En
Shan-Dung había un gran número de estudiantes. Entre ellos
destacaba, por su pobreza y pocas luces, uno de nombre In. Varias
veces se había presentado a los exámenes del reino, pero nunca
había logrado aprobar. Se pasaba la mayor parte del tiempo bebiendo
y recitando poemas que otros componían.
-Si
el emperador fuera más sensible -decía con mucha frecuencia,
incluiría la poesía dentro de sus exámenes, en vez de esa larga
serie de normas que nadie respeta.
Una
tarde, según su costumbre, se encontraba bebiendo cerveza en
compañía de unos amigos. Casi todos estaban borrachos y empezaron a
hablar de duendes y espíritus.
-Os
digo que es verdad -porfiaba uno de ellos. El palacio del señor
Hwang está embrujado. Toda la ciudad lo sabe.
El
palacio del señor Hwang era un ruinoso caserón que se encontraba a
las afueras. Durante años había sido la residencia de un próspero
comerciante. Después, sin saber nadie por qué, la abandonó y se
marchó a vivir a otra parte.
-Habladurías
de la gente -afirmó el pobre estudiante In. Creen que, porque
perteneció a un hombre rico, esa casa es especial.
-¿A
que no eres capaz de pasar una noche solo en ella? -le azuzaron sus
amigos.
El
estudiante In estaba tan envalentonado por la cerveza, que al punto
aceptó la apuesta.
-Por
una buena comida -dijo,
soy capaz de dormir con un tigre en la misma cama -y se marcharon
todos al viejo caserón del señor Hwang.
Mientras
sus amigos se quedaron a la puerta, el estudiante In entró en la
casa. Estaba destartalada y de todos los rincones colgaban tupidas
telas de araña.
«¿Qué
puedo hacer hasta que amanezca? -se preguntó. Es aburrido esto de
pasar tantas horas solo», y se echó a dormir tranquilamente en una
cama.
A
eso de las doce de la noche oyó un ruido y abrió los ojos. Dos
doncellas habían entrado en la habitación y una de ellas había
dejado caer al suelo el pesado fardo que llevaba al hombro. Pese a su
belleza, era claro que las dos eran criadas.
-¿Qué
hace aquí un hombre? -preguntó, aterrada, la más joven.
-No
lo sé -respondió la otra.
Debemos esperar a que llegue nuestro amo. Nosotras no podemos hacer
ahora nada.
El
amo resultó ser un caballero de más de cien kilos. Se acercó al
estudiante In y, sin ningún miramiento, comenzó a darle palmadas en
la cara.
-Despiértate,
buen hombre -decía, divertido. Se nota que eres una persona
respetable y, puesto que estás ya aquí, quiero invitarte a la boda
de mi hija.
El
estudiante In dejó de fingir y abrió los ojos.
-¿Una
boda ha dicho usted? -al pobre muchacho se le hacía la boca agua.
Creo que no he estado en una boda desde que era niño. Acepto
complacido.
-Tengo
que advertirte -volvió a decir el padre de la novia- que aquí todos
somos zorros. No te importa, ¿verdad? La comida será buena y
abundante.
Entonces
fue cuando se dio cuenta de que todos aquellos personajes llevaban
cola. Pero lo más asombroso fue la transformación que había
sufrido la casa: las telas de araña habían sido sustituidas por
espléndidos cortinajes de seda y no se veía una sola mota de polvo.
-Este
es un gran palacio, sí señor -dijo, satisfecho, el anfitrión. Le
falta un poco de color, pero eso no importa. Se lo dará la belleza
de mi hija.
La
novia, en efecto, era bellísima. Su piel era tan blanca como la
espuma de las olas y competía en delicadeza con las perlas que
adornaban su vestido.
-Podéis
estar orgulloso de ella -comentó el estudiante In con su padre. Si
llego a haberla conocido antes, os juro que el novio sería ahora yo.
El
zorro gordinflón se lo agradeció con una sonrisa. Los novios
brindaron en el altar de los antepasados. Después los invitados les
siguieron al salón de banquetes. Era amplísimo y todas sus mesas
estaban llenas a rebosar de viandas.
-Comed...,
comed cuanto queráis -iba diciendo a todo el mundo el padre de la
novia.
Pero
los otros zorros miraban con recelo al estudiante In y nadie probaba
bocado.
-¿Qué
hace un hombre en una boda de zorros? -se preguntaban,
escandalizados. Este matrimonio no terminará bien, puesto que no
tiene buen principio.
Entonces
el padre de la novia echó vino en una copa y se la entregó al
estudiante In. Era agrio como una ciruela sin madurar, pero se lo
bebió de un trago.
-¿Lo
veis? -preguntó, exultante, el gordo anfitrión. Este muchacho es un
hombre, sí, pero en nada se diferencia de los zorros: también a él
le gusta el vino que hacemos de zarzamoras.
Y
a partir de entonces nadie le miró ya con recelo.
Comió
cuanto pudo, pero su asombro era mayor que su hambre. Todas las copas
eran de oro puro y los palillos tenían incrustaciones de plata. En
un descuido de los zorros el estudiante In se escondió una entre la
ropa.
«Sí
no les llevo una prueba de este banquete -se dijo a sí mismo, mis
amigos nunca me creerán.»
Después,
cansado de tanto beber, se volvió a quedar dormido. Poco antes de
amanecer otra vez le despertaron con sus voces las doncellas que le
habían descubierto. Estaban muy asustadas y discutían
acaloradamente entre sí.
-¿Por
qué no le registras tú? -se quejaba la más joven. Yo soy todavía
doncella y no me está permitido tocar a ningún hombre.
-Pero
éste es un caso especial -decía la otra. Estoy segura de que ese
joven tiene la copa que nos falta. ¿Quién otro podría habérsela
llevado?
Entonces
apareció el padre de la novia, que dirimió la cuestión diciendo:
-¡Os
prohíbo que registréis a uno de mis invitados! Lo más seguro es
que hayáis contado mal. Daos prisa. No conviene que nos coja aquí
la aurora.
Con
la llegada del día la casa volvió a ser el caserón ruinoso y sucio
de siempre. Los amigos del estudiante In todavía estaban durmiendo
cuando salió de ella.
-Tú
no nos engañas -le dijeron entre bromas. Nadie que esté vivo para
contarlo ha pasado una noche en ese lugar.
-¡Vosotros
me visteis entrar! -se defendió el estudiante.
-Sí,
¿pero quién nos asegura que no te saliste inmediatamente por una de
las puertas traseras?
Sin
embargo, hubieron de admitirlo en cuanto vieron la copa de oro.
-Es
tan pobre -se dijeron unos a otros- que sólo puede haberse hecho con
ella de la forma que dice.
Pero
lo más asombroso fue que, cada vez que bebía vino de zarzamoras en
aquella copa, su inteligencia se hacía más penetrante. Su sabiduría
llegó a tal grado que el emperador en persona le llamó a su
palacio.
-¿En
qué códigos secretos aprendes tú esas cosas? -le preguntaban,
asombrados, los otros consejeros.
El
estudiante In les contaba entonces los maravillosos esponsales de la
hija del zorro, pero nadie le creía. Un día, no obstante, uno de
sus más envidiosos colegas le robó la copa de oro y la hizo fundir.
Pero la sabiduría del viejo estudiante no disminuyó lo más mínimo.
Continuó creciendo hasta el mismo día de su muerte.
-¿Quién
puede impedir que el corazón se haga más grande cada día?
-preguntaba y, como buen sabio, se echaba a reír.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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