El
califa, el pastor y la felicidad
Anónimo
(españa)
Cuento
Un día el
califa de Bagdad salió a cazar con su séquito y quiso la mala fortuna que su
caballo se desbocase y echara a correr sin que lo pudiera controlar. Corría el
caballo tanto y tan asustado que pronto perdieron de vista a los que les
seguían. De repente, se encontraron frente a un precipicio y ya se iba a
despeñar el caballo con su jinete cuando un pobre pastor que estaba por allí
con sus cabras le salió al paso y consiguió detenerlo justo al borde del
abismo.
El
califa, al ver el riesgo que había corrido el pastor por salvarle la vida, le
ofreció la felicidad como recompensa por su acción; y juró por su barba que
para ello le daría todo cuanto le pidiese.
Al día
siguiente se presentó el pastor en la corte del califa y fue admitido al
momento. El pastor se llamaba Ben Adab y tenía un rebaño de cincuenta cabras.
Le hizo saber al califa que le gustaría tener un rebaño de cien cabras, para lo
que necesitaba otras cincuenta. Y le dijo el califa:
‑Veo que
te contentas con poco, así que, además de esas cincuenta cabras, tendrás
también una pequeña casa y unos prados propios para que paste tu ganado.
El pastor
salió tan contento de la entrevista con el califa, pensando que aquello sí que
era la felicidad, porque el califa le había dado más de lo que él le había
pedido al darse cuenta de que también necesitaría una casa y pastos. Total, que
se instaló en su casa y empezó a relacionarse con sus vecinos. Y un día vino a
verle un vecino de importancia, que le contó que tenía una buena casa,
doscientas cabras y unos prados bien grandes para alimentarlas.
Aquella
noche el pastor no pudo dormir pensando en las doscientas cabras de su vecino y
diciéndose para sus adentros: «¡Qué bruto fui! ¿Cómo no se me ocurriría pedirle
al califa doscientas cabras? Ahora sería yo tan importante como mi vecino».
Y así
estuvo piensa que te pensarás hasta que se quedó dormido de agotamiento.
A la
mañana siguiente, el pastor se presentó cabizbajo en el palacio del califa,
pidió verle y el califa le recibió en seguida.
Entonces
le contó sus pensamientos de aquella noche y el califa se rió a gusto del
pastor y luego le dijo que había prometido por su barba darle cuanto le pidiese
y que, por tanto, le otorgaba otras cien cabras y así tendría las mismas
doscientas que su vecino.
El pastor
se volvió tan feliz a su casa. Pero, a medida que se acercaba a ella, empezó a
pensar: «O sea que si le hubiese pedido doscientas o trescientas cabras,
también me las habría concedido. ¡Pero mira que soy tonto! Ahora tengo sólo
doscientas cabras».
Estuvo
unos días rumiando estos pensamientos y, por fin, se animó a volver a donde el
califa y le dijo que tampoco ahora era feliz y que necesitaba más cabras y unos
prados más grandes para alimentarlas. El califa, como había jurado por su
barba, le dio todo lo que pedía y Ben Adab se volvió a su casa diciendo:
‑¡Esto sí
que es la felicidad!
Poco le
duró, porque pronto dejó de bastarle al pastor lo que tenía y empezó a pensar y
a pensar sobre su situación y decidió que ya no quería vivir más en el campo
sino en la corte. Se
instaló, pues, en la corte con el consentimiento y la ayuda del califa y, de
esta manera, lo que primero fue una casa acabó siendo un palacio, lo que eran
unas mulas acabaron siendo una colección de caballos de pura raza, y lo que
eran las charlas con sus vecinos se convirtieron en galas y fiestas donde nunca
se terminaban la comida ni la
bebida. Al califa cada vez le divertían menos las constantes
peticiones del pastor, pero había jurado por su barba y siguió concediéndole lo
que le pedía.
Ni con
eso se dio el ambicioso Ben Adab por satisfecho, y un día, una vez más, se
dirigió a palacio a hablar con el califa.
‑Señor ‑le
dijo‑, tú me ofreciste ser feliz y juraste por tu barba darme todo cuanto
pidiese.
‑Es
verdad ‑respondió el califa‑, y si hasta ahora no has logrado ser feliz no
habrá sido por mi culpa.
‑Pues, en
ese caso ‑dijo Ben Adab‑, lo que necesito para ser feliz es ser califa y que me
prestéis por un tiempo el califato.
Al oír
estas palabras, el califa mandó llamar al barbero real y allí mismo se hizo
afeitar la barba.
Entonces se dirigió al pastor y le dijo:
‑Ahora ya
no tengo que cumplir lo que juré por mi barba y tú no tienes por qué dejar de
ser lo que eras.
Y mandó a
los criados que le despojasen de todo lo que poseía y lo devolvieran al lugar
donde lo encontró por primera vez, y allí sigue, tan pobre como lo encontrara
el califa y con sus cincuenta cabras.
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