Sü-Ün-Shr
era pobre, pero estudió con tal ahínco que llegó a comprender a
los grandes maestros. Su inteligencia era muy despierta. Durante años
se preparó para los exámenes reales. Siempre estaba encerrado en su
casa y nunca salía.
¿No
lo comprendes? -preguntaba a su madre. No tengo tiempo. Si no lo
logro esta vez, jamás llegaré a ser oficial del reino.
Pero
en la aldea donde vivía todos eran pastores y Sü-Üan-Shr no podía
concentrarse. Se lo impedían los balidos de las ovejas.
-Mira
-le dijo un tío suyo.
Si quieres progresar en los estudios, es conveniente que vayas a la
capital del reino. Allí podrás concentrarte mejor y, además, es el
lugar en el que te vas a examinar. No estaría de más que te
familiarizaras con él.
-Pero
no tengo dinero para una estancia tan prolongada -respondió
Sü-Üan-Shr. Tú lo sabes bien.
-GY
eso qué importa? -replicó su tío. Alguien te ayudará.
Sü-Üan-Shr
siguió su consejo y a las tres semanas estaba ya en la corte. Pronto
pudo comprobar que su tío había sido demasiado optimista. Nadie
quiso recibirle en su casa.
-¿Vivir
aquí gratis? ¡Ni lo sueñes, muchacho! -le dijeron en todas las
puertas a las que llamó.
-Yo
podría educar a sus hijos a cambio -replicaba Sü-Üan-Shr. No soy
tan aprovechado como pensáis.
-Mira,
muchacho -respondían.
Con eso de los exámenes las calles están llenas de sabios. Si
quieres ganar dinero, es mejor que te dediques a otra cosa.
Sü-Üan-Shr
estaba tan desanimado que decidió volverse cuanto antes a su aldea.
«Por
lo menos, allí tengo un techo», se dijo.
Pero
no había salido todavía de las murallas, cuando se encontró con
una pagoda destruida. Su madera estaba carcomida, pero sus paredes se
mantenían en pie. El silencio que en ella reinaba era absoluto.
Además, estaba completamente vacía.
-¡Qué
maravilla! -se dijo Sü-Üan-Shr. Esto es precisamente lo que andaba
buscando. Aquí podré meditar en la sabiduría de los antiguos.
Durante
los dos primeros días, en efecto, pudo estudiar de sol a sol. Su
concentración era tan grande que ni del paso del tiempo se dio
cuenta. No es de extrañar, pues, que a la tercera noche sintiera
sueño.
-Es
una pena que los hombres tengamos que dormir -dijo, boste-zando.
No
terminó la frase. En seguida cayó al suelo dormido. Sin embargo,
tampoco pudo pegar ojo. De todos los rincones empezaron a salir
cucarachas, saltamontes y mosquitos. La madera crujía de una forma
extraña y, pese al cansancio, se despertó; le fue imposible volver
a dormirse.
«Será
sólo esta noche -se dijo, esperanzado, Sü-Üan-Shr. Estos bichejos
se hartan con mucha facilidad. No les gusta comer dos veces de la
misma madera.»
Pero
la noche siguiente volvió a repetirse el ruidoso banquete de los
insectos. Sü-Üan-Shr tampoco pudo dormir y, cuando el sol salió,
estaba tan cansado que le fue imposible estudiar.
-¿Es
que nadie ama el silencio? -preguntó con amargura. Parece como si
todo estuviera pensado para que sólo florezca la ignorancia.
Al
tercer día no pudo resistirlo más y salió a la calle. Por primera
vez en su vida se metió en una taberna.
-Te
estaba buscando -oyó decir delante de él. Menos mal que al fin te
encuentro. ¿Por qué te has ido de la pagoda abandonada?
Sü-Uan-Shr
levantó la vista, extrañado. Ante sí tenía a un hombre tan alto
que les sacaba a todos tres cabezas. Le acompañaba un perro tan
grande como él. Por fin le preguntó:
-¿Y
tú cómo sabes que vivo en la pagoda?
El
gigante sonrió con picardía y respondió:
-Porque
te he visto.
-¿Tú
a mí? -volvió a preguntar el estudiante. ¿En dónde? Porque, como
muy bien acabas de decir, la pagoda está abandonada.
-Así
es. Pero no hablemos de eso y salgamos afuera cuanto antes, porque,
si dejo de ver el sol, me vuelvo pequeñito y cualquiera puede
pisarme.
Entonces
contó que era emperador de un reino de hombres pequeños y que sólo
él poseía el poder de transformarse en un gigante durante el día.
-Si
tuviera que vivir con esta estatura -terminó diciendo, no sabría
qué hacer con mis piernas.
Pero
Sü-Üan-Shr no le creyó.
-No
estoy para bromas -le dijo.
Llevo tres días sin dormir y dos sin estudiar. Los bichejos de la
pagoda no me han dejado hacer ni lo uno ni lo otro.
-Esta
misma noche te libraré de ellos -contestó el gigante. Además, te
regalaré este perro, para que te enseñe toda la sabiduría que te
falta.
Sü-Üan-Shr
le tomó por loco y le dejó con la palabra en la boca. Aquella noche
se acostó pronto, pero a las dos horas se despertó, sobresaltado.
Sentía un extraño picor en la oreja.
«¿Querrán
devorarme también a mí las cucarachas? -se preguntó, asustado. A
lo mejor se les ha terminado ya la madera.»
Abrió
los ojos y vio a un guerrero que no medía más que su dedo meñique.
Vestía coraza y un yelmo con penacho de plumas.
-¿Es
aquí a donde nos ha mandado venir el emperador? -preguntó otro que
llevaba al brazo algo parecido a un halcón.
-¡Yo
qué sé! -respondió el primero. Me han dicho que un amigo suyo
tenía problemas con las bestias. que viven en esta pagoda. A lo
mejor es este gigantón que está aquí dormido.
Sü-Üan-Shr
volvió a cerrar los ojos.
«Si
descubren que estoy despierto -se dijo, son capaces de matarme. A
ningún soldado le gusta que le contradigan.»
Al
poco rato, toda la habitación estaba llena de tan singulares
guerreros. Se distribuyeron en filas y formaron un ejército en orden
de batalla. Entonces se oyó un murmullo de alas y el general que los
mandaba ordenó:
-¡Al
ataque! ¡Nuestra vida y nuestra fortuna pertenecen al empe-rador!
La
batalla contra las cucarachas duró cinco horas. Los guerreros se
batieron valientemente y, al final, las derrotaron.
-¡Ha
sido una gran victoria! -dijo un general, entusiasmado.
En
ese mismo instante apareció un carro de oro. En él iba un hombre
vestido totalmente de rojo. Sü-Üan-Shr reconoció en él al gigante
de la taberna. En cuanto le vieron, todos los guerreros comenzaron a
gritar:
-¡Viva
nuestro emperador! ¡Que su vida dure más de diez mil años!
Entonces
los dos generales del ejército se arrodillaron ante él y dijeron:
-Aceptad
este ciervo y esta águila, como prueba de nuestro vasallaje.
Uno
le ofreció un saltamontes y el otro un mosquito.
-Excelentes
piezas -respondió el emperador, conmovido. Me honra vuestra
victoria, pero, por encima de todo, me siento orgulloso de vuestra
fidelidad.
Cuando
a la mañana siguiente se despertó, Sü-Üan-Shr pensó que había
sido un sueño. Pero la pagoda estaba llena de cucarachas y mosquitos
muertos. Además oyó una voz que le decía:
-Ten
cuidado. No me pises.
-Sentiría
hacerte daño. ¿Dónde estás?
-Aquí.
¿No me ves? Junto a tus pinceles de escribir. Sü-Üan-Shr miró
allí y vio a un perro tan pequeño como un diente. Era el mismo que
acompañaba al gigante en la taberna.
-¿Cómo
es que sabes hablar? -preguntó Sü-Üan-Shr,
sorprendido.
-Ya
te lo dijo mi amo. Yo entiendo a los maestros mejor que ningún
hombre, porque fui el perro del más grande de todos.
-Está
bien, está bien -dijo Sü-Üan-Shr. Te creo. Pero ahora me toca a mí
estudiarlos.
El
perro se calló y no volvió a hablar hasta el día antes del examen.
Aquella noche ladró para llamar su atención y dijo:
-Desde
luego, no lo necesitas, pero, si me metes dentro de tu oído, te diré
lo que mañana no recuerdes.
Así
lo hizo Sü-Üan-Shr y obtuvo el número uno. El emperador en persona
le felicitó, diciendo:
-Hombres
como tú hacen memorable un reinado.
Sü-Üan-Shr
sonrió, pero su pensamiento estaba junto al emperador de los
hombres pequeños que, por amistad, se desprendió de su perro sabio.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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