Bellaflor
Anónimo
(españa)
Cuento
Un padre
tenía dos hijos. El mayor se hizo soldado, se embarcó y estuvo en América
durante muchos años. Cuando se cansó de ser soldado, se embarcó de nuevo para
España y se presentó en su casa. Al llegar, descubrió que su padre había muerto
y que su otro hermano era el que ahora se ocupaba de la casa y las tierras y se
había hecho muy rico. Se presentó al hermano, que no le reconocía, y le dijo:
‑¿Es que
no me conoces?
El
hermano le contestó de malos modos:
‑Ni te
conozco ni gana que tengo.
Entonces
el mayor le contó quién era y de dónde venía y el otro le dijo entonces:
‑Pues
vete al granero, que allí hay un arcón que es todo lo que nuestro padre te ha
dejado y, sin más, se dio media vuelta y regresó a sus quehaceres.
El
hermano mayor se fue al granero y, en efecto, halló un arcón muy viejo. Y se
dijo:
‑¿Para
qué quiero yo este arcón tan viejo? ‑y como hacía frío, decidió convertirlo en
leña para calentarse. Así que se lo echó al hombro, fue al lugar donde se
hospedaba y empezó a hacerlo pedazos con un hacha. Pero hete aquí que, estando
en esta faena, saltó un cajón secreto que tenía el arcón y el hombre vio que
era el recibo de una fuerte suma de dinero que se le adeudaba a su padre. De
inmediato se fue a cobrarla, le dieron el dinero y se encontró con que era
rico.
Algunos
días después, iba el hombre por la calle y encontró a una mujer que lloraba
amargamente. Compadecido, le preguntó por qué lloraba y ella le explicó que su
marido estaba muy enfermo, que no tenía dinero para curarle y que un acreedor
se lo iba a llevar a la cárcel por no poder pagar lo que debía.
El
hombre, al ver aquello, le dijo:
‑Pues no
se apure usted, que yo me hago cargo de la deuda y también de la curación de su
marido; y si después de todo se muere, pues también me hago cargo del entierro.
Y así lo
hizo. Sólo que cuando terminó de pagar todo, incluido el entierro, vio que ya
no le quedaba ni un céntimo.
Y pensó:
«Ahora tengo que ver cómo puedo ganarme la vida».
Así que
se fue a servir al rey en su palacio, que si antes había sido soldado, bien
podía ahora ser criado. Y entró de mozo de palacio; y se comportaba tan bien y
con tanta diligencia y discreción que se ganó la confianza del rey y fue
ascendiendo hasta que el rey le hizo gentil-hombre.
‑¿Pero es
que vamos a estar deteniéndonos todo el rato? Mira que tengo el tiempo contado
para volver con la princesa a palacio.
Y dijo el
penco:
‑Tú
échalo al agua, que nunca se debe perder la ocasión de hacer el bien.
Y así
continuaron hasta un bosque umbrío y espeso donde el penco se internó sin
vacilar; y a poco, dieron con una hermosa casa donde estaba Bellaflor
ocupándose de dar de comer a los animales de granja que tenía por allí.
Entonces dijo el penco:
‑Ahora yo
empezaré a dar saltos y corvetas y eso le gustará tanto a Bellaflor que querrá
montarme. Cuando me monte, yo me pondré a dar coces y relinchos y ella se
asustará; entonces apareces tú y le dices que tu caballo sólo está acostumbrado
a que lo monte su amo y que sólo así se amansará; y cuando ella consienta que
montes, te subes tú también sobre mí y yo echaré a correr y no pararé hasta
llegar al palacio del rey.
Así
sucedió y Bellaflor comprendió que la llevaban robada; entonces dejó caer de su
delantal al suelo el maíz que estaba dando a sus aves de corral y le dijo al
joven que parasen para recogerlo.
Y le
contestó él:
‑Pierde
cuidado, que allí donde vamos sobran maíces.
Más
adelante, al pasar bajo un árbol, tiró al aire su pañuelo, que se quedó trabado
en las ramas más altas y le dijo al joven que se apease un momento para
recogerlo.
Y le
contestó él:
‑Pierde
cuidado, que allí donde vamos sobran pañuelos.
Más
adelante llegaron a un río y ella dejó caer en él una sortija y le pidió al
joven que se echara al agua para cogérsela.
Y le
contestó él:
‑Pierde
cuidado, que allí donde vamos sobran sortijas.
Por fin
avistaron el palacio del rey justo cuando se cumplía el plazo que éste había
dado al hermano mayor para volver con Bellaflor; y el rey se puso muy contento
y decidió celebrar una gran fiesta de bienvenida.
Pero
Bellaflor, en cuanto pisó el palacio, corrió a la alcoba que le habían
destinado y se encerró allí sin querer ver a nadie, ni siquiera al rey, que le
suplicaba que abriera la
puerta. Sólo dijo que no abriría la puerta hasta que le
trajesen las tres cosas que había perdido por el camino.
El rey
llamó inmediatamente al hermano mayor y le dijo que fuera a buscar las tres
cosas y que si volvía sin alguna de ellas, mandaría que le cortasen el cuello.
Muy
afligido, el mayor se fue a ver al caballo blanco, que estaba más flaco y viejo
después del viaje, y le contó lo que le ocurría; y le dijo el penco:
‑No te
preocupes, monta en mí y vamos a buscarlas.
Echaron
camino adelante y llegaron al hormiguero de la otra vez. Y dijo el penco:
‑¿Quieres
tener el maíz?
Y dijo
él:
‑¿No he
de quererlo, si por él vengo?
‑Pues
llama a las hormigas ‑dijo el penco‑ y diles que te lo traigan.
Y así fue
como las hormigas, agradecidas, le trajeron el maíz, que él guardó en una
bolsa.
Luego
llegaron al árbol en cuyas ramas altas había quedado trabado el pañuelo. Y dijo
el penco:
‑¿Quieres
llegar al pañuelo?
Y dijo
él:
‑¿No he
de querer, si por él vengo?
‑Pues
llama al águila que liberaste de las redes del cazador ‑dijo el penco‑ y pídele
que te lo traiga.
Así
sucedió y siguieron camino. Por fin llegaron al río donde Bellaflor dejó caer su sortija y esta vez sí que se quedó
desolado el hombre, que dijo:
‑¿Cómo
podría sacar la sortija del fondo con esa corriente tan fuerte, si ni siquiera
recuerdo dónde la perdió?
‑Pues
llama al pez que salvaste de morir ‑dijo el penco‑ y pídele que te la saque del
fondo del río.
Y el
pececillo, al oír lo que el hombre quería, se zambulló al fondo y volvió a
aparecer con la sortija en la boca.
Volvió,
pues, el hermano mayor al palacio lleno de alegría por el resultado de sus
buenas acciones con las tres cosas que Bellaflor había pedido. Se las llevaron
y entonces ella dijo que no saldría de su habitación mientras no friesen en
aceite al atrevido que la había robado de su casa en el bosque. El rey, al
conocer el deseo de ella, le prometió que se haría así y mandó preparar la
lumbre y la caldera de aceite.
El
hombre, muy afligido, fue a ver al caballo para despedirse de él y le contó lo
que el rey había ordenado. Y le dijo el penco:
‑No te
preocupes. Monta sobre mí y correré mucho hasta que esté cubierto de sudor;
cuando esto suceda, unta tu cuerpo con mi sudor y échate confiado en la
caldera, que no te pasará nada.
Así lo
hizo y, ante el asombro de todos, salió de la caldera tal y como había entrado
en ella. Y al verlo tan arrogante, que se diría que el aceite le había
embellecido, Bellaflor se enamoró de él.
Entonces
el rey, que era viejo y feo, al ver lo que le había sucedido al mayor, pensó
que a él le sucedería otro tanto y, sin pensárselo más, se echó a la caldera,
donde murió abrasado. Y como el rey no tenía descendencia, sus súbditos
nombraron rey al hermano mayor, que se casó con la princesa.
Pero
antes de celebrarse la boda el hermano mayor desterró a su hermano fuera de los
límites del reino con una modesta bolsa de dinero y la orden de que no volviera
más. Y luego se fue a ver al viejo penco para darle las gracias por la ayuda
que le había prestado; y éste le dijo entonces:
‑No me
agradezcas nada, pues has de saber que yo soy el alma de aquel desgraciado en
quien te gastaste lo que tenías por salvarle y a quien luego enterraste; y al
verte tan apurado, pedí a Dios permiso para acudir en tu ayuda y devolverte tus
beneficios.
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