Mucho tiempo ha, antes de que viviera el
abuelo de tu abuelo, el ilustre Zar Dadón gobernaba su reino, defendiéndole de
las invasiones de sus enemigos. Cuando alguien se atrevía a retarlo, ceñía su
brillante espada y se iba a la guerra cayendo sobre su enemigo con tal fiereza
y causando tal número de muertes, que no dejaba vivo más que a uno solo, para
que éste pudiera volver a su patria llevando las noticias de las proezas de
Dadón. Por eso los monarcas vecinos temblaban al oír el nombre de Dadón; temían
que príncipes y nobles lo aclamasen y se inclinasen profundamente ante él,
aceptando cual quier humillación que el rey Dadón les impusiese y sufriéndola
en silencio.
Pasaron los años, enflaqueció su brazo y se
debüitó su vista. Su cabeza no podía ya soportar el peso del poder y sus
espaldas se doblaban bajo el fardo impuesto, se vió obligado a abandonar los
rigores de las guerras y avenirse a un género de vida más cómodo y muelle. Sus
vigilantes enemigos, que todo lo sufrían en los días de su juventud y
fortaleza, veían ahora que la debilidad se habia apoderado del Zar. En cuanto
se hubieron percatado de ello, reunieron sus tropas y, pasando las fronteras,
arruinaron las tierras y se dedicaron al pillaje, asolando todo a su paso.
Dadón obligó a sus debilitados miembros a ir de nuevo a la guerra y multiplicó
sus legiones de guerreros, cuyo número fué tan grande que no quedó nadie para
sembrar la tierra y cuidar de las viñas. De este modo el hambre se dejó sentir
en todo el reino. A pesar de ello, no podía vencer a sus enemigos; sus soldados
se batían con denuedo y con valor morían; mas Dadón quedaba confundido por las
hordas de sus adversarios, como un corcel fatigado por los golpes de su jinete
implacable. Cuando dirigía sus pasos hacia el Sur, seguíanle rápidos escuderos
que venían a darle la nueva de que una fuerza armada se acercaba hacia el
Oeste. Si volvía grupa, para ir en la dirección indicada, un toque de trompetas
daba la alarma hacia el Este. Así es que el Zar Dadón no conocía ya la alegría
durante el día, ni la paz en la noche.
En vista de estos acontecimientos mandó a sus
heraldos proclamar por todo el reino que aquel que encontrase el medio de
llevar la destrucción sobre los enemigos de Dadón recibiría de su Zar los más
altos honores y un monte formado con rublos de oro. Pasaron dos días, con sus
noches, sin que nadie se presentara ante el Zar. Al tercero, acercóse hasta el
trono de Dadón un viejo brujo que pasaba por la ciudad. Negras eran sus
vestiduras y blanca como la pluma de un cisne su larga barba. Su rostro estaba
marchito como una hoja seca, y sus ojos brillaban como dos tizones encendidos
entre las grises cenizas. En su mano derecha llevaba un saco, de cuyas
profundidades sacó un gallo de oro, que ofreció a. Dadón diciendo: "Señor,
el aviso de Vuestra Majestad ha llegado hasta el polvoriento rincón del mundo
donde este vuestro servidor ejercita sus pobres artes. Recibid este gallo de
oro que ¡te confeccionado para vuestras necesidades. Es fiel, vigilante y atrevido.
Hacedlo colocar en la parte más alta de la cúpula de vuestro dorado palacio, y
ya no necesitaréis más centinelas. Cuando vuestros enemigos permanezcan
pacíficos tras sus fortificaciones, se quedará sin movimiento en su puesto.
Pero si el aire que pasa por los montes le trajese el más ligero aviso de su
proximidad, bien viniesen vuestros enemigos de los desiertos del Oeste, o de
los mares del Sur, o de los perfumados bazares del Oriente, mi gallo de oro
erizará sus plumas, levantará su cresta, y, volviéndose hacia la dirección en
que Vuestra Majestad sea amenazado; lanzará un "qui-quirri-quí", en
tonos a la vez tan suaves y tan penetrantes, que llegarán a vuestros oídos,
Señor, aunque Vuestra Majestad esté enterrado bajo las nieves de cincuenta
años."
Dadón cogió en su mano el gallo de oro y se
rió alegremente. Luego replicó: "¡Oh sabio y salvador de mi reino! Tú, que
has servido fielmente a un príncipe, alcanzarás una recompensa digna de él.
Serán tuyos un monte de oro o un río de plata, y cualquiera que fuere tu deseo,
bien ahora, bien más tarde, será mío también y se cumplirá sin dilación. Quede
esto como mi promesa."
"¿Qué falta me hacen el oro ni la plata,
Señor, si yo me contento con pan negro para saciar mi hambre, y con agua clara
para apagar mi sed? Mis deseos tampoco son los de otros hombres. Sin embargo,
¿quién puede leer en las estrellas lo que allí está escrito? Puede que algún
día vuelva a pedir a Vuestra Majestad que cumpla su compromiso." Diciendo
esto, el brujo saludó tres veces con la cabeza inclinada hasta el suelo, y
abandonó el palacio sin que nadie volviera a verle.
Ordenó el Zar que el gallo de oro fuese
colocado en la parte más alta del domo de su dorado palacio.
Mientras los enemigos
del Zar estuvieron pacíficamente tras sus
fortifica-ciones, el gallito parecía dormir en su alto puesto, pero en cuanto
percibía el primer movimiento de guerra, por muy distante y secreto que fuera,
él despertaba, erizábanse sus plumas de oro, levantaba la cresta y volviéndose
en la dirección del peligro, gritaba: "iQui-qui-rriquí! ¡Qui-qui-rri-quí!
Guarda tu reino como yo cuido tu paz. ¡Qui-qui-rri-quí!"
Estos gritos los lanzaba con voz tan suave y
tan penetrante a la vez, que siempre los oía Dadón, estuviese despierto o
dormido, en el jardín o galopando en una cacería. Mandaba el Zar a sus legiones
contra el enemigo, que era diezmado y diseminado a los cuatro vientos, así que
la gloria del Zar era proclamada de nuevo y nadie se atrevía a luchar con él.
De esta manera velaba el gallo de oro por la paz del reino, mientras que el Zar
se levantaba contento y se acostaba al anochecer con el espíritu tranquilo. La
paz reinaba en todas las fronteras.
Así pasaron tres alegres años, y, al principio
del cuarto, una noche que Dadón dormía su tranquilo sueño, le pareció que un
grito débil y lejano turbaba su descanso. Era tan suave el grito, sin embargo,
que el Zar, sin darle importancia, lanzó un profundo suspiro, tiró del
cubrepiés, hasta acercarlo más a su cabeza, y siguió durmiendo. Mas un súbito
tumulto se levantó en las calles, se acercó a los muros del palacio, creciendo
por momentos en volumen y furia, hasta que despertó el Zar, el cual gritó:
"¿Quién se atreve a turbar el sueño de Dadón el Zar?" La voz del
general de sus tropas se hizo oír, diciendo: "¡Oh, Zar! Padre y defensor
de nuestro pueblo, despierta. Nos acecha el desastre. Despierta, ¡oh Zar!, y
cuida de tu reino."
"Volved a vuestros lechos, tontos -gritó
Dadón -y quedaos en paz. ¿No sabéis que mientras duerme el gallo de oro no
puede acaecernos mal alguno?"
"El gallo de oro está despierto, Señor, y
grita hacia el Oeste, mientras vuestro pueblo clama a vos para alcanzar vuestra
protección."
Dadón miró por la ventana, hacia donde el
gallo de oro vigilaba desde su encumbrado puesto. Pudo ver entonces que batía
sus alas con verdadero furor, vuelto hacia el Oeste, y levantaba su cresta de
oro, gritando: "Qui-qui-rri-quí! ¡Qui-qui-rri-quí! Defiende tu reino hacia
el Oeste. ¡Qui-qui-rri-quí!"
En el mismo instante, el Rey ciñó su corona,
cogió su cetro real y salió del palacio. Ordenó que se levantara un ejército, a
cuya cabeza colocó a su hijo mayor, conocido en todo el reino por el nombre de
Igor el Valiente. Le besó en ambas mejillas y le despidió diciendo: "Por
la cabeza de mi enemigo te daré medio reino." Igor el Valiente contestó:
"Tu enemigo es también el mío, mi Zar y Señor." Y montado sobre su
corcel, de color gris hierro, salió galopando hacia el Oeste seguido de sus
tropas.
El gallo de oro quedóse silencioso, en el pináculo donde estaba, y el pueblo de Dadón volvió tranquilo a sus respectivas
moradas. El Zar se acostó de nuevo en su lecho real y cayó en un tranquilo
sueño. Pasaron ocho días. Dadón esperaba nuevas de la guerra y de su hijo Igor;
mas por mucho que mirase desde su ventana, no veía acercarse ningún heraldo
portador de noticias que viniera del Oeste, ni podía saber nada de lo sucedido.
Súbitamente el gallo de oro se despertó desde
su alto puesto, erizó sus plumas, levantó su cresta, y gritó:
"¡Qui-qui-rri-quí! ¡Qui-qui-rri-quí! ¡Guarda tu reino hacia el Oeste!
¿Qui-qui-rri-quí!"
De nuevo, un murmullo se levantó entre los
habitantes de la ciudad, creció hasta convertirse en tumulto y rodeó el palacio
del Zar suplicándole protección.
Éste ordenó inmediatamente que se levantara un
segundo ejército, mayor que el de Igor el Valiente, en número de mil legiones,
a cuya cabeza colocó a su hijo el segundo, conocido en todas partes con el
nombre de Oleg el Hermoso. Besó el Zar a su hijo el segundo en ambas mejillas,
y lo despidió diciendo: "Por la cabeza de ni¡ enemigo te daré medio
reino." Oleg el Hermoso contestó: "Tu enemigo es también el mío, mi
Zar y Señor." Y montando un corcel, más blanco que la leche, salió
galopando hacia el Oeste seguido de sus tropas.
El gallo de oro quedóse silencioso en su
pináculo y el pueblo volvió a sus respectivas moradas. Dadón descansaba.
Pasaron otros ocho días, y por más que Dadón recorría con la mirada todo el
horizonte hacia el Oeste, no veía ningún heraldo que le trajera noticias de su
hijo Oleg. Los ojos del Zar se cerraban de cansancio. Ningún correo traía
nuevas de la guerra sostenida contra sus enemigos. El corazón de Dadón se
llenaba de pesar y de miedo, mientras su pueblo trataba de esconderse en sitios
ocultos o recorría las calles con terror. Súbitamente, el gallo de oro se
despertó, erizó sus plumas, levantó su cresta y gritó: "¡Qui-qui-rriquí!
¡Qui-qui-rri-quí! ¡Guarda tu reino hacia el Oeste! ¡Qui-qui-rri-quí!"
Inmediatamente ordenó el Zar que un tercer
ejército fuese reunido, mayor en número, compuesto de infinidad de legiones,
más aún que el de Igor el Valiente y el de Oleg el Hermoso. Ciñó Dadón su
brillante espada, montó en su negro corcel y salió galopando hacia el Oeste,
seguido de sus tropas y teniendo por compañera inseparable la gris preocupación.
Viajaban sin cesar hacia el Oeste, mientras el sol se ponía, caía la noche y la
aurora despuntaba. Así pasaron la siguiente noche y trotaban aún sin acortar su
paso ni descansar. Escrutaban con su mirada cielo y tierra, pero no veían en
sitio alguno las tiendas de campaña de sus ejércitos, ni los rnontículos
funerarios de sus enemigos, ni los campos de batalla rociados en sangre.
"Esto debiera ser para mí un augurio
-pensó Dadón; pero ¿quién podría decirme si es bueno o malo?" Siguieron
viajando hasta el amanecer y pasaron el día y la noche siguientes.
Los soldados se dormían en sus sillas, y los
caballos tropezaban a fuerza de cansancio. Así viajaron siete días y siete
noches, basta que el día octavo llegaron a la vista de unas colinas color
púrpura. A través de la abertura de una roca vieron una tienda de campaña de
seda. Dijo Dadón: "Esta es la tienda de mi enemigo." Sin embargo,
sobre las colinas y los valles cercanos reinaba un profundo silencio. Se
acercaron varios a la abertura (le la roca, y se encontraron con el cadáver (le
uno de los acompañantes de Igor el Valiente, que tenía una gran herida en un
lado. Cerca de éste, vieron a otro del acompañamiento de Oleg el Hermoso, cuya
cabeza estaba separada del tronco. Dadón miró en derredor suyo, y se vió
rodeado de los cuerpos sin vida de los que fueron sus ejércitos. Mas no veía a
sus hijos. Desnudó entonces su espada y se dirigió hacia la tienda de su
enemigo. Su corcel temblaba, como no queriendo llevarlo más lejos. Desde cierta
distancia, advirtió los caballos de sus dos hijos, que galopaban, como locos,
hacia todas direcciones; pero ellos, los jefes de los ejércitos, permanecían
ocultos. Bajó entonces el Zar de su corcel y se dirigió hacia la tienda de
seda. Se paró a la entrada. ¡Allí estaban sus hijos! Sus armaduras yacían al
lado y las espadas de ambos estaban clavadas en el corazón de los dos hermanos,
convertidos en adversarios. El Zar se desplomó sobre el suelo, rompió sus
vestiduras y alzando la voz en terribles lamentos, prorrumpió: "¡Ay de mí!
¡Mis dos hermosos hijos cayeron en un lazo! ¡Vuestra muerte será la mía, hijos!
¡Vosotros debíais haber vivido lo bastante para presenciar la muerte de vuestro
padre y he aquí que me toca a mí llorar la vuestra!" Todo el ejército unió
sus lágrimas a las de su Zar, de tal manera, que hasta las mismas montañas
retemblaban y en los valles repercutían los ecos de sus llantos. Súbitamente se
levantó la cortina que tapaba la entrada de la tienda y una doncella salió de
su recinto. Su belleza podía ser comparada a la de la aurora, al radiante sol o
a las brillantes estrellas. Cuando el Zar la contempló, quedó inmóvil y su
corazón se apaciguó, como un pájaro nocturno cuando cae la tarde. Ella sonrió,
haciéndole olvidar, con su sonrisa, de dónde venía y a qué iba. La memoria de
sus dos hijos le pareció una cosa indiferente. Esa mujer era aquella cuya
belleza cegaba a los hombres y enamoraba sus corazones de tal manera, que todo
lo que antes de verla les era querido y familiar se convertía en extraño y
ajeno. Nadie podía resistirse a la fuerza de su hechizo.
Inclinó su cabeza ante el Zar, cogió su mano
en la blanca mano suya, y le guió hasta el interior de la tienda. Fué colocado
el Zar ante una mesa llena de ricas y exóticas viandas y vinos bermejos, que le
fueron servidos. Sin poder apartar su mirada de la doncella, dijo:
"Buscaba la tienda de mi enemigo y he encontrado la de mi amada.
"Ella seguía sonriente y muda. Cogió perfumes y aceites olorosos para
ungir con ellos el cuerpo del Zar. Luego le llevó a descansar sobre un lecho de
plumas de cisne y le cubrió con un paño de oro. Se sentó a su lado, tocó
armoniosas melodías y Dadón quedó dormido.
Durante ocho días vivió Dadón en la tienda de
la joven, comiendo y bebiendo copiosamente, en un descanso tan agradable, que
no conoció hastío ni añoranza. Al anochecer del día octavo, pidió que trajeran
ante él un carro tirado por cuatro caballos, y dijo a la joven: "Ahora
debes venir conmigo a mi dorado palacio, para vivir allí con amor y alegría,
como yo lo he hecho aquí, en tu tienda de seda." Asintió la muchacha y
subió al carro. Dadón se sentó a su lado y tomó en su mano la mano de la joven,
como un pájaro que encuentra su nido. De esta manera hicieron el viaje. A una
"versta" de la ciudad, el pueblo de Dadón salió a aclamarle con
gritos y regocijos, pues las nuevas de lo sucedido habían precedido su llegada
y el pueblo se alegraba de que el gallo de oro durmiera en su pináculo y de que
su Zar que había salido de su ciudad en peligro, volviera sano y salvo,
trayendo a su lado a una Zarina, la más hermosa de cuantas había en los reinos
de la tierra. El corazón de Dadón se llenó de orgullo. Saludaba en todas las
direcciones con su sombrero de plumas, para contestar a las aclamaciones del
pueblo, que le daba así su bienvenida. La joven sonreía. Súbitamente la
muchedumbre se apartó, y el viejo brujo apareció ante el carro del Zar. Negras
eran sus vestiduras y blanca su barba como la pluma del cisne. Su rostro estaba
tan marchito como una hoja seca y sus ojos relucían como dos carbones
encendidos que estuviesen entre cenizas. El Zar lo acogió benévolamente
exclamando: "¡Salud a ti, padre venerable! Y que viva sin fin el gallo de
oro. El me ha traído la paz a mi reino y a mi amada entre mis brazos."
El brujo saludó tres veces hasta el suelo, y
dijo: "Compláceme que Vuestra Majestad mire favorablemente a mi gallo de
oro, pues he venido a que cumpla mi Zar su palabra. Me jurasteis, Señor, que me
sería concedido lo que yo deseara, sin que nada hiciera demorar el
cumplimiento de mi deseo. Ésa fué la palabra que me dió el Zar. Mi deseo es
tener a esta joven por esposa."
Se levantó Dadón echando chispas por los ojos,
y con voz tremenda, que recordaba el trueno en las montañas, dijo, mientras el
pueblo cambiaba sus aclamaciones por un profundo silencio: "¿Qué locura
tuya es ésta, imbécil y malvado? ¿Qué espíritu infernal ha cambiado tu
sabiduría en locura y tu honor en vergüenza?" "Yo sólo recuerdo
vuestra promesa, Señor." "Mas en todo hay un límite, y esta joven no
es para ti." "De esa manera el Zar será perjuro". "Aunque
lo fuera veinte veces no la conseguirás. Te puedo dar el oro que pidas, más de
lo que puedan llevar diez hombres; tuyos son los vinos más preciados de las
bodegas reales, el corcel más rápido de las cuadras del Zar. Rango y honores,
inmensas tierras te serán otorgadas. ¡Hasta la mitad de mi reino te daría!
Después de tu Señor, serás el hombre más importante del reino." "Mi
deseo no es poseer tierras, riquezas, honores, ni rápidos corceles, ni vinos
preciados. Mi único deseo es poseer esta doncella. Cumplid vuestra promesa y
entregádmela."
La ira del Zar entonces fué extraordinaria.
Escupió sobre el traje del anciano, y le gritó: "¡Vete! ¡Fuera de mi vista
o no respondo de lo que pudiera hacerte!" Mas el brujo no se movió. Gritó
Dadón, de nuevo: "¡Que se lo lleven!"
Dos soldados se adelantaron, pero cuando
quisieron apresar al viejo para llevarlo, sus brazos se inmovilizaron. De nuevo
gritó el brujo: "¡Vuestra promesa, Señor!" Mas la locura de aquel que
quiere discutir con un monarca es la mayor que se conoce. Dadón levantó su
cetro de oro y dió tal golpe sobre la frente del anciano que éste cayó al
suelo, envuelto en sus negras vestiduras. Su espíritu voló a otras regiones. El
pueblo del Zar sintió entonces que el acto malvado de su monarca turbaba su
espíritu y todos trataron de evitar las miradas del Zar El corazón de Dadón
también se sentía oprimido por el peso del pecado. Mas la joven, que no conocía
ni el bien ni el mal, echóse a reír alegremente y dió a sus rojos labios una
gracia incomparable. Oyéndola, Dadón reconfortó su ánimo. Siguieron, pues, su
viaje y abandonaron el cuerpo del viejo brujo.
Al llegar a las puertas de la ciudad, oyeron
todos un súbito ruido, como el batir de múltiples alas. Mirando hacia arriba,
la muchedumbre vió que el gallo de oro volaba desde el pináculo, donde
estuviera hasta entonces, y caía sobre la cabeza del Zar. Los ojos de la
muchedumbre estaban fijos en él. Mas no se alzó una mano para socorrerlo. Todos
quedáronse paralizados, como bajo el poder de algún extraño encantamiento. El
gallo de oro dió un picotazo sobre la cabeza del Zar, gritando:
"Qui-qui-rri-quí! ¡Quiqui-rri-quí! Que recaiga sobre tu cabeza todo el mal
que nos ha traído. ¡Qui-qui-rri-quí!" Desplegó entonces sus alas de oro y
voló muy lejos de la vista de los hombres a regiones desconocidas. Dadón cayó
al suelo, hizo oír un sólo gemido y murió. En cuanto a la joven, que estaba a
su lado, se desvaneció como un sueño que se ha acabado.
0.062.1 anonimo (rusia) - 054
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