El
doctor Chiou-In era el médico más famoso de toda la región. Su
fama no provenía de sus artes, sino de la dulzura de su corazón:
cuando algún enfermo no tenía con qué pagar, el doctor Chiou-In
sonreía y decía que no importaba, que ya le pagaría más adelante.
Después se olvidaba de tales promesas, porque sabía que las gentes
de la aldea eran más pobres que él.
Su
abnegación era otra de las bases sobre las que se asentaba su fama:
ni el sol, ni los ciclos de la luna eran capaces de detenerle en su
casa. El doctor Chiou-In siempre acudía a donde fuera, cuando
alguien le necesitaba.
-Cualquier
día vas a aparecer muerto por esos caminos -le reprochaba su esposa.
¿Y todo para qué? Nadie te paga nunca y nosotros somos cada vez más
pobres.
El
doctor se reía para sus adentros y nunca le contestaba, porque sabía
que el corazón de su esposa era más blando que el suyo propio.
Un
día un grupo de cazadores persiguió a un tigre macho hasta las
mismas puertas de la ciudad en la que vivía el doctor Chiou-In. Allí
perdieron totalmente su pista y no sabían qué hacer.
-¡Es
imposible! -decían los hombres, cubiertos hasta las cejas de sudor.
¿Cómo puede un tigre evaporarse de esta forma?
-Se
habrá escondido en alguna oquedad de la muralla. Registré-mosla
bien.
Pero
la muralla estaba en tan buen estado que ni siquiera un gorrión
podía hacer su nido en sus paños.
-¿Qué
vamos a hacer para encontrar su rastro?
-No
perdamos más tiempo -la voz de los hombres sonaba cansada. ¿Es que
no lo veis? El hilo de sangre cesa aquí de repente.
El
tigre estaba herido de muerte: dos lanzas le habían entrado por el
costado y llevaba clavada una espada en el lomo. Pero lo que no
sabían los cazadores era que aquel tigre era un príncipe entre los
de su especie. Como tal, tenía el poder de tomar forma humana. Así
lo hizo, cuando las murallas de la ciudad le impidieron seguir
huyendo.
-Pase,
buen hombre. Se nota que está muy cansado. Hasta parece enfermo. Si
es así, el doctor Chiou-In vive a tres calles de aquí -le había
dicho el centinela que guardaba la puerta.
El
tigre herido siguió su consejo, y de dos zancadas se presentó en
casa del médico. Su odio contra los hombres era tal que decidió
comérselo en cuanto abriera la puerta. Pero, cuando vio el brillo de
bondad de sus ojos, no pudo hacerlo. El doctor llevaba un farol en
las manos.
-Estoy
de camino y no tengo dónde hospedarme -mintió el tigre. Le prometo
que mañana, en cuanto amanezca, me marcharé.
-Hónranos
con tu visita todo el tiempo que quieras -dijo el doctor, y cerró la
puerta.
La
señora Chiou se asomó a la escalera, pero, al ver al tigre, se
volvió de nuevo a la cama. Había visto la herida de su espalda y
pensó que era un enfermo más. El doctor quiso curársela. pero el
tigre se negó.
-No
seas cabezota -le respondió el hombre con dulzura. Esta herida es
como todas las demás. ¿Crees que porque todavía lleva clavada la
espada que la produjo es distinta?
Y
se la sacó con extremo cuidado. El tigre lanzó un alarido tan
fuerte que despertó a media ciudad. Pero creyeron que se trataba de
una pesadilla y volvieron a quedarse dormidos.
A
la mañana siguiente toda la ciudad comentaba, asombrada, la extraña
desaparición del tigre moribundo. El doctor Chiou-In supo de esta
forma que su paciente era en realidad aquel animal, pero no dijo
nada. Su deber era atenderle.
Por
la tarde la calentura de la bestia era tan alta que comezó a
delirar. Tan pronto se transformaba en tigre como volvía a tomar
forma humana. El doctor Chiou-In no dejó entrar a su mujer en
aquella habitación ni una sola vez. Sabía que, aunque buena, su
esposa hablaba demasiado con las otras mujeres de la ciudad.
-Es
un tipo extraño ese hombre que estás curando -comentó a la hora de
la cena. ¿Te has fijado en sus pupilas? Son verdes y alargadas como
las de un gato.
-¿Cómo
puedes hablar así de nuestro huésped? -la reprendió el doctor y
cambió en seguida de tema.
Cuando
el sol apareció por la línea del horizonte, el doctor Chiou-In tomó
su arco de caza y salió de la ciudad. Todo el día estuvo en el
campo, pero sólo regresó con dos liebres y una torcaz. El tigre las
devoró de un bocado. Durante los días siguientes volvió a repetir
la operación y por primera vez en su vida el doctor Chiou-In faltó
a su obligaciones de médico.
-¿Estás
loco? -le echó en cara su mujer. ¿Qué tiene ese hombre para que te
entregues a él con tal dedicación?
El
doctor Chiou-In respondió con un hilo de voz:
-Es
un enfermo que ha perdido muchas fuerzas. Todavía está muy grave.
Es necesario alimentarle bien.
Pero
el tiempo transcurrió y el tigre continuó holgazaneando en su casa.
A la caída de la tarde salía a pasear por la ciudad y tomaba buena
nota de cuanto veía. Su recuperada salud le devolvió el apetito y
cada vez exigía más carne al viejo doctor.
-¿Es
que te has olvidado de que nosotros también tenemos estómago? -le
gritó un día su mujer. No está bien que nosotros comamos verduras,
y él toda la carne que tú cazas.
Pero
el doctor Chiou-ln siempre repetía lo mismo:
-Mujer,
ten un poco de paciencia. Es nuestro huésped. Quizá algún día nos
lo pague con creces.
-Sí,
como los otros enfermos de la ciudad -y la señora Chiou se echaba a
llorar.
Tres
meses estuvo el tigre en su casa. Una mañana desapareció sin decir
nada a nadie. Había oído la llamada de la espesura y se volvió a
ella a criar una nueva camada de tigres. El doctor Chiou-In se sintió
muy solo y muy triste porque su esposa le recriminó con más fuerza:
-¡Otro
enfermo que huye! ¿Cuándo aprenderás a ser más sensato? A veces
me arrepiento de haber compartido tantas privaciones contigo.
Sin
embargo, esta vez se equivocó. A la caída de la tarde apareció el
tigre con un jabalí y diez liebres. La señora Chiou no salía de su
asombro, pero no pudo darle las gracias porque el animal con forma
humana se marchó con la misma rapidez con la que había llegado. Al
día siguiente volvió a presentarse de nuevo y los dos ancianos se
hartaron otra vez de carne.
-¿Lo
ves? -preguntó triunfante el doctor a su esposa. No todos los
pacientes son iguales. Siempre hay algunos que saben expresar su
agradeci-miento mejor que otros.
Pero
en el fondo se sentía triste, porque sabía que aquel enfermo era,
en realidad, un tigre.
Una
tarde, cuando el tigre-hombre acudió con su diario tributo de carne,
se encerró con el doctor Chiou-In en su aposento y le descubrió
quién era. El médico se levantó y abrazó con ternura a la fiera.
-¿Acaso
crees que no lo sabía? -preguntó, divertido. Cuando la fiebre es
muy alta, la magia no vale para nada.
Y
le contó las transformaciones que había presenciado el segundo día
de su enfermedad.
El
tigre, emocionado, salió por la ventana. El doctor pensó que no iba
a volver a verle nunca más y se entristeció, porque le había
cogido cariño. Pero al día siguiente se presentó más pronto que
de costumbre. Llevaba bajo su brazo izquierdo un paquete envuelto en
seda roja.
-Es
para ti -dijo el tigre. Espero que me hagas el honor de aceptarlo. Es
algo que para mí tiene mucho valor: la piedra que me ha servido de
almohada desde que soy un tigre adulto.
El
doctor Chiou-In extendió la seda roja y ante sus ojos apareció una
enorme pepita de oro puro.
-No no
puedo aceptarla -balbuceó, asombrado. ¿Cómo podría privarte de tu
almohada?
Pero
el tigre ya se había marchado. Cruzó el valle con la celeridad de
la vista, porque se sentía muy feliz.
-Tenías
razón -comentó la señora Chiou con su marido: hay pacientes que
saben expresar su gratitud mejor que otros. Es sólo cuestión de
carácter.
Esta
vez el doctor no se sintió triste, porque ¿qué diferencia existe
entre el que da las gracias y el que te cubre de oro?
0.005.1 anonimo (china) - 049
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