Los
hombres no sabían cómo contar el tiempo. Así que acudieron al
Señor del Cielo y le dijeron:
-Los
años se suceden y no sabemos cómo llamarlos. ¿Te importaría
echarnos una mano?
-Esa
es una labor muy difícil -dijo el Señor del Cielo. Volved dentro de
diez días y os daré la respuesta.
Durante
una semana el Señor del Cielo no hizo más que cavilar. Por fin dio
con una solución.
-Puesto
que los hombres y los animales tienen un destino común, serán éstos
quienes den nombre a los años en los que se dividirá el tiempo.
-¡Que
solución tan inteligente! -dijeron a coro los consejeros celestes. A
nadie podría habérsele ocurrido una cosa así.
-Dividiremos
el tiempo en ciclos de doce años -continuó, hala-gado, el Señor
del Cielo, y a cada uno de ellos, en doce meses. Así de sencillo.
-Estamos
seguros de que los hombres se alegrarán de vuestra decisión. Pero
¿cómo escoger a esos doce animales?
El
Señor del Cielo se puso a pensar. Era verdad lo que le decían sus
consejeros: había más animales que años. Por fin dijo:
-Los
doce primeros que me, feliciten el día de mi cumpleaños darán
nombre a cada uno de ellos.
Los
animales se pusieron muy nerviosos al conocer la decisión del Señor
del Cielo. Todos querían figurar entre esos doce. Pero no sabían
cómo serían seleccionados.
-Un
poco de paciencia -les aconsejó, divertido, el Señor del Cielo. Os
diré lo que tenéis que hacer el día antes de mi cumpleaños.
En
efecto, cuando llegó el día, el alguacil celeste convocó a todos
los animales a orillas del río más ancho del mundo, y les dijo:
-El
Señor del Cielo acampará mañana en la otra orilla. Los doce de
entre vosotros que logren felicitarle primero darán nombre a un año.
El
gato se puso muy triste y comentó con su íntimo amigo el ratón:
-Es
una decisión injusta. ¿Cómo vamos nosotros a felicitar al Señor
del Cielo, si no sabemos nadar?
-Tienes
razón -replicó el ratón. Estamos en clara desventaja, porque tanto
a ti como a mí nos da miedo el agua.
Pero
a los tres minutos el mismo gato dio con la solución:
-¡Ya
está! -dijo
ilusionado. Se lo diré a mi amigo el carabao* y él nos llevará
hasta la otra orilla sobre su lomo.
-Es
una buena idea -respondió el ratón. Pero ¿estás seguro de que
aceptará?
-No
tengas miedo. El carabao me quiere tanto que, para conseguir que yo
llegue el primero, hará todo lo que le pida.
A
la mañana siguiente, muy temprano, el carabao despertó al gato y al
ratón diciendo:
-¡Vamos!
¡Cuidado que sois dormilones! Despertaos de una vez. Si no salimos
antes de que cante el gallo, cualquier otro animal se nos pueda
adelantar.
El
ratón no veía de sueño. Estaba tan cansado que no pudo evitar
decirle al gato:
-¿Es
que los carabaos no duermen? Se necesita ser cruel para venir a
despertarnos tan pronto.
-Los
carabaos no duermen mucho -replicó el gato. Ya sabes: tienen que
trabajar cuanto pueden para el hombre. Además es verdad lo que ha
dicho: si no nos damos prisa, yo no llegaré el primero.
El
carabao se metió en el agua y en seguida el gato y el ratón
saltaron sobre su lomo. Al poco rato salió el sol por el oriente y
cantó el gallo. El carabao se puso muy nervioso.
-Todos
los animales están ya despiertos -dijo. No comprendo cómo puede
gustaros tanto la cama.
-Calla
y nada -le regañó el gato. Si pierdes tus energías en comentarios
tontos jamás llegaré el primero a la otra orilla.
-Ya
sé -volvió a decir el carabao. Soy un mal nadador.
-Pues
apúrate. Los gatos siempre somos los primeros en todo.
Al
ratón no le gustaron esos comentarios de su amigo. En seguida urdió
un plan y lo puso en práctica. Atusó los bigotes al gato y dijo:
-¿Has
visto qué paisaje? Jamás imaginé que la naturaleza fuera tan
hermosa, vista desde el centro del río.
-Tienes
razón -admitió con satisfacción el gato. Es una pena que tú y yo
no sepamos nadar. De lo contrario, podríamos venir aquí todos los
días.
-No
hables tanto y mira qué hermosura.
El
gato se irguió cuanto pudo para contemplar mejor el paisaje.
Entonces el ratón le empujó y cayó al río.
Los
doce animales
-¿Qué
ha sido eso? -preguntó el carabao. Parece como si alguien estuviera
chapoteando en el agua.
-No
es nada -respondió el ratón.
Tú sigue nadando. Aún falta mucho.
-No
me gusta que nadie se muera en el río. Ahogarse tiene que ser
horrible.
El
carabao volvió la cabeza, pero, al ver que otros animales se habían
metido también en el agua, se olvidó del gato. Comenzó a nadar con
todas sus fuerzas y en pocos segundos se plantó cerca de la otra
orilla.
«Esta
es mi oportunidad -se dijo el ratón. Yo seré el primero.»
Sin
que nadie le viera, se metió en la oreja del carabao. Luego sólo
tuvo que saltar a tierra y postrarse ante el Señor del Cielo.
-Enhorabuena.
Eres el primero. ¿Cómo lo has conseguido tú, que eres tan pequeño?
-Decís
bien -repuso el ratón.
Mi cuerpo es pequeño, pero mi ingenio, grande. ¿Verdad, carabao?
El
carabao estaba agotado por el esfuerzo y sólo pudo afirmar con la
cabeza.
-¡Número
dos, el carabao! -gritó el alguacil celeste.
Aún
no había terminado de hablar, cuando saltó a tierra el tigre. Dio
un rugido y dijo:
-Felicidades
por tu cumpleaños, Señor del Cielo. Es un honor para mí ser el
primero en felicitarte.
-Te
equivocas -respondió el Emperador Celeste. Eres el tercero. El ratón
y el carabao se te han adelantado.
-¿Cómo
es posible? -protestó el tigre. ¡Yo soy el rey del bosque! ¡A mí
me corresponde el primer lugar! -pero hubo de rendirse ante la
evidencia.
Al
poco rato llegó, saltando, el conejo.
-¡Número
cuatro! -gritó el alguacil.
-Ni
siquiera vienes mojado -dijo, muy sorprendido, el Señor del Cielo.
¿Cómo lo has hecho?
-Muy
sencillo -respondió el conejo. Como todos estaban nadando con la
cabeza fuera del agua he ido saltando en cada una de ellas, toc, toc,
hasta llegar aquí.
Nadie
pudo alabar su ingenio, porque se oyó un ruido como de tormenta en
el cielo y apareció el dragón.
-Me
decepcionas -dijo el Señor del Cielo. Tú eres el más poderoso de
todos los animales y sólo llegas en quinto lugar. ¿No te da
vergüenza?
-En
absoluto, señor -contestó el dragón. Como bien sabéis, mi oficio
es traer lluvia a los hombres. Por supuesto que podía haber llegado
el primero, pero tuve que ir a llevar unas nubes al oriente. Hacía
mucho tiempo que no llovía en esa zona y los campesinos se estaban
muriendo de hambre.
-Eres,
en verdad, responsable -contestó, admirado, el Señor del Cielo.
Siempre serás mi preferido -y todos alabaron su sentido del deber.
Quizá
por eso pasó desapercibida la llegada de la serpiente y del caballo.
No ocurrió lo mismo, sin embargo, con la de la oveja, el mono y el
pollo. Los tres llegaron casi al mismo tiempo.
-No
sé de qué os extrañáis -dijo con insolencia el mono. Como ninguno
sabemos nadar, nos agarramos a un tronco y aquí estamos. La oveja ha
sido más lista en saltar a tierra.
En
esto, todos dieron un salto para atrás. El perro había llegado a la
orilla y estaba sacudiéndose el agua.
-Podías
tener más cuidado, ¿no? -protestó el mono.
-¿Qué
culpa tengo yo de que no te guste el agua? -contestó el perro. A mí
me encanta. Os he visto pasar a todos, pero me he entretenido
jugando. Si hay un animal que envidio es el pato.
El
alguacil gritó:
-¡Número
doce! -y todos volvieron la cabeza.
Medio
ahogado salió un cerdo del agua. Sin arrodillarse siquiera ante el
Señor del Cielo, preguntó:
-¿Qué
es lo que pasa? ¿Dan aquí algo de comer? He visto a tantos animales
reunidos que me he dicho: seguro que dan algo gratis, y aquí me
tenéis.
-¡Glotón,
más que glotón! -gritaron todos a coro, y hasta el Señor del Cielo
soltó la carcajada.
En
esto el gato salió arrastrándose. Venía sin fuerzas y vomitaba
agua como una fuente.
-¿Qué
número soy? -preguntó, ilusionado. ¿Estoy entre los tres primeros?
-Lo
siento mucho -contestó el Señor del Cielo. Llegas tarde. El cerdo
ha sido el último.
-¡Yo
venía el primero! -protestó el gato, llorando. Llego ahora por una
mala jugada del ratón.
-Ni
yo mismo puedo hacer nada ya -intentó consolarle el Emperador
Celeste. Los hombres ya tienen sus doce animales.
El
gato miró al ratón con odio. Allí mismo juró ser su enemigo
perpetuo. Por eso los gatos se comen a los ratones, y éstos huyen al
ver sus bigotes puntiagudos.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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