En cierto país, un Zar se despidió de su
esposa y partió a la guerra. La Zarina se quedó desconsolada. Al amanecer de
cada día, la Zarina se sentaba en la ventana de su palacio y allí permanecía hasta
medianoche aguardando a su señor. Así pasaban los días. Pero la nieve caía
sobre los campos y los bosques, vistiéndolos de blanco, y el guerrero no
llegaba. Pasaron las semanas y los meses, y la víspera de Navidad la Zarina
dió a luz una niña. Aquel mismo día regresó el Zar de la guerra; pero tanto
había sufrido la soberana por la ausencia de su esposo y tal alegría le Causó
verlo de nuevo, que la Zarina dejó de existir mientras las campanas repicaban
en honor del Hijo de Dios.
La pena del Zar fué sincera y amar„a. Sin
embargo, ¿se ha visto alguna vez que un Zar pueda vivir sin esposa?
Pasó un año como un sueño, al cabo del cual el
Zar se casó por segunda vez. La nueva Zarina era esbelta como un abedul y bella
como un haz de trigo cuando el sol lo dora. Su porte era el que corresponde a
una Zarina: estaba lleno de majestad. Pero su alma no era hermosa. Sentía la
ira, el orgullo, la envidia. Como dote había aportado un espejo de plata que no
se diferenciaba gran cosa dle los corrientes; pero tenía el don de la palabra.
La alegría de la Zarina consistía en hablar con él y decirle: "Espejito,
tesoro mío, tú sólo conoces la verdad. Dime cuál es la mujer más hermosa a los
ojos de los hombres y cuál posee los labios más rojos y la más blanca frente."
El espejo contestaba: "Vos sois la más bella, graciosa Zarina, nadie puede
negarlo."
Y la coqueta reía de gozo ante la adulación
del espejo. Así aumentaba su orgullo y su desdén por el prójimo.
En el palacio del Zar, la hija de éste crecía
como una flor. Por su belleza y su simpatía tenía el afecto de cuantos la
trataban.
Un día llegó a palacio un correo que pidió
audiencia al Zar y le dijo: "Traigo saludos del príncipe Alexei, que os
pide la mano de vuestra hija." El Zar otorgó a Alexei la mano de su hija,
a la cual dotó con siete ricas ciudades de su reino que se dedicaban al
comercio y con un centenar de palacios. Ordenó también el Zar que se hiciesen
fiestas para celebrar el noviazgo de la pequeña princesa y pidió a los súbditos
ricos y pobres, que participasen de su alegría.
Cuando el festejo estuvo preparado, la
perversa Zarina se vistió con un trajo espléndido y preguntó al espejo:
"Espejito, tesoro mío, dime, ¿quién es la mujer más bella a los ojos de
los hombres? Cuál es la que posee los labios más rojos y la frente más
blanca?" El espejo contestó: "Vos, graciosa Zarina, sois hermosa a
los ojos de los hombres. Sin embargo, aquella que está prometida a Alexei es
más bella que vos; sus labios son más rojos y su frente más blanca."
La Zarina se encendió de ira y arrojó el
espejo lejos de sí, exclamando: "Espejo embustero, ¿qué broma es esta?
¿Cómo ha de atreverse la princesa a compararse conmigo? ¡Más blanca que yo es
en verdad! Porque, desde el alba hasta la puesta del sol, su madre permanecía
en la ventana, con sus humildes manos cruzadas sobre el pecho, mirando la
nieve. Pero no es más hermosa. Me has dicho muchas veces que no hay en la
tierra una mujer que pueda rivalizar conmigo." El espejo, sin embargo,
insistía: "La amada de Alexei es más hermosa que tú, sus labios son más
rojos y su frente más blanca." Entonces la Zarina lanzó el espejo al
rincón más lejano de su cuarto y encargó a Chernavka, su doncella, que llevara
a la princesa a lo más profundo de un bosque y la atara a un pino corpulento
para que los lobos la devorasen.
Hasta Satán se queda silencioso ante una mujer
iracunda. Chernavka no se atrevió a contradecirla. Condujo a la pequeña
princesa a lo más profundo del bosque. Conforme se alejaban de palacio, la
princesa sentía verdadero terror. Le dijo a Chernavka: "Mi buena
Chernavka, ¿habré hecho algún mal contra ti sin saberlo? No me mates, te lo
suplico; citando sea Zarina te recompensaré por tu bondad." "No me
atrevo a volver contigo a palacio -contestó la doncella, pues seguramente la
Zarina te asesinaría. Sin embargo no quiero tampoco atarte a un árbol, como
ella lue ordenó. No llores, palomita mía, busca refunio donde puedas y que el
Señor te libre de todo mal."
Cuando regresó la doncella a palacio, la
Zarina exclamó: "¿Cómo se encuentra ahora esa hermosa princesa con sus
rojos labios y su blanca frente?" Chernavka contestó: "La he atado a
un pino corpulento; así la dejé en medio del bosque. No podrá defenderse de
las bestias salvajes. Así morirá fácilmente." Por palacio empezó a circular
el rumor de que la pequeña princesa había muerto. Los invitados se lamentaban
unánimemente y el Zar se retiró para llorar por su hija perdida. En cuanto a
Alexei, montó a caballo y salió en busca de su prometida.
Mientras, la princesa erraba durante la larga
noche, sin que nadie le hiciera daño. Si alguna fiera se acercaba, ella ponía
sus manos sobre el lomo de la bestia y le hablaba dulcemente. Así detenía su
furor. Al amanecer oyó ladridos y pronto divisó una casa, cuya puerta vigilaba
un perro. Cuando éste vió a la princesa corrió a su lado, entre alegres saltos,
como para darle la bienvenida. La princesita entró en la casa, donde había un
cuarto con bancos de roble, una mesa de la misma madera y, en un rincón, una
estufa. De inmediato se dió cuenta de que aquélla era la vivienda de gentes que
conocían la paz del Señor y allí pensó permanecer y descansar. En seguida se
puso a barrer y a adornar la estancia. Encendió fuego en la estufa y una vela
delante del icono del Señor. Luego entró en un cuarto y se durmió. Pasaron las
horas y cuando la primera estrella lució en el cielo azul, el piafar de unos
caballos rompió la tranquilidad del bosque. Al poco tiempo, siete gigantes
entraron precipita-damente en la estancia, el rostro encendido por el ejercicio
de la caza. En los siete rostros se veían grandes y tupidos bigotes.
El mayor de los gigantes exclamó: "¿Esto
es una maravilla! La casa está barrida y adornada, encendidos el fuego y el
cirio, como una bienvenida." Luego gritó: "Aparece, quienquiera que
seas, para que podamos tenerte como amigo. Si eres viejo y de barba gris, te
honraremos como nuestro señor; si eres joven, será nuestro hermano en armas y
en amor; si eres una dama, te llamaremos nuestra madre y cuidarás de nuestra
casa, y si eres doncella, serás nuestra hermana querida."
La pequeña princesa apareció toda ruborosa y
llena de confusión. Se inclinó ante los gigantes y pidió perdón por haber
entrado en aquella casa sin haber sido invitada. Los gigantes pensaron que la
doncella no podía ser sino hija de un Zar, tales eran su belleza y simpatía. La
hicieron sentar a la cabecera de la mesa y pusieron ante ella un vaso de vino v
un "piroshki." Bebió la princesa, partió el "piroshki" y
comió con apetito. Pero el cansancio la rindió y su cabeza se dobló pronto
sobre el pecho. El mayor de los hermanos la llevó a una alcoba y la dejó allí
descansando tranquilamente.
Así fué como la princesita se quedó a vivir en
el bosque, con los siete gigantes. Los días seguían su curso y la princesa no
conocía ni la soledad ni la pena, pues sus manos estaban ocupadas en las tareas
domésticas y su corazón se alegraba, lejos del odio de la Zarina. Todas las
mañanas, antes de que amaneciera, los siete herma-nos, en amigable compañía,
montaban sus corceles y cabalgaban por montes y llanos, adiestrando su brazo en
la caza. Otras veces iban a pelear con los habitantes del Cáucaso, para
expulsarlos del país.
La princesita se quedaba en casa para tenerla
en orden, encender el fuego, preparar la cerveza, hacer el pan y dar la
bienvenida a los gigantes cuando volvían a la caída de la tarde. Todas sus
costumbres y maneras eran agradables y no se oía bajo aquel techo ni una sola
palabra de mira. El perro Sakolka era el defensor de la princesa cuando ésta
quedaba sola.
Sucedió que los siete hermanos amaban a la
princesita con profundo amor y, después de reunirse en consejo, dicidieron
hablarle. En efecto, una mañana entraron en su cuarto, antes de salir de caza,
y el mayor de ellos habló, diciendo: "Muchacha, tú eres nuestra hermana
querida. Pero nuestro amor aumenta de tal modo que venimos ahora, como humildes
pretendientes, a pedir tu mano. No puedes casarte con los siete. Te rogamos,
pues, que restablezcas la paz entre nosotros. Elige a uno por marido y los
demás seguirán llamándote hermana. ¿Por qué niegas con la cabeza? ¿Es que no
nos quieres a ninguno de nosotros o es que no te merecemos" "¡Ay de
mí, queridos hermanos! -dijo la princesita. ¡Que Dios me castigue a vuestra
vista si digo algo que no sea verdad! Os amo, sí bravos guerreros y fieles caballeros,
todos sois igualmente queridos por mí. Sin embargo, no puedo casarme con
ninguno, pues soy la prometida de Alexei. El es mi pretendiente y le amo más
que al resto de los hombres."
Oyeron estas palabras los hermanos y
permanecieron un momento silenciosos, sin saber qué decir. Al fin habló el
mayor: "¿Me permites algunas preguntas? Si te disgusta no volveremos a
hablar de estas cosas." "No, esto no me disgusta. Os ruego me
perdonéis, hermanos, por no acceder a vuestro ruego. La culpa no es mía."
Los siete hermanos se inclinaron ante la pequeña princesa y salieron de casa.
No volvieron a hablar de amor y siguieron viviendo sin querellas.
En palacio, la perversa Zarina meditaba y
seguía odiando a la que creía difunta princesa. Durante muchos días, su
espejito quedó en el rincón más apartado del cuarto. Al fin sintió deseos de
contemplar su belleza y olvidó su rencor. Cogió el espejo, se miró en él y
dijo: "Buenos días, espejito. ¿Cuál es la mujer más hermosa del
mundo?" El espejo contestó: "Vos, graciosa Zarina, sois bastante
hermosa a los ojos de los hombres nadie puede negarlo. Pero en el verde bosque,
escondida de los hombres, vive una doncella con siete gigantes. Es cien veces
más hermosa que tú. Sus labios son rojos como una gota de sangre y su frente es
blanca como la nieve recién caída." La Zarina palideció de rabia, llamó a
su doncella Chernavka para que compareciera ante ella, y exclamó: "¡Te
maldigo, embustera! ¿Dónde has escondido a la princesa?" Chernavka cayó
de rodillas, llorando, y contestó: "En verdad digo a Vuestra Majestad que
no la escondí. No hice más que dejarla sola en el bosque, buscando un refugio
para guarecerse." La Zarina repuso: "Ahora habita en la casa de los
siete gigantes. ¡Búscala y mátala! Si le salvas la vida por segunda vez, no
salvarás la tuya."
Así fué como sucedió. La pequeña princesa, que
hilaba a la ventana, esperando la vuelta de caza de sus hermanos, oyó el
furioso ladrido del perro Sakolka, y, levantando la cabeza, vió una vieja
mendiga que luchaba con su bastón para alejar el perro de su lado. La pequeña
princesa exclamó: "¡Esperad, pobre vieja! ahora iré y os llevaré
limosna."
"¡Daos prisa, hermosa joven! ¡El perro
quiere devorarme!" Mas cuando la pequeña princesa con un pedazo de pan
quiso pasar el umbral de la puerta, Sakolka se atravesó en el camino y le
impidió el paso. Cuando la vieja se acercaba, el perro enseñaba los dientes y
se echaba sobre ella, como una de las fieras del bosque. Así es que la mendiga
huyó a toda prisa. La pequeña princesa volvió a haitiana diciéndole:
"Puede que el perro esté irritado por haber dormido mal. Os echaré el pan
desde aquí, juntad las manos para recibirlo. Echó la princesa el pan a la
anciana, que lo recibió en sus brazos, y exclamó: "¡Que recaiga una
bendición sobre vuestra hermosa cabeza! ¡Tomad esto a cambio!" Y le arrojó
un dorada manzana.
El perro Sakolka quiso coger la fruta en el
aire; pero ésta cayó en manos de la princesita. Viendo esto, gritó la anciana:
"Dios os recompensará por el pan que me habéis dado. En cuendo a la
manzana, podéis comerla cuando no tengáis nada mejor que hacer. Que sigáis
bien." La pequeña princesa volvió a su cuarto y el perro Sakolka corrió a
su lado. Con una de las patas golpeaba la mano de la princesa, como quien dice:
"¡Arroja la manzana lejos de ti!"
La princesa acarició el perro y le dijo:
"¿Qué es eso, Sakolka?: ¿qué es eso, tonto? ¡Olvida tus pesadillas y
quédate en paz!"
No obstante, el perro seguía con la cabeza
levantada y gruñía tristemente.
La doncella volvió a su rueca y puso delante
de sí la manzana para alegrar su vista. La fruta tenía un aspecto delicioso.
Era tan roja como una doncella ante su amado y tan dorada como una vasija llena
de miel. La princesa pensó esperar la vuelta de sus hermanos, para que pudieran
también probar aquella manzana deliciosa. Pero a fuerza de mirarla, no pudo
resistir el deseo y llevándola a sus labios, hundió en ella sus pequeños
dientes. En el mismo instante cayó hacia atrás como una caña que dobla el
viento, sus dos blancas manos cayeron a los dos lados de su cuerpo y la manzana
de oro rodó al rincón más alejado del cuarto. El perro se tendió al lado de la
princesa, con la cabeza entre las patas delanteras, y así quedó inmóvil mucho
tiempo.
Horas más tarde el piafar de los caballos
rompió la tranquilidad del bosque, y los siete gigantes llegaron, cabalgando
alegremente. Habían derrotado los ejércitos enemigos y el júbilo de la victoria
se retrataba en los siete semblantes. Pero a la puerta del hogar no encontraron
a nadie para darles la bienvenida, y dentro todo era sombra y silencio.
"Algo grave ocurre -exclamaron los
hermanos. Sin embargo, si la desgracia está sobre nosotros, tenemos que
aceptarla." Encontraron a la pequeña princesa sobre el banco de roble con
su perro a los pies. Cuando éste vió a los siete gigantes, empezó a dar
vueltas, de acá para allá, ladrando como loco. Al fin encontró la dorada
manzana, que había rodado al rincón más apartado del cuarto, y, tragándola de
un solo bocado, cayó muerto instantáneamente.
Los siete gigantes se arrodillaron alrededor
del banco donde estaba la princesita y rogaron para que descansara en paz su
alma mientras en sus corazones estallaba la pena. La vistieron con un traje
blanco como la nieve y se dispusieron a enterrarla. Pero de pronto observaron que
la princesa no parecía muerta, sino envuelta en el maleficio de un sueño. Sus
labios seguían siendo rojos y su frente poseía la misma blancura.
Así pasaron tres días y la doncella seguía
inmóvil. Al fin, los hermanos pusieron a la princesa en un ataúd de cristal y,
cantando responsos, la llevaron sobre sus poderosos hombros a un monte
distante, que se elevaba en medio de tan extenso vallo. Atravesaron una puerta
oscura, en la falda de un monte, y pronto llegaron a una caverna escondida
donde colgaron el atáud de cristal, suspendiéndolo en el aire por medio de
gruesas cadenas, a fin de que cuando el viento entrara allí pudiera mecer el
dulce sueño de la desgraciada hermana. El mayor de los gigantes dijo:
"Duerme dulcemente, tú, cuya belleza ha provocado los celos de algún
espíritu. Ahora que sólo eres la prometida de la muerte, ¡que los cielos
reciban tu alma!" Dichas estas palabras, los siete hermanos dejaron allí a
la princesa. La perversa Zarina consultó un día el espejito y le dijo:
"Espejito, tesoro mío, ¿quién es la más bella mujer del mundo? ¿Cuál es la
que tiene los labios más rojos y la frente más blanca?"
El espejito contestó: "Vos, graciosa
Zarina, nadie puede negarlo. Vos sois la más bella a los ojos de los hombres.
Vuestros labios son los más rojos; vuestra frente la más blanca." Así
quedó, al fin, contenta la perversa Zarina. Durante muchas noches y muchos
días, Alexei había viajado por todo el reino, buscando a su prometida por todas
partes. Mas nada pudo saber de ella. A cuantos caminantes encontrara les hacía
esta pregunta: "¿Habéis oído hablar de las andanzas de la pequeña
princesa? Yo soy su prometido." Nadie le contestaba satisfactoriamente. Al
fin, Alexei elevó sus ojos al cielo, y exclamó: "Sol, tú que eres la luz y
el Señor de los cielos tú que, incansablemente, unes la helada mano del
invierno con el tibio abrazo de la primavera, ¿no sabes nada de la pequeña
princesa? ¡Yo soy su prometido!" "No, hermano mío. Aunque toda la
tierra y sus criaturas están descubiertos a mis ojos, la pequeña princesa
permanece escondida para mí. Puede que la luna, mi hermana, haya visto el
rastro de sus pies. Pregúntale por ella." Dicho esto, el sol siguió su
curso. Alexei se sentó sobre una piedra y esperó la noche. Cuando llegó la
oscuridad y se alzó la luna en el cielo, le rogó, gritándole: "Luna, luna,
tú que eres como una trompeta de oro en el ciclo; tú, lámpara de la oscuridad,
que brillas tanto como todas las estrellitas que se enamoran de tu luz radiante
y salen sólo para mirarla, ¿has visto a la pequeña princesa? Yo soy su
prometido." "No, hermano mío. No la he visto. Mi vigilancia no dura
más que unas horas durante la noche."
"El sol no la ha visto durante el día ni
la luna durante la noche. ¿Dónde encontraré a la princesa -murmuraba el
enamorado- sino en brazos de la muerte?" "¡Espera! ¿Has interrogado
al viento que sopla hasta las escondidas cavernas?" Dicho esto, la luna
siguió su lento viaje por el cielo. Alexei se reanimó, y corrió, gritándole al
aire: "¡Aire! ¡Aire! Tú, tan poderoso. Tú, que sirves de pastor a las
rápidas nubes; que mandas a las olas; que te precipitas en el desierto; que
sólo dependes de Dios: ¿sabes de la pequeña princesa? Yo soy su
prometido."
El poderoso aire contestó: "Sí, he visto
a la pequeña princesa; pero poco consuelo puedo darte. Más allá de un río que
corre con suavidad hay una escondida caverna, donde nadie entra, excepto yo.
Allí, colgado de gruesas cadenas, colocado entre dos columnas, un atáud de
cristal se mueve a mi soplo. En el atáud está la pequeña princesa dormida."
Siguió su camino el aire. Alexei lloró al
saber la triste noticia. Pero después secó sus lágrimas y volvió su corcel
hacia el lejano lugar donde dormía la pequeña princesa. Viajó de noche y de
día, hasta tener ante su vista aquel desolador monte. Pasó por la oscura puerta
y allí, en la eterna noche, contempló el ataúd de cristal, que se balanceaba
entre las columnas, donde dormía la princesa. Al verla tan quieta y hermosa, su
corazón no pudo contenter la pena. Se echó Alexei sobre el ataud de cristal con
tal violencia, que éste cayó al suelo y se rompió en mil fragmentos. En aquel
instante se despertó la princesa y miró en su derredor extrañada: "¡Qué
profundo ha sido mi sueño! ¡Qué extrañas mis pesadillas!" mas cuando su
mirada divisó a Alexei, lo olvidó todo, y levantándose del suelo fué hacia él,
gritándole: "¿Alexei! ¡Mi amado!" El, que un momento antes había
llorado de pena, ahora sollozaba de alegría. Cogió en sus brazos a la pequeña
princesa y la puso en la grupa de su corcel, que tomó el camino del palacio.
Sucedió, casualmente, que la perversa Zarina
interrogó distraída-mente al espejo: "Espejito, tesoro mío: ¿cuál es la más
bella mujer del mundo? ¿Cuál posee los labios más rojos y la frente más
blanca?" El espejo contestó: "Vos graciosa Zarina, sois bastante
hermosa a los ojos de los hombres; nadie podrá negarlo. Pero aquella a quien
trae Alexei hacia aquí es más bella, cien veces, que vos; sus labios son más
rojos que una gota de sangre y su frente es más blanca que la nieve recién
caida." La perversa Zarina arrojó el espejito, que quedó roto en mil
pedazos y corrió a la puerta de su cuarto. Allí se encontró con la pequeña
princesa que Alexei llevaba en sus brazos. Era tan radiante su belleza, que el
corazón de la Zarina soltó todo su veneno y la Zarina quedó muerta. Hubo
grandes regocijos en todo el reino, y la pequeña princesa fué desposada con su
prometido Alexei en medio de mil fiestas y, agasajos. Los siete gigantes fueron
invitados a la boda y bailaron hasta que oyeron cantar el gallo.
0.062.1 anonimo (rusia) - 054
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