Había
un pueblo en el que vivía una mujer con su marido, que era cazador.
Éste tenía tres perros muy feroces; pero no se los llevaba nunca a
cazar, sino que los dejaba atados en casa.
También
dejaba siempre una olla en el fuego, y decía a su mujer: «Esta olla
me la regaló mi abuelo y siempre tiene que estar puesta al fuego. El
agua siempre tiene que hervir. Si alguna vez observas que se
transforma en sangre, significa que estoy en grave peligro: entonces
debes soltar a los perros para que acudan en mi ayuda». La mujer
prometía que cumpliría sus deseos y el hombre marchaba a la caza
dejando a los perros atados.
Y
sucedió que un día el agua de la olla empezó a transformarse en
sangre. La mujer se apercibió de ello; pero en vez de soltar a los
perros los ató con cadenas. La sangre empezaba a derramarse de la
olla y los perros ladraban furiosos e intentaban soltarse con todas
sus fuerzas.
Por
fin uno de los perros consiguió romper la cadena. Y acudió raudo,
siguiendo la pista de su amo, hasta la entrada de una cueva que
estaba habitada por gigantes. Parece ser que allí el hombre había
disparado a una de las ovejas que los gigantes cuidaban, y éstos le
habían dado muerte. El perro, rabioso, se enfrentó a los gigantes y
consiguió matarles.
La
mujer, mientras tanto, se había dado cuenta de su error. Soltó a
los otros perros y les fue siguiendo. Al llegar a la entrada de la
cueva recogió el cadáver de su esposo para llevárselo a casa. Y en
aquel momento aparecieron unos monstruos que eran vecinos de los
gigantes.
Los
monstruos, al ver a sus amigos muertos, creyeron que era la mujer la
que los había matado. Se abalanzaron sobre ella y le dieron una
muerte horrible.
0.111.1 anonimo (guinea ecuatorial) - 050
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