Mong-Yang-Ü
era el único sabio de la aldea. Dominaba las enseñanzas de los
grandes maestros, pero, como vivía solo, se convirtió en egoísta y
avaro. Un día salió de paseo. Se sentó a la orilla de un río y
vio pasar a un hombre que iba recitando de memoria a los clásicos.
-¿Cómo
es posible? -se dijo Mong-Yang-Ü. Yo, perdido en esta aldea, sin
poder hablar con nadie, y ahora descubro que aquí hay un alma gemela
a la mía.
Pero
el hombre le rehuyó.
¿Yo.
recitar a los grandes maestros? -preguntó, extrañado. Debes estar
soñando. Apenas si sé leer.
-No
puedo creerlo -replicó Mong-Yang-Ü. Lo acabo de oír con mis
propios oídos.
Sin
embargo, el hombre lo negó con tal decisión que Mong-Yang-Ü no
quiso parecer maleducado y dijo:
-Está
bien. Eres inculto como un campesino. Pero dime al menos, cómo te
llamas.
-Chen
-respondió el desconocido y desapareció entre la floresta.
Mong-Yang-Ü
no volvió a verle. Le buscó por todos los rincones de la aldea,
pero sus esfuerzos resultaron inútiles. Por fin, una noche, cuando
caminaba por un callejón, escuchó una música muy dulce.
Mong-Yang-Ü, asombrado, se dijo:
«Es
la misma que compuso el emperador Yao para pasear bajo las adelfas.
¡Esa música sólo puede tocarla el señor Chen!»
Llamó
a la puerta, pero nadie le respondió. La música cesó y todas las
ventanas de la casa se apagaron.
-No
pierdas el tiempo -le dijo una vieja pastora que regresaba con sus
ovejas. Esa casa está vacía. Lleva así varios años.
-Pero
yo he oído música y he visto luces dentro de ella -replicó
Mong-Yang-Ü.
A
mí también me ocurre a veces -volvió a decir la pastora. Los que
nos pasamos todo el día solos creemos encontrar almas gemelas en
cada sombra.
Pero
Mong-Yang-Ü estaba seguro de que el señor Chen existía. Se
acurrucó en la puerta de la casa y no se movió de allí en dos
días. Al tercero apareció el señor Chen.
-Entra
-dijo.
Me ha asombrado tu terquedad. Se nota que eres hombre de letras.
-Compréndelo
-replicó Mong-Yang-Ü. Es muy difícil encontrar en estos lugares
alguien con quien conversar.
-Yo
sólo canto poemas del emperador Yao.
Entonces
Mong-Yang-Ü recordó que los seguidores del virtuoso emperador
poseían la llave de las riquezas. Ellos eran tan sabios que sólo la
plata y el oro podían recompensar cada uno de sus actos. Por eso
eran tan raros como un cisne rosado.
-Perdóname
que no haya traído nada para festejarte -dijo Mong-Yang-Ü. No
estaba seguro de que fueras a abrir la puerta.
-No
te preocupes -respondió el señor Chen. Yo no bebo. El alcohol se me
sube en seguida a la cabeza.
-Pero
yo sí.
El
señor Chen meditó durante unos segundos. Después se metió en un
cuarto y sacó una botellita de jade rojo.
-Bebe
-dijo con una sonrisa. Yo soy el que debe pedirte disculpas. Eres mi
huésped y ni siquiera te he dado una toalla perfumada para que te
refresques la cara.
-Si
no bebes tú conmigo -respondió Mong-Yang-Ü, el vino me sabrá
amargo.
El
señor Chen celebró la esmerada educación de su nuevo amigo. Pero
Mong-Yang-Ü sólo pensaba en el oro. Mientras bebía, se decía:
«Tengo que descubrir cómo obtienen sus riquezas los seguidores del
emperador Yao. Cuando esté borracho, el señor Chen me lo dirá.»
Pero
el señor Chen bebía como un campesino y no parecía afectarle.
Entonces Mong-Yang-Ü descubrió que sus vasos eran de distinto
color. Los cambió y, en efecto, el señor Chen empezó a ponerse muy
contento.
-Te
diré un secreto, amigo mío -dijo, medio borracho: Esta botella es
muy especial. Nunca se acaba. Cuanto más se bebe de ella, más llena
parece.
-Es
asombroso -contestó Mong-Yang-Ü. Pero eso puede hacerlo también un
buen prestidigitador. Si, en verdad, eres un servidor del emperador
Yao, tus poderes tienen que ser mayores.
-Así
es -replicó el señor Chen. Poseo una piedra que puede transformarlo
todo en oro.
-Eso
es algo que no puedo creer -dijo Mong-Yang-Ü. Ofendido, el señor
Chen abrió un armario y sacó una piedra negra. Era tan brillante
que hacía tanto daño a los ojos como el sol.
-Esta
piedra -explicó el señor Chen- es el reflejo de la belleza de
nuestro corazón. De esta forma, no resulta tan increíble que pueda
transformar en oro todo cuanto toque.
El
señor Chen dijo unas palabras extrañas y tocó con ella la botella
de jade. Al punto se convirtió en oro.
-¡Qué
pena! -exclamó Mong-Yang-Ü. Has estropeado nuestro vino.
-¿Qué
importa? Tenemos más. Voy a por otra botella.
El
señor Chen estaba tan borracho que no pudo levantarse de la mesa y
cayó dormido sobre ella. Mong-Yang-Ü cogió la piedra y se marchó
a su casa.
«¡Con
esto -iba diciéndose por el camino- seré el hombre más rico del
mundo! Lo transformaré todo en oro y la gente me nombrará
emperador.»
Pero
al tocar una planta que había en la puerta de su casa fue su mano la
que se convirtió en oro.
«¡Qué
cosa más rara! ¿Estaré soñando? -se preguntó. Lo más seguro es
que se me haya subido el vino a la cabeza. Ahora lo único que debo
hacer es descansar.»
Pero
a la mañana siguiente comprobó que, en efecto, su mano era de oro.
«Si
salgo así a la calle -se dijo, aterrado- me la cortarán.»
Entonces
fue y la metió en barro. Parecía la mano de un alfarero. En esto se
presentó el señor Chen. Tenía un aspecto terrible y daba la
impresión de haber envejecido treinta años.
-Sé
que tienes la piedra -dijo sin rodeos- y he venido a que me la
devuelvas.
-¿Yo?
-contestó Mong-Yang-Ü, indignado. Jamás me había llamado nadie
ladrón. ¿Para qué serviría la sabiduría, si no fuera un hombre
de bien?
-Conmigo
no tienes que fingir -prosiguió el señor Chen. Puedes convertir en
oro todo lo que quieras, pero devuélveme la piedra.
-¿Para
qué? Tú con los cantos del emperador Yao tienes ya bastante.
-Esta
misma noche va a venir a pedirme cuentas. Si no le enseño mi piedra,
dejaré de ser inmortal.
Pero
Mong-Yang-Ü no se dejó convencer. Negó con tanta insistencia, que
el señor Chen tuvo que marcharse con las manos vacías.
«Sólo
un loco puede devolver un tesoro así», se dijo, cuando se hubo ido.
En
seguida sacó la piedra negra y comenzó a tocar con ella todos los
muebles de la casa. Pero ninguno se convirtió en oro. Fue su cuerpo
el que, por el contrario, se volvió de ese metal. Antes de que
pudiera darse cuenta, todo él era una estatua dorada.
-¡Es
asombroso! -exclamó, al mirarse en un espejo. Si la codicia humana
no fuera tan peligrosa, saldría a la calle así.
Pero
Mong-Yang-Ü sabía que le fundirían si abandonaba la casa. Así que
fue y, como había hecho ya con su mano, se bañó en arcilla. La
gente comenzó a llamarle el hombre de piedra. Pero le toleraban
porque era muy rico: todo lo pagaba en oro.
-Si
supieran estos desdichados que el oro que les entrego son mis
cabellos, se morirían del susto -se decía Mong-Yang-Ü, divertido.
Tiene sus ventajas estar hecho de oro.
Sin
embargo, todas las noches soñaba con el señor Chen. Le veía triste
y tan viejo como el más arrugado árbol del bosque. Siempre le decía
lo mismo:
-Devuélveme
mi piedra, porque sin su brillo soy sólo el recuerdo de lo que fui.
A
lo que Mong-Yang-Ü respondía:
-Yo
no puedo dar nada. Si lo hiciera, dejaría de ser rico.
Un
día llegó a su antigua aldea. Estaba cansado del camino y se sentó
a la orilla del río. Entonces oyó el llanto de una niña. Era
pequeña y dulce como el fruto del ciruelo.
-¿Qué
te pasa? -le preguntó Mong-Yang-Ü. ¿Por qué estás tan triste?
-Mi
padre debe mucho dinero y como no puede devolverlo se lo llevan como
esclavo -respondió la niña.
A
Mong-Yang-Ü le dio mucha pena. Se metió en el agua y se lavó la
arcilla. El oro de su cuerpo reflejó el calor del sol.
-¿Ves?
Yo soy de oro. Véndeme y paga las deudas de tu padre.
Y
así lo hizo la niña.
Cuando
estaba fundiéndose en el crisol, Mong-Yang-Ü vio al señor Chen.
Parecía muy joven y lucía la mejor de sus sonrisas.
-Veo
que te sienta bien mi desgracia -dijo Mong-Yang-Ü.
-¿Por
qué dices eso? -replicó el señor Chen. Gracias a tu genero-sidad
he recobrado el antiguo brillo de mi corazón.
Mong-Yang-Ü
quiso devolverle la piedra negra, pero no pudo. Los orfebres habían
hecho de sus manos un collar para la emperatriz.
-No
importa -volvió a decir el señor Chen. Tengo otra. Y los dos
sonrieron, porque, en efecto, sus almas eran gemelas.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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