Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 24 de octubre de 2014

El lobo

El carnicero Kao se desplazaba dos veces por semana a las montañas. Allí, en aldeas que muy pocos caminantes conocían, hacía buen acopio de carne. Después la vendía a un precio muy rentable en la ciudad.
-No debes ir solo a esos lugares -le aconsejaba su esposa. El invierno está ya cercano y las bestias siempre están hambrientas en esa estación.
Pero el carnicero Kao se reía y mostraba a su mujer el gran cuchillo con el que mataba a los cerdos.
-Con estas armas hasta los lobos se mantienen a raya.
Pero un año nevó tanto que las carretas no podían circular por los caminos y el señor Kao tuvo que ir a recoger su carne a pie. Como la distancia era tan grande, se hizo de noche cuando abandonó la aldea en la que acostumbraba a comprar los marranos.
-Espérese usted hasta mañana -le aconsejaron los viejos del lugar. Si sale temprano, todavía puede llegar al mercado a una buena hora.
-Tengo que regresar esta noche -se disculpó el carnicero. Si no lo hago, mi esposa pensará que me ha ocurrido algo.
Pero pronto lamentó su tozudez. El frío era tan intenso que se le helaron las manos y tenía que detenerse cada poco trecho. Además, un lobo comenzó a seguirle apenas hubo abandonado la aldea.
-¿Crees que no sé que me estás siguiendo? -preguntaba cada vez que se detenía. Si te acercas, ya sabes lo que te espera -y le enseñaba el enorme cuchillo de la matanza.
Sin embargo, era tan grande el hambre del lobo, que terminó perdiéndole el miedo al acero. Cada vez fue acercándose más y más y el carnicero comenzó a temer por su vida.
-Está bien. Te daré un cacho. Pero sólo uno -dijo, como si regateara con un cliente.
Cortó entonces un trozo de carne y se lo arrojó a la bestia. El lobo lo devoró de un bocado. Por un momento pareció que iba a darse por satisfecho, pero pronto volvió a las andadas.
-¿Es que crees que he comprado esta carne para ti? -le preguntó, más enfadado, el hombre, pero le dio un nuevo trozo.
El señor Kao tuvo que repetir esta operación varias veces. Tantas que, cuando llegó a la ciudad, casi llevaba sólo el esqueleto del verraco.
-¿Para esto has pasado tantos peligros? -le preguntó su mujer.
Por primera vez en muchos años el carnicero Kao no vendió nada en el mercado. Como era un hombre fornido, se dedicó a tirar de los carros de los campesinos. Durante tres días hizo trabajos de un carabao.
«Esto no es para mí», se dijo, y en cuanto mejoró un poco el tiempo se marchó otra vez a las montañas.
Pero en el camino de vuelta le sorprendió una ventisca y tuvo que abandonar su carreta. Con el cerdo sobre los hombros se dispuso a atravesar el bosque. El lobo le avistó en seguida.
-¿Por qué te cebas en mí? -le gritó, sollozando, el carnicero. ¿Es que no hay más hombres que yo en toda esta región?
Al lobo le brillaban los ojos de hambre. Cuando el señor Kao llegó a la ciudad, ni siquiera los huesos del cerdo llevaba ya a sus espaldas.
-No, no soy ningún mendigo -le dijo a una anciana que le había arrojado una moneda. Me he sentado aquí porque estoy cansado y no sé qué explicación voy a darle a mi mujer.
Entonces le contó sus desventuras con el lobo.
-Si es así -le respondió la anciana, quédate con esas monedas. Te serán de mucha utilidad -y le enseñó una serie de conjuros para ahuyentar a los lobos.
Durante todo el invierno el carnicero Kao fue uno más de los vendedores de verduras que se amontonaban en el mercado. Sus amigos se burlaban de él.
-¿Qué hace un hombre tan fortachón como tú en este lugar? ¿Acaso has perdido tus cuchillos?
Le hacían tanto daño estas burlas que decidió aventurarse una vez más. Una mañana temprano abandonó la aldea con los cuchillos escondidos entre las ropas.
-¿Dónde vas a estas horas? -le preguntó su esposa, y él mintió diciendo que tenía que desplazarse a las huertas de los alrededores de la ciudad.
En la aldea se alegraron mucho de verle, porque creían que no iba a volver más.
-Nos habían dicho que habías cambiado de oficio -le explicaron, y el carnicero Kao soltó una risotada, como si todo eso fuera un bulo.
Antes de matar al cerdo, le hizo tragar las monedas que le había dado la anciana. Los aldeanos se miraron, extrañados.
-¿Por qué haces eso? -se atrevieron, por fin, a preguntarle.
-Es un embrujo contra los lobos -respondió el carnicero, y no volvieron a molestarle más.
Tan pronto como abandonó la aldea, comenzó a nevar. El carnicero apresuró el paso, pero el lobo le dio alcance en seguida. Era como si alguien le comunicara a qué hora tenía pensado pasar por allí.
-Esta vez no vas a salirte con la tuya -dijo el hombre, vengativo.
Entonces le arrojó un trozo de carne, que la bestia saboreó con fruición. Mientras el lobo lo tragaba, el carnicero dio un rodeo y escondió al cerdo en la copa de un pino. Después continuó su camino como si nada hubiese pasado.
«Vamos a ver quién es más listo: tú o yo», dijo para sus adentros el hombre; pero al punto se sintió avergonzado porque sólo estaba haciendo lo que le había dicho la anciana.
El lobo cayó en la trampa y le siguió durante mucho rato. Pero pronto olfateó que el bolsón del carnicero estaba vacío. Entonces se dio media vuelta y dejó de importunarle.
A la mañana siguiente el carnicero Kao volvió a abandonar temprano su casa. Hacía un día espléndido y en seguida pudo dar con el pino. Cuando estaba a veinte metros de él le dio un vuelco el corazón.
-¿Cómo es posible que un hombre haya escogido precisamente ese árbol para ahorcarse? -se preguntó, aterrado.
Pero, al acercarse más, vio que lo que él creía cuerpo de hombre era, en realidad, el cadáver del lobo. El animal había querido hacerse con el cerdo y se había ahorcado con dos ramas.
-Te lo advertí -se burló, triunfante, el carnicero.
Su mujer fingió enfadarse con él por haberle contado tantos embustes, pero se alegró de que, por fin, pudiera abrir la tienda. Aquel día sus cuchillos estaban más limpios que el cielo de primavera. Sin embargo, nadie acudió a comprar carne. Había corrido la voz de que aquel cerdo había pasado la noche junto a un lobo y nadie se atrevía a comerlo.
-¿Por qué seré tan parlera? -se preguntaba, arrepentida, la mujer. Yo sólo quería que todo el mundo te admirara como a un héroe.
-No importa -la consoló el carnicero-. Venderemos la piel del lobo y tendremos dinero hasta que desaparezcan las nieves.
Pero eso iba en contra de lo que la anciana le había mandado. Sin embargo, él era pobre y le habían hecho atractivas ofertas por la piel de la bestia. Como el clima de aquella región era muy frío, los ricos las compraban para hacerse abrigos. Obtuvo por la piel, pues, tantas monedas que no le importó que el cerdo se perdiera.
-¿Para qué preocuparse por esa carne, si nos han pagado diez veces más? -se preguntaron entre risas el carnicero y su mujer.
Pese a todo, no pudo disfrutar mucho de su buena venta. A los dos días de haberla hecho se presentaron los alguaciles y le llevaron prisionero.
-¿Por qué? ¡Yo no he hecho nada! ¿Queréis explicármelo? -gritaba, asombrado, el carnicero.
-A nosotros no nos digas nada -le replicaron los alguaciles. Eso es cosa del juez.
Entonces alguien comentó que la piel había cobrado vida y había destrozado a la dama que la usaba como abrigo. El carnicero Kao se llevó tal susto que todo el pelo se le volvió blanco.
Por las noches la anciana se acercaba a la ventana de su celda y le decía siempre lo mismo:
-¿No sabías que los animales deben pudrirse en la espesura? Te lo advertí y tú te dejaste llevar por la avaricia.
Al carnicero Kao aquella voz le sonaba como ulular de lobos. Así que comenzó a guardar la poca carne que le daban de comida. Después, por la noche, se la arrojaba a la anciana, como había hecho con aquel lobo que le había traído la desgracia.

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