleños despertaron de su sueño. El ejército, puesto en pie, se dirigió al
palacio al son de tambores, y todo el mundo volvió a su sitio de costumbre. En
cuanto la Princesa
Sudolisu se vio libre de su cautiverio, tendió su blanca mano
a su salvador y dándole las gracias con las frases más conmovedoras, lo condujo
al trono y lo sentó a su lado. Las doce damas de honor, que habían elegido
previamente a otros tantos jóvenes guerreros, se colocaron con sus prometidos
en torno a la princesa. Entonces se abrieron las puertas de par en par y
entraron los sacerdotes revestidos de ceremonia, precedidos de una bandeja de
oro con anillos nupciales. Se procedió inmediatamente a la ceremonia y las
parejas quedaron unidas en nombro de Dios.
Se
celebró la boda con banquetes, música y danzas, como es costumbre en semejantes
ocasiones, y todos experimentaron la más grande alegría. También nosotros nos
alegramos al pensar que todos vivirán felices y contentos después de tanto
sufrir.
062 anonimo (rusia)
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