En
vida habían sido grandes amigos. Uno se llamaba Sie y era alto y de
carácter afable. El otro, por el contrario, era bajito y jamás se
reía, aunque su corazón era más tierno que el vuelo de una
mariposa. Su nombre era Hwa. Cuantos les conocían se extrañaban de
que pudieran congeniar tan bien.
-¿Qué
hay de raro en ello? -preguntaba el señor Hwa. ¿No nos parecen tan
distintos la mañana y la noche y, sin embargo, los dos juntos forman
los días?
Y
el señor Sie reía, divertido, semejante ocurrencia de su amigo. Los
demás decían por lo bajo:
-Son
las leyes. A estos dos hombres les unen las leyes.
Y
es que tanto el señor Sie como el señor Hwa trabajaban de
alguaciles en el juzgado.
Sin
embargo, también allí eran completamente distintos. Mientras el
señor Sie escuchaba a los detenidos y les trataba con dulzura, el
señor Hwa se comportaba con ellos como lo haría un juez.
-Bastante
tienen con su delito -decía el señor Sie. ¿Para qué añadir
reproches a los remordimientos?
Por
su parte, el señor Hwa afirmaba:
-Toda
severidad es poca para los que olvidan los derechos de los demás.
Muchos
veían, pues, en ellos las dos caras de la ley. Un día llegó a
oídos del juez la noticia de que un hombre había matado a su madre.
«Terrible
situación -se dijo, preocupado. Ese crimen es tan horrendo que a la
vez exige compasión y castigo.»
-¿Por
qué no mandáis al señor Sie y al señor Hwa a detener al criminal?
-le aconsejó un escribano. Ellos juntos reúnen esas dos cualidades
que acabáis de mencionar.
El
juez aceptó la sugerencia.
Los
dos amigos partieron de la ciudad al caer la noche. El cielo
amenazaba tormenta, pero ellos no se dieron cuenta de ello. Sólo
estaban pendientes de la misión que se les había encomendado.
-No
seas demasiado blando con ese criminal -dijo el señor Hwa. Matar a
la propia madre es un crimen horrendo.
-Horrendo
o no -afirmó el señor Sie, ese asesino es un pobre desgraciado.
Y
discutieron como jamás lo habían hecho hasta entonces. Sin embargo,
la lluvia era tan fuerte que les hizo volver en sí mismos.
-Perdóname
-suplicó, arrepentido, el señor Hwa. Mi carácter es demasiado seco
y a veces no sé lo que digo.
-No
tienes por qué disculparte. También es mía la culpa. De todas
formas, sería conveniente que buscáramos un lugar donde
guare-cernos.
Y
se pusieron debajo de un árbol frondoso. Pero la lluvia arreció y
pronto estuvieron calados hasta los huesos.
-Este
árbol y nada es todo uno -dijo, por fin, el señor Hwa.
-Sí,
tienes razón. Quedarnos aquí es una tontería.
Y
volvieron a sacar sus cabalgaduras al camino. Así llegaron al puente
de Nan-Tai. Como la lluvia no amenguaba, se metieron debajo de él y
dejaron descansar a los caballos. Pero la impaciencia se apoderó de
los dos alguaciles.
Si
seguimos aquí, es posible que se nos escape el asesino -dijo,
pre-ocupado, el señor Hwa.
-Sería
la primera vez que no cumpliéramos con nuestras obligaciones -se
lamentó el señor Sie.
-No
te preocupes. Volveré a la ciudad y traeré dos paraguas. De esa
forma podremos continuar nuestro camino.
-¡De
ninguna manera! -protestó el señor Sie. Yo seré el que vuelva a la
ciudad. Tu salud nunca ha sido buena y no está bien que te expongas
a coger un catarro.
Pero
el señor Hwa no quería ni oír hablar de ello. Así que decidieron
echarlo a suertes y le tocó al señor Sie.
-Quédate
tranquilo. Estaré de vuelta antes de una hora.
-No
podré -respondió con pena el señor Hwa. Es imposible no estar
preocupado, cuando sé que te estás sacrificando por mí.
Y
se echó a llorar, porque amaba de verdad a su amigo.
-No
te preocupes. La suerte no es tan ciega como dicen.
Cuando
llegó a su casa, la mujer del señor Sie se alegró mucho. La lluvia
era tan fuerte que había temido por la suerte que pudiera correr.
-No
he hecho otra cosa que pensar en ti -dijo. Esta noche ni los lobos
salen de sus guaridas.
-Sólo
he venido a por un paraguas. Mi amigo Hwa me está esperando a mitad
de camino.
Pero
el señor Sie no pudo regresar. Le ardía todo el cuerpo. Su fiebre
era tan alta que no podía ni hablar. Dio tres pasos y cayó al suelo
desmayado. Mientras tanto, el río crecía sin parar bajo el puente
de Nan-Tai.
«Si
el agua sigue subiendo a este ritmo, me ahogaré -se dijo el señor
Hwa. Debería marcharme a otro sitio. Sería lo más prudente.»
Pero
en seguida pensó:
«No,
no. Es mejor que no lo haga. Si mi amigo Sie regresa, no podrá
encontrarme y le haré perder inútilmente el tiempo.»
Así
que se abrazó a los postes que sostenían el puente y esperó a que
el agua le llegara a la cabeza.
-Es
ridículo morir así. Pero le dije a mi amigo que no me movería de
aquí y tengo que cumplir mi palabra.
El
señor Hwa murió, pues, ahogado. Cuando, a la mañana siguiente, le
encontró el señor Sie, todavía estaba abrazado al poste. Tenía la
lengua fuera y los ojos sin cerrar. Entonces el señor Sie se puso a
llorar amargamente.
-¿Por
qué me dejaría vencer por la fiebre? -se lamentó, desesperado. No
soy digno de su amistad, puesto que he sido tan débil.
Pero
en seguida le vino a la mente la idea del suicidio y dejó de llorar.
-Lo
haré en memoria suya -dijo, y se arrojó al río.
Sin
embargo, el señor Sie era tan alto que apenas si le llegaba el agua
al pecho bajo el puente de Nan-Tai.
-¿Es
que ni siquiera el cielo quiere aceptar mi sacrificio? -se preguntó
con profundo pesar. No es extraño, puesto que no fui capaz de ayudar
a mi mejor amigo.
Entonces
se acordó del árbol frondoso bajo el que se habían cobijado la
noche anterior. Dirigió hacia él su cabalgadura y se ahorcó en sus
ramas. Cuando el Señor del Cielo se enteró de lo ocurrido, se quedó
asombrado.
-¡He
aquí a dos amigos de verdad! -comentó con sus cortesanos. La muerte
los hermana, puesto que tan preocupados estaban de la vida del otro.
Entonces
los llamó a su presencia y les nombró ángeles. Pero el señor Sie
y el señor Hwa no estaban satisfechos.
-¿Es
que preferís ser espíritus errantes? -les preguntó el Señor del
Cielo. Si es así, decídmelo en seguida.
-No
es eso -respondió por los dos el señor Hwa. Es que no tenemos
nombre y nadie se acordará de nosotros.
El
Señor del Cielo los miró con detenimiento. Vio que el señor Sie
era tan alto como el árbol en el que se había suicidado, y el señor
Hwa bajo como la profundidad de las aguas en las que había perecido.
Sonrió, satisfecho, y dijo:
-Seréis
los ángeles siete y ocho, porque tú eres muy alto y tú muy bajito.
Pero
los dos amigos continuaron tan tristes como antes.
-¿Es
que no os ha gustado mi decisión? -volvió a preguntarles el
Emperador Celeste.
-A
decir verdad -respondió el señor Sie, bajando la vista, nuestro
problema es que morimos por la amistad y no pudimos terminar el
trabajo que se nos había encomendado. Como bien sabéis, en vida
éramos alguaciles.
-Si
es por eso, no os preocupéis -dijo el Señor del Cielo, y les nombró
jueces de los crímenes que quedan ocultos.
Pronto
todos los hombres se enteraron de su existencia. Desde el principio
les tuvieron en gran estima, porque a la severidad unían la
compasión y la dulzura. Como la misma ley y la justicia.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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