Todos
los animales vivían juntos en el mismo pueblo. Y todos vivían
miserablemente; excepto el rey, que satisfacía todos sus caprichos y
los de su familia acaparando los bienes del pueblo y los del bosque.
Por
casualidad, la tortuga había descubierto un sendero secreto que
comunicaba con el patio del rey. Agazapada, siguió aquel camino
hasta llegar a una finca de árboles frutales: cogió cuantos quiso y
regresó a su casa cargada de alimentos para su familia.
Desde
entonces, cada día repetía la misma operación. Y la comida le
alcanzaba no sólo para los suyos, sino también para su amigo el
perro, al que solía invitar. Éste, asombrado al ver que su amiga
disponía de tanta comida, le pedía insistentemente que compartiera
su secreto con él. Al fin la tortuga accedió a que le acompañara,
con una condición: «Si alguna fruta cae encima de tu cuerpo, debes
permanecer en silencio para que los soldados del rey no tengan
ninguna sospecha».
Aquella
misma noche los dos amigos emprendieron su primera expedición, de la
que regresaron sin novedad y bien cargados. Al día siguiente, vuelta
a la finca; una vez en pleno trabajo, una de las frutas cayó del
árbol y dio de lleno en el cuerpo de la tortuga; ésta aguantó el
dolor sin rechistar, para que su amigo comprendiera cómo debía
comportarse. Durante la tercera noche, una fruta cayó sobre el lomo
del perro; éste lanzó un aullido tremendo y echó a correr; al
instante los guardianes se lanzaron detrás de él, que logró
zafarse de la persecución gracias a su velocidad; mientras tanto la
tortuga había podido esconderse entre la hojarasca.
El
perro pidió perdón a su amiga. La noche siguiente, sin embargo, la
escena se repitió: una fruta cayó encima del perro y éste,
aullando con ferocidad, echó a correr. Los guardianes, esta vez,
quisieron perseguir a la tortuga. Y, claro está, la atraparon
rápidamente y la llevaron ante el rey.
Éste
ordenó que le dieran muerte. A lo que la tortuga espetó: «Si me
perdonas la vida podrás ver algo extraordinario». La curiosidad del
rey venció a su crueldad, y la tortuga se comprometió: «El próximo
domingo defecaré ante ti y ante todo el pueblo sin realizar ningún
esfuerzo».
Sucedía
que, al siguiente domingo, debía llegar un nuevo barco que el rey
había comprado. La tortuga hizo coincidir la hora y, mientras todo
el pueblo se hallaba reunido para verla, empezó a señalar al nuevo
barco que llegaba. Cuando volvieron de nuevo la cabeza hacia la
tortuga, ésta ya había defecado y mostraba el resultado de su
acción a toda la concurrencia: «¿Os dais cuenta? Sólo yo sé
hacerlo sin realizar ningún esfuerzo».
Y
obtuvo así su libertad.
0.111.1 anonimo (guinea ecuatorial) - 050
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