Los
dos hermanos eran tan distintos como el día y la noche. El mayor era
avaro y todo lo medía con el valor del dinero. El pequeño, por el
contrario, era afable y valoraba más la amistad. Cuando murieron sus
padres, el hermano mayor dijo en seguida:
-Repartamos
la herencia -y se quedó con lo mejor.
Cuando
ya se marchaba con todo para su casa, aparecieron un buey y un perro
y él volvió a decir:
-Mira,
hermano. El buey es un animal indolente que anda despacio y come
mucho. El perro, por el contrario, es fiel. servicial y come muy
poco. Así que, haciendo un gran sacrificio, yo me quedaré con el
buey y tú con el perro.
Era
una injusticia, pero el hermano menor no dijo nada. Suyos fueron los
peores campos y una choza en ruinas. Sin embargo, el perro le hizo
compañía.
-Si
no fuera por ti -le decía por las noches, habría abandonado ya
estas tierras que fueron de mis antepasados.
Cuando
llegó el momento de ararlas, se encontró con que no tenía con qué.
Entonces se dijo:
«Quizás
este perro pueda ayudarme. Le haré un yugo pequeñito y le unciré
el arado.»
Así
lo hizo y, en efecto, el perro empezó a arar el campo, como si fuera
un buey. Cuando ya llevaba hechos tres surcos, acertó a pasar por
allí un vendedor ambulante. Llevaba una carreta llena de todo lo que
se puede imaginar. Al ver al hermano menor y al perro, se echo a
reír, diciendo:
-¡Vaya
una estampa! ¿Crees que así vas a arar todo el campo? -Por supuesto
-respondió el hermano menor, ofendido. Ya llevamos tres surcos.
El
vendedor pensó: «Este joven es un engreído. Verás cómo le saco
el campo entero. No es muy bueno, pero menos es nada.» Después
volvió a decir en voz alta:
-Te
apuesto mi carro a que ese perro no puede arar el campo entero.
-Acepto
-dijo en seguida el hermano menor.
-Pero
ten en cuenta -replicó el vendedor- que, si no lo hace, me quedo yo
con tu campo.
-Está
bien.
Entonces
el hermano menor acarició al perro y en menos de dos horas todo el
campo estaba lleno de surcos. Cuando se enteró el hermano mayor, en
seguida fue a visitarle.
-Vengo
a pedirte un favor, hermano -dijo. Voy a estar fuera de casa unos
días y quiero que me prestes tu perro, para que me la cuide.
-¡No
faltaría más! -replicó el hermano menor. Este perro es tan fiel
como una esposa vieja.
Pero,
en cuanto llegó a su casa, el hermano mayor le puso el yugo más
pesado y dijo:
-Vamos
a ver si es verdad lo que dicen de ti. No quiero cansar a mi buey,
porque es muy caro y además me dará carne cuando sea viejo.
En
esto pasó un comerciante de telas. Tres carretas llevaba llenas de
sedas, algodones y lanas.
-Estás
loco, si crees que ese perro va a arar un campo tan grande -dijo al
hermano mayor. ¿Por qué no usas tu buey?
El
hermano mayor le miró de arriba abajo y pensó: «Este incauto se
cree que éste es un perro corriente. ¡Ya verás cómo se queda sin
telas!» Después, sonriendo como un prestamista, añadió:
-Si
te parece, hacemos un trato: si mi perro ara todo este campo, me
quedo con tus tres carretas, y, si no lo hace, te doy yo a ti el
campo.
-No
me gusta aprovecharme de nadie -replicó el comerciante, pero, ya que
eres tú el que lo quiere, acepto el trato.
Sin
embargo, el yugo eran tan pesado que el perro no se movió del sitio.
El hermano mayor le golpeó con todas sus fuerzas, pero no consiguió
nada. El campo pasó, pues, a manos del comerciante.
-¡Perro
estúpido! -gritó el hermano mayor, airado. ¡Ni para guardar las
casas de tus amos vales!
Y,
agarrando una pala, le golpeó en la cabeza y le mató. Cuando se
enteró el hermano menor, le cogió con todo cariño y le enterró en
su campo.
-Era
mi mejor amigo -sollozaba, mientras le cubría de tierra-. Ahora
vuelvo a estar solo otra vez. Además, sin él no podré arar y me
moriré de hambre.
A
la mañana siguiente creció una planta extraña sobre su tumba. Era
parecida a las alubias, pero su fruto era muy negro. Además,
desprendía un aroma muy fuerte.
«Se
me ha acabado el arroz y no podré comprar más durante meses -se
dijo el hermano menor. Tendré que comerme estas alubias, si no
quiero morirme de hambre.»
Por
primera vez desde que murieron sus padres se llenó hasta hartarse. A
media noche empezó a tirarse pedos y comprobó con asombro que ni
los mejores perfumes podían comparárseles en fragancia.
«¡Qué
buena suerte la mía! -se dijo, alborozado. Mañana iré al mercado y
los venderé.»
Al
día siguiente, en efecto, fue a la ciudad y empezó a gritar por las
calles:
-¡Pedos
perfumados! ¿Quién me compra pedos perfumados?
Todos
le tomaron por un loco y nadie se atrevía a acercarse a él. El
joven, sin embargo, continuó gritando su mercancía. Lo oyó el
gobernador y montó en cólera.
-¿Pedos
perfumados? ¿Cuándo se ha oído semejante embuste? ¡Que detengan
inmediatamente a ese timador!
El
hermano menor temblaba de pies a cabeza cuando le llevaron ante él.
Pero protestó con energía contra la acusación que se le hacía.
-Yo
no engaño a nadie, señor -exclamó. Es verdad que mis pedos son
perfumados y yo se los vendo a quien quiera olerlos.
-¡Eso
es imposible! -replicó el gobernador. Todos los
pedos huelen mal.
Sin
embargo, tanto porfió el hemano menor que terminó cediendo.
-Está
bien –concluyó. Haznos una demostración. Si es verdad lo que
dices, recibirás cuarenta libras de plata; si no lo es, se te darán
cuatrocientos latigazos.
-Una
decisión muy sabia la vuestra -replicó el hermano menor y se tiró
un pedo.
En
seguida se extendió por el palacio un aroma que ningún perfume
podía igualar. Era tan fuerte que pronto empezaron a llegar
mariposas y abejas. Al verlas, el gobernador se destapó las narices
y aspiró también él el aroma.
-iEs
increíble -exclamó, asombrado. Perdóname por haber dudado de tu
palabra. Que inmediatamente se te paguen las cuarenta libras de plata
que te prometí.
Cuando
se enteró el hermano mayor, acudió corriendo a su casa.
-¿Cómo
es que el gobernador te ha dado tanto dinero? -preguntó, ofendido.
Parece mentira que te guardes para ti solo tus secretos. ¿No somos,
acaso, hermanos?
El
hermano menor le contó entonces la historia de las alubias negras.
En seguida fue él y se comió las que quedaban.
-¿Qué
importa que estén en el campo de mi hermano? -se dijo. Todo lo suyo
es mío también. Para algo soy el mayor.
A
la mañana siguiente fue al mercado de la ciudad. Se sentó en una
piedra y empezó a vocear:
-¡Vendo
pedos perfumados! ¡El
vendedor de pedos perfumados está aquí!
El
gobernador le oyó y se dijo:
«iQué
suerte! Pensé que ese hombre no iba a volver más.» Y le mandó
llamar.
En
cuanto el hermano mayor entró en palacio, se puso hueco como un
pavo. El gobernador en persona salió a recibirle a la puerta.
-Ayer
-dijo, cuando uno de tus colegas pasó por aquí no me acordé de que
el piso de arriba lleva diez años sin habitar. Quiero que subas allí
y que perfumes todas sus habitaciones.
El
hermano mayor obedeció en seguida. Pero sus pedos olían tan mal que
ni las vacas podían aguantarlo.
-¡Es
un estafador! -bramó, fuera de sí, el gobernador. ¡Que deje de
tirarse pedos o moriremos todos asfixiados!
Sin
embargo, el hermano mayor no podía. Había comido tal cantidad de
alubias negras que sus tripas no le obedecían. Tuvieron que ponerle
un tonel alrededor de la cintura y tapar todos los agujeros con papel
de arroz. De esta forma abandonó la ciudad y nadie supo más de él.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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