Un
joven príncipe había heredado el reino de su padre; se casó con
una mujer muy bella y, como las cosas del matrimonio le iban tan
bien, siguió casándose hasta verse con doce mujeres. A todas las
amaba igualmente, pero la primera era la que decidía todo lo que
concernía a las demás.
Resultó
que las doce quedaron embarazadas. El rey tenía que salir de viaje y
ordenó: «Quiero que todas mis mujeres hagan exactamente lo mismo
que la primera: cuando ésta para, todas tienen que dar a luz; si
tiene un niño, todas deben tenerlo; y si da a luz a una niña todas
deben hacer lo mismo».
Cuando
llegó el momento la primera mujer dio a luz una hermosa niña; y lo
mismo ocurrió con las demás mujeres excepto con una, que se
retrasó. El primer ministro mandó poner una guardia frente a la
casa de esta última y más adelante, cuando cumplió el plazo, dio a
luz a un varón.
La
comadrona y los guardias encontraban que las órdenes del rey eran
absurdas y dejaron que la pobre mujer huyera. Se adentró en el
bosque y, en una cueva que encontró junto a una roca, crió al niño
hasta que fue mayor. Entonces le preguntaba a su madre: «¿En todo
el mundo no vive nadie más que nosotros?». La mujer le respondía
que no y trataba de inculcarle el deseo de no ir más allá del
territorio que conocía.
Sin
embargo, el muchacho fue alimentando una gran curiosidad y, al cabo
de un tiempo, dejó a su madre y se marchó en dirección a Awal.
Antes de llegar a aquel pueblo encontró a unos chicos que se bañaban
en el río. Quedó tan sorprendido al comprobar que no era el único
ser humano que existía como ellos al ver a un chico con un aspecto
tan salvaje.
Poco
a poco fueron confiándose, se bañaron juntos y le llevaron a su
casa. Allí le cortaron el pelo, le vistieron y le peinaron. Al
realizar esta última operación el peine chocaba contra unos enormes
chichones que el muchacho tenía en la cabeza; y cada vez brotaban
montones de monedas de aquellos chichones extraños. El joven y sus
amigos, por lo tanto, se fueron haciendo ricos y vivían en un lujo
considerable.
La
hija del rey de Awal estaba en edad de casarse. No quería a alguien
vulgar; de manera que, al enterarse de que en el pueblo vivía un
muchacho extraño, fue a visitarle. Nuestro muchacho era guapo y
apuesto, por lo que pronto se celebró la boda. El nuevo príncipe
ordenó a los soldados del rey y a sus amigos que fueran a buscar a
su madre, pero ésta ya había muerto y lo único que pudieron hacer
fue enterrar sus restos.
El
príncipe pudo sobreponerse a su desgracia. Y desde entonces vivió
en paz, con toda clase de felicidad, y en la posición que le
correspondía por su linaje.
0.111.1 anonimo (guinea ecuatorial) - 050
No hay comentarios:
Publicar un comentario