El
señor Chiao era millonario. Tenía varios palacios y sus caballos se
contaban por millares. Pero en su niñez no había estudiado. Así
que, cuando sus dos hijos crecieron, quiso darles la educación que a
él le había faltado.
«Haré
venir al mejor profesor que haya en el reino», se dijo, y en seguida
se puso a buscarlo.
Pero
todos los grandes maestros vivían en la corte y no le resultó nada
fácil. Un día uno de sus criados le dijo:
En
mi aldea hay un hombre que lleva más de cincuenta años estudiando.
¿Creéis que él puede serviros?
-Por
supuesto.
El
millonario Chiao le hizo venir en seguida. El profesor era alto, de
mirada dulce y ademanes finos. Pero lo que más le llamó la atención
al señor Chiao fue su extremada delgadez.
«No
está bien que persona tan instruida esté tan flaca -se dijo,
preocupado. Los jóvenes podrían pensar que el saber no conduce a
nada.»
Y
se prometió a sí mismo hacer de aquel profesor un hombre saludable
y gordo. Le atiborraba de comida: por la noche le servía doce platos
y al mediodía, veinticuatro.
«Así,
por lo menos -pensaba, complacido, el millonario Chiao, estará
contento en mi casa y no pensará en irse a la corte.»
Pero
el profesor era hombre de costumbres parcas. Se sentía incómodo
ante tanta comida, y sólo probaba un poco de requesón.
-El
estómago lleno está reñido con una mente clara -decía. No era de
extrañar, pues, que siguiera adelgazando. El millonario Chiao estaba
muy preocupado.
-No
sé qué hacer -decía, desesperado. Si le vieran los de la aldea de
la que ha venido, pensarían que, como yo no soy una persona
instruida, le mato de hambre a posta.
-¿Por
qué no cambias de cocinero? -le aconsejó su esposa. A lo mejor al
profesor no le gusta la forma como cocina el de ahora.
El
millonario Chiao cambió diez veces de cocinero, pero todo siguió
igual. Entonces hizo venir al sabio a su presencia.
-¿Es
que no os gusta la comida de aquí? -preguntó con honda
preocupación. Decidme qué os gusta y al punto os lo serviré.
-No
es eso -repuso el profesor con calma. La comida y la ciencia se
repelen como el fuego y el agua.
Pero
el millonario Chiao no le creyó. Pensaba que, como había despedido
ya a tantos cocineros, el profesor no quería que el último, que era
conocido suyo, corriera la misma suerte.
-Decídmelo
con toda sinceridad -le insistió. Os juro que no volveré a despedir
a nadie. Es digno de un hombre preocuparse de los demás y yo os
admiro por ello, pero quiero que os alimentéis bien.
El
profesor estaba ya cansado de perder el tiempo en tan vana
conversación y dijo, malhumorado:
-Para
mí, un poco de requesón es más que suficiente. El millonario, sin
embargo, lo interpretó mal. «Así que es eso lo que os gusta», se
dijo.
E
inmediatamente mandó al cocinero que sólo le diera requesón de
comer.
El
cocinero así lo hizo durante dos semanas. Pero el profesor seguía
tan delgado como siempre.
«Es
natural -pensó.
Un hombre que sólo come requesón no puede criar más que huesos. Si
continúo dándole eso, mi amo me echará también a mí a la calle.»
Decidió
darle, pues, algo que se pareciese al requesón, pero que tuviera más
alimento.
Durante
varios días estuvo dándole vueltas al asunto, pero no pudo
encontrar una solución. Por fin, una tarde salió de paseo y vio
cómo un carro atropellaba a un pato. Las ruedas le pasaron por la
cabeza y al punto apareció la masa blancuzca de los sesos.
«¡Eso
es! ¿Cómo no habré caído antes en ello?», se dijo, alborozado,
el cocinero y a partir de aquel día le dio de comer sesos de pato.
El
profesor comenzó a engordar y el millonario Chiao no cabía en sí
de contento.
-¡Eres
un auténtico mago de los manjares! -alabó con entusiasmo al
cocinero. Si algún día me volviera pobre, aprendería contigo tu
oficio.
Pero
los sesos de pato eran tan pequeños que cada día tenían que ser
sacrificados sesenta animales. La esposa del millonario empezó a
pre-ocuparse.
-Ese
hombre nos está saliendo muy caro -dijo un día a su marido. ¿Es
que el requesón que come está hecho de polvo de perlas?
-¡La
sabiduría no tiene precio! -la riñó con rudeza su esposo. ¿Acaso
quieres que nuestros hijos sean tan ignorantes como tú y yo juntos?
Sin
embargo, aunque los gastos de la casa eran pocos para su fortuna, él
mismo empezó a extrañarse de las altas facturas que le presentaba
el cocinero. Por fin, le llamó a su presencia y el hombre confesó
la verdad.
-Eres
una persona inteligente -le alabó el millonario. Si algún día
pierdo todo cuanto tengo, acudiré a ti en busca de consejo.
El
profesor, por su parte, estaba cada vez más preocupado. Se sentía
pesado y a veces se dormía en medio de una lección.
«No
puedo continuar así -se decía, desesperado. Tengo que reducir mi
ración de comida. El señor Chiao me paga para que eduque a sus dos
hijos y resulta que sólo les estoy enseñando a dormir.»
Sin
embargo, lo que de verdad le preocupaba era la obsesión que ahora
tenía por los patos. A veces, mientras se hallaba concentrado
escribiendo un poema, sólo podía pensar en arroyuelos y lagunas. Y
en cierta ocasión, cuando les enseñaba a los niños las doctrinas
del dulce Confucio*, abrió la boca y sólo pudo decir:
-Cuá,
cuá...
El
cocinero lo oyó, y acudió, hondamente preocupado, a su señor.
-¿No
creéis que debemos cambiar el régimen de comidas del sabio?
Pero
el millonario Chiao estaba tan satisfecho de los kilos ganados por su
protegido que no le dio importancia.
-¿Quieres
que vuelva a ser el saco de huesos de antaño? -preguntó con un deje
de preocupación. Los sabios son sabios hasta cuando están en
silencio. ¿Qué más da que, en vez de palabras, sólo diga cuá,
cuá? -y así quedó zanjado el asunto.
Un
día, el profesor salió a dar un paseo por la ciudad. Pero, cuando
quiso darse cuenta, se encontró en la laguna donde unos campesinos
criaban patos. Estaba tan abstraído en sus cosas que al principio no
oyó los gritos que daban los animales. Sin embargo, algo en su
interior le incitó a la protesta.
-¿Por
qué tenéis que matar a esos pobres patos? ¿Os gustaría que
alguien abriera en canal a vuestros hermanos?
-Nosotros
vivimos de esto -se disculparon, avergonzados, los campesinos.
Tenemos familias a las que mantener.
-Además
-dijo con descaro una mujer que estaba desplumando las aves, no es
culpa nuestra. Si el millonario Chiao no tuviera en su casa a ese
profesor que sólo se alimenta de sesos de pato, nosotros no
tendríamos que sacrificar a tantos cada día.
El
profesor se quedó de una pieza. Entonces comprendió su obsesión
por las aves y rechazó cuanta comida le daban. A partir de aquel día
sólo se llevó a la boca platos que él mismo preparaba.
-¡No
podéis hacer eso! -se quejó el millonario, llorando. Si alguien os
ve, pensará que en casa de Chiao despreciamos la cultura.
El
profesor le tranquilizó diciendo:
-La
tierra es la madre de todo y mi mente debe estar en armonía con
ella.
Cuando
el emperador se enteró les hizo llamar a la corte. Al profesor le
nombró consejero, y al millonario, ministro.
-¿Cómo
van a ser ajenos a las necesidades del pueblo quienes tanto se
preocupan por la sabiduría? -preguntó.
Entonces
el profesor y el millonario cayeron en la cuenta de lo mucho que se
parecían sus sueños.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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