El
carnicero Kao se desplazaba dos veces por semana a las montañas.
Allí, en aldeas que muy pocos caminantes conocían, hacía buen
acopio de carne. Después la vendía a un precio muy rentable en la
ciudad.
-No
debes ir solo a esos lugares -le aconsejaba su esposa. El invierno
está ya cercano y las bestias siempre están hambrientas en esa
estación.
Pero
el carnicero Kao se reía y mostraba a su mujer el gran cuchillo con
el que mataba a los cerdos.
-Con
estas armas hasta los lobos se mantienen a raya.
Pero
un año nevó tanto que las carretas no podían circular por los
caminos y el señor Kao tuvo que ir a recoger su carne a pie. Como la
distancia era tan grande, se hizo de noche cuando abandonó la aldea
en la que acostumbraba a comprar los marranos.
-Espérese
usted hasta mañana -le aconsejaron los viejos del lugar. Si sale
temprano, todavía puede llegar al mercado a una buena hora.
-Tengo
que regresar esta noche -se disculpó el carnicero. Si no lo hago, mi
esposa pensará que me ha ocurrido algo.
Pero
pronto lamentó su tozudez. El frío era tan intenso que se le
helaron las manos y tenía que detenerse cada poco trecho. Además,
un lobo comenzó a seguirle apenas hubo abandonado la aldea.
-¿Crees
que no sé que me estás siguiendo? -preguntaba cada vez que se
detenía. Si te acercas, ya sabes lo que te espera -y le enseñaba el
enorme cuchillo de la matanza.
Sin
embargo, era tan grande el hambre del lobo, que terminó perdiéndole
el miedo al acero. Cada vez fue acercándose más y más y el
carnicero comenzó a temer por su vida.
-Está
bien. Te daré un cacho. Pero sólo uno -dijo, como si regateara con
un cliente.
Cortó
entonces un trozo de carne y se lo arrojó a la bestia. El lobo lo
devoró de un bocado. Por un momento pareció que iba a darse por
satisfecho, pero pronto volvió a las andadas.
-¿Es
que crees que he comprado esta carne para ti? -le preguntó, más
enfadado, el hombre, pero le dio un nuevo trozo.
El
señor Kao tuvo que repetir esta operación varias veces. Tantas que,
cuando llegó a la ciudad, casi llevaba sólo el esqueleto del
verraco.
-¿Para
esto has pasado tantos peligros? -le preguntó su mujer.
Por
primera vez en muchos años el carnicero Kao no vendió nada en el
mercado. Como era un hombre fornido, se dedicó a tirar de los carros
de los campesinos. Durante tres días hizo trabajos de un carabao.
«Esto
no es para mí», se dijo, y en cuanto mejoró un poco el tiempo se
marchó otra vez a las montañas.
Pero
en el camino de vuelta le sorprendió una ventisca y tuvo que
abandonar su carreta. Con el cerdo sobre los hombros se dispuso a
atravesar el bosque. El lobo le avistó en seguida.
-¿Por
qué te cebas en mí? -le gritó, sollozando, el carnicero. ¿Es que
no hay más hombres que yo en toda esta región?
Al
lobo le brillaban los ojos de hambre. Cuando el señor Kao llegó a
la ciudad, ni siquiera los huesos del cerdo llevaba ya a sus
espaldas.
-No,
no soy ningún mendigo -le dijo a una anciana que le había arrojado
una moneda. Me he sentado aquí porque estoy cansado y no sé qué
explicación voy a darle a mi mujer.
Entonces
le contó sus desventuras con el lobo.
-Si
es así -le respondió la anciana, quédate con esas monedas. Te
serán de mucha utilidad -y le enseñó una serie de conjuros para
ahuyentar a los lobos.
Durante
todo el invierno el carnicero Kao fue uno más de los vendedores de
verduras que se amontonaban en el mercado. Sus amigos se burlaban de
él.
-¿Qué
hace un hombre tan fortachón como tú en este lugar? ¿Acaso has
perdido tus cuchillos?
Le
hacían tanto daño estas burlas que decidió aventurarse una vez
más. Una mañana temprano abandonó la aldea con los cuchillos
escondidos entre las ropas.
-¿Dónde
vas a estas horas? -le preguntó su esposa, y él mintió diciendo
que tenía que desplazarse a las huertas de los alrededores de la
ciudad.
En
la aldea se alegraron mucho de verle, porque creían que no iba a
volver más.
-Nos
habían dicho que habías cambiado de oficio -le explicaron, y el
carnicero Kao soltó una risotada, como si todo eso fuera un bulo.
Antes
de matar al cerdo, le hizo tragar las monedas que le había dado la
anciana. Los aldeanos se miraron, extrañados.
-¿Por
qué haces eso? -se atrevieron, por fin, a preguntarle.
-Es
un embrujo contra los lobos -respondió el carnicero, y
no volvieron a molestarle más.
Tan
pronto como abandonó la aldea, comenzó a nevar. El carnicero
apresuró el paso, pero el lobo le dio alcance en seguida. Era como
si alguien le comunicara a qué hora tenía pensado pasar por allí.
-Esta
vez no vas a salirte con la tuya -dijo el hombre, vengativo.
Entonces
le arrojó un trozo de carne, que la bestia saboreó con fruición.
Mientras el lobo lo tragaba, el carnicero dio un rodeo y escondió al
cerdo en la copa de un pino. Después continuó su camino como si
nada hubiese pasado.
«Vamos
a ver quién es más listo: tú o yo», dijo para sus adentros el
hombre; pero al punto se sintió avergonzado porque sólo estaba
haciendo lo que le había dicho la anciana.
El
lobo cayó en la trampa y le siguió durante mucho rato. Pero pronto
olfateó que el bolsón del carnicero estaba vacío. Entonces se dio
media vuelta y dejó de importunarle.
A
la mañana siguiente el carnicero Kao volvió a abandonar temprano su
casa. Hacía un día espléndido y en seguida pudo dar con el pino.
Cuando estaba a veinte metros de él le dio un vuelco el corazón.
-¿Cómo
es posible que un hombre haya escogido precisamente ese árbol para
ahorcarse? -se preguntó, aterrado.
Pero,
al acercarse más, vio que lo que él creía cuerpo de hombre era, en
realidad, el cadáver del lobo. El animal había querido hacerse con
el cerdo y se había ahorcado con dos ramas.
-Te
lo advertí -se burló, triunfante, el carnicero.
Su
mujer fingió enfadarse con él por haberle contado tantos embustes,
pero se alegró de que, por fin, pudiera abrir la tienda. Aquel día
sus cuchillos estaban más limpios que el cielo de primavera. Sin
embargo, nadie acudió a comprar carne. Había corrido la voz de que
aquel cerdo había pasado la noche junto a un lobo y nadie se atrevía
a comerlo.
-¿Por
qué seré tan parlera? -se preguntaba, arrepentida, la mujer. Yo
sólo quería que todo el mundo te admirara como a un héroe.
-No
importa -la consoló el carnicero-. Venderemos la piel del lobo y
tendremos dinero hasta que desaparezcan las nieves.
Pero
eso iba en contra de lo que la anciana le había mandado. Sin
embargo, él era pobre y le habían hecho atractivas ofertas por la
piel de la bestia. Como el clima de aquella región era muy frío,
los ricos las compraban para hacerse abrigos. Obtuvo por la piel,
pues, tantas monedas que no le importó que el cerdo se perdiera.
-¿Para
qué preocuparse por esa carne, si nos han pagado diez veces más?
-se preguntaron entre risas el carnicero y su mujer.
Pese
a todo, no pudo disfrutar mucho de su buena venta. A los dos días de
haberla hecho se presentaron los alguaciles y le llevaron prisionero.
-¿Por
qué? ¡Yo no he hecho nada! ¿Queréis explicármelo? -gritaba,
asombrado, el carnicero.
-A
nosotros no nos digas nada -le replicaron los alguaciles. Eso es cosa
del juez.
Entonces
alguien comentó que la piel había cobrado vida y había destrozado
a la dama que la usaba como abrigo. El carnicero Kao se llevó tal
susto que todo el pelo se le volvió blanco.
Por
las noches la anciana se acercaba a la ventana de su celda y le decía
siempre lo mismo:
-¿No
sabías que los animales deben pudrirse en la espesura? Te lo advertí
y tú te dejaste llevar por la avaricia.
Al
carnicero Kao aquella voz le sonaba como ulular de lobos. Así que
comenzó a guardar la poca carne que le daban de comida. Después,
por la noche, se la arrojaba a la anciana, como había hecho con
aquel lobo que le había traído la desgracia.
0.005.1 anonimo (china) - 049
No hay comentarios:
Publicar un comentario