Aquel
hombre era tan vago que ni siquiera labraba sus campos. Lo que más
le gustaba era comer dulces. En ellos se gastó el poco dinero que su
mujer tenía ahorrado. Ahora eran ya tan pobres que ni los mendigos
les pedían ayuda.
-¿Ves
adónde nos ha conducido tu glotonería? -le echaba en cara su mujer.
Pero
él se encogía de hombros y decía:
-Si
todos comieran los dulces que yo, nadie se desesperaría, porque se
olvidaría de las amarguras de la vida.
Un
día su mujer estaba tan desesperada que decidió poner en sus manos
las tres últimas monedas que les quedaban.
-Vete
al mercado y comercia con ellas -le dijo. Si al caer la tarde no las
has duplicado, nos moriremos de hambre.
El
hombre se metió en seguida el dinero en el bolsillo. Hacía tanto
tiempo que su esposa no le confiaba una moneda, que en aquel momento
se sentía el hombre más feliz del mundo. Para celebrarlo, en cuanto
llegó a la ciudad, se metió en una pastelería y se hartó de
dulces.
«Comerciar
es amargo -se dijo.
¿Para qué gastar energías en tan des-agradable labor?»
Pero
a medida que el día declinaba, más inquieto se sentía.
«Mi
esposa es capaz de cortarme la coleta, si no regreso con el dinero
que me dijo. ¿Qué puedo hacer?», se preguntó, sin encontrar
respuesta.
Así
que se resignó a volver con las manos vacías.
Al
pasar por una cloaca, oyó chapotear y se asomó a ver qué pasaba.
Una enorme cerda se revolcaba a sus anchas en la porquería. El
hombre sonrió, complacido, y dijo:
-¡Lástima
que este lugar huela tan mal! También yo podría hacer lo mismo y
decir después que he estado todo el día trabajando -y continuó su
camino.
Ya
cerca de su casa oyó unos sollozos tan fuertes que creyó que
alguien lloraba a un ser querido. Alarmado, se acercó a la casa de
la que provenían. Una mujer golpeaba la cabeza contra la pared,
diciendo:
-¡Mi
cerda! ¿Qué habrá sido de mi cerda? Salió esta mañana al campo y
aún no ha regresado. ¡Seguro que me la han robado!
Entonces
el hombre al que le gustaba comer dulces se asomó por la ventana y
preguntó:
-¿Cuánto
me das, si encuentro a tu cerda? Porque yo soy como un perro: puedo
seguir el rastro de una cosa hasta encontrarla.
La
mujer saltó de alegría y ofreció darle dos monedas de plata.
-Por
tres sería capaz de traértela aquí.
Y
acordaron ese precio.
El
hombre hizo como si olfateara la tierra y, tras dar no pocos rodeos,
llegó a la cloaca.
-¿No
te lo dije? -anunció con voz triunfante. Ahí tienes a tu cerda.
La
mujer no salía de su asombro y en seguida le pagó lo convenido.
Contento como una ardilla, el hombre sonrió y entregó a su esposa
las tres monedas.
-¿Tanto
has ganado? -preguntó, incrédula. Espero que no las hayas robado.
Entonces
el marido le explicó todo lo ocurrido.
-¿Tú,
extraños poderes? -volvió a preguntar, divertida. ¿Y cómo no los
has ejercido hasta ahora?
En
el fondo sabía que todo no era más que un engaño. Pero su marido
volvió a repetir la misma hazaña todos los días durante más de
tres meses. Por la mañana abandonaba la casa con los bolsillos
vacíos y al atardecer regresaba con ellos llenos.
¿Por
qué no lo admites de una vez? -preguntaba, triunfante. Yo puedo
seguirle el rastro a todo lo perdido.
En
realidad, era un farsante: él mismo escondía las cosas a sus
vecinos y después, por un buen precio, decía encontrarlas
valiéndose de su olfato.
-¡Es
asombroso! -decían, y le pagaban encantados.
Su
fama era tan grande que llegó a oídos del emperador.
-Siempre
es provechoso saber que existen tales personas -comentó el Hijo del
Cielo con sus consejeros. Nunca se sabe cuándo tendrá uno que echar
mano de sus servicios.
Desgraciadamente
ese momento llegó antes de lo que él mismo hubiera deseado: una
mañana alguien descubrió que habían robado el sello imperial. En
seguida reunió a su consejo y les comunicó lo ocurrido.
-¡Es
una gran desgracia! -exclamaron a coro los consejeros. El ladrón
podría hacerse pasar por vos y llevarnos a una guerra.
-¿Por
qué no llamáis al hombre de las narices finas? -le sugirió uno de
ellos, y así se hizo.
Inmediatamente
partió una litera hacia la aldea en la que vivía. Antes de dos
horas el farsante estaba al corriente de lo sucedido.
«Si
no voy -se dijo,
el emperador mandará que me corten la cabeza por no obedecerle. Y si
voy, la perderé lo mismo, porque descubrirán que es mentira que
puedo seguir el rastro de lo perdido.»
Al
final optó por ir, porque, de esa forma, alargaba en unas horas su
vida. Por eso, además, ordenó a los que transportaban la litera:
-No
corráis mucho. Id, más bien, despacio, porque he de pensar con
detenimiento en este grave asunto -y los dos hombre le obedecieron
sin rechistar.
Al
pasar por la playa, el hombre de las narices finas hizo detener la
litera. Un cangrejo había casi metido sus pinzas en la concha de una
almeja. El animal se estaba ya relamiendo, sin darse cuenta de que a
su espalda un pescador estaba a punto de pescarle a él. Entonces el
hombre de las narices finas exclamó:
-¡Pobre
cangrejo y pobre almeja! ¡No saben lo que les espera!
Los
dos hombres que llevaban la litera se arrojaron al punto a sus pies.
-¡No
nos denuncies, gran señor! -suplicó uno.
-Conocíamos
tus maravillosos poderes y habíamos decidido matarte por el camino
-confesó el otro. Pero ahora ya no podemos hacerlo, porque tú lo
sabes todo.
Entonces
le revelaron que sus nombres eran Cangrejo y Almeja y que habían
sido ellos los que habían robado el sello imperial.
-Como
bien sabes -concluyeron entre sollozos, el sello está en el pozo del
jardín oeste de palacio.
-Por
supuesto que lo sabía desde el momento mismo en el que os vi
-fanfarroneó el hombre de las narices finas y, sintiéndose
magnánimo, agregó: En lo que a mí respecta, podéis marcharos.
Pero no volváis a pisar jamás este reino.
El
señor Cangrejo y el señor Almeja se metieron en el mar y
desaparecieron para siempre en la distancia.
Al
llegar a palacio, el hombre de las narices finas husmeó por todos
los rincones. Después se dirigió al pozo del jardín oeste y sacó
el sello imperial. Todos estaban asombrados de su pericia. Entonces
el emperador, agradecido, le preguntó:
-¿Qué
es lo que quieres? Te debemos tanto que, aunque pidas la mitad de
este reino, será tuyo.
El
hombre de las narices finas respondió de inmediato:
-Sólo
quiero pasteles y dulces.
En
seguida le trajeron toneladas y toneladas de los mejores pasteles que
había en todo el reino. Los comió con la fruición de un
hambriento. Pero, al comprobar lo deliciosos que estaban, se dijo a
sí mismo:
«Si
los hombres son capaces de hacer pasteles tan ricos, ¿qué no podrán
hacer en el cielo"?»
Y
le pidió al emperador que le dejara probar los dulces que hacían
allá.
El
Hijo del Cielo se puso muy triste, porque no sabía cómo poder
llegar hasta él.
-Es
muy fácil, señor -dijo uno de los consejeros. Sólo tenéis que
atar los bigotes de las langostas y hacer, de esta forma, una
escalera.
El
emperador ordenó que trajeran a palacio todas las langostas del
reino. Les ataron después los bigotes, y el hombre de la nariz fina
comenzó a subir hacia el cielo. Sin embargo, la ascensión no era
fácil y pronto lamentó haber pedido una cosa tan difícil.
«Con
un pastelero para mí solo -se dijo- podría haberme evitado todas
estas molestias.»
Pero
se acordó de las delicias que, por fuerza, tenían que hacer en el
cielo y continuó subiendo. Cuando había sobrepasado las montañas
más altas, el dios del trueno se asomó por una nube y preguntó:
-¿Se
puede saber qué estás haciendo?
El
hombre de las narices finas sonrió y respondió, jadeando:
-Subo
al cielo por esta escalera de langostas a probar los pasteles que
hacen allí.
Entonces
el dios del trueno, que era muy irascible, arrojó uno de sus rayos y
destruyó aquella enorme torre de langostas.
-¡Vuelve
a tu mundo, viejo glotón! -y dejó escuchar su voz de tormenta.
El
hombre de las narices finas cayó, chamuscado, dando tumbos por el
aire.
Como
la altura era tan grande, al chocar contra el suelo, se hizo polvo.
De él surgieron las hormigas. Por eso son negras Por eso, además,
lo apañan todo y lo esconden en seguida bajo tierra.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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