El
señor Wei-San tenía una espléndida huerta. Sólo cultivaba perales
y sus peras eran las mejores de todo el reino. Sin embargo, tan buen
campesino tenía un gran defecto: era tan tacaño como una vieja. Un
día, cuando las peras estaban ya maduras, vio a unos niños meterse
en la huerta. Eran pequeños y no hubieran podido comerse más de dos
frutas cada uno, pero el señor Wei se puso hecho una fiera.
-¿Es
que os creéis que a mí no me cuestan nada estas peras? -gritó,
enfurecido. ¡Salid en seguida de mi huerta o ahora mismo os parto la
cabeza con este palo!
Los
niños se marcharon corriendo, pero Wei-San se dijo:
«Es
peligroso tener frutas tan buenas. Mañana mismo las cargaré en un
carro y las llevaré a vender al mercado.»
Así
lo hizo. Las fue arrancando una por una de los árboles y llenó una
carreta. Cuando terminó, el sol estaba a punto de salir.
-Te
vas a matar trabajando tanto -le regañó su esposa. ¿Por qué nunca
quieres que te ayude alguien a recoger las peras?
-¿Estás
loca? -respondió el señor Wei-San, malhumorado. Si tuviera
jornaleros, cada uno me comería tres o cuatro peras. ¿Te das
cuenta? ¡Tres o cuatro peras!
Aunque
estaba rendido, se marchó en seguida al mercado.
-No
puedo tener esta fruta tan a la vista -había dicho a su esposa, al
despedirse. Ciertamente estoy que no me tengo, pero, si no lo hago
hoy, mañana me las hubieran comido esos ladronzuelos.
En
la ciudad unos niños quisieron subirse a su carreta, pero él se lo
impidió a latigazos.
-¿Está
usted loco? -le riñeron los viandantes. Esos críos sólo querían
jugar.
-Sí,
con sus estómagos -respondió el señor Wei-San. ¡Ustedes no saben
lo que me ha costado obtener estas peras! Son las mejores del reino
-y se dirigió hacia el mercado.
Su
primer cliente fue un bonzo. Era viejo y tenía muchas arrugas en la
cara.
-¿Podrías
darme una pera? -preguntó el bonzo-. Tengo mucha sed y hace tres
días que no como.
-Si
tienes dinero, no habrá ningún problema -respondió el señor
Wei-San. Con tres monedas de cobre puedes elegir la que más te
guste.
Pero
el bonzo no tenía dinero.
-Pertenezco
a un monasterio muy pobre -dijo. Todos los que vivimos en él somos
mendigos.
-Pues
entonces no hay más que hablar -replicó el señor Wei-San.
El
bonzo era terco y volvió a la carga. Pero, tratándose de dinero, el
señor Wei-San nunca daba su brazo a torcer.
-Comprendo
que tengas sed -decía, pero cada una de estas peras representa una
gota de mi sudor.
Entonces
acertó a pasar por allí un joven. Vio la disputa entre el vendedor
y el bonzo y quiso dirimirla.
-¿Por
qué discutís? -preguntó. No está bien que personas de vuestra
edad den un espectáculo tan triste.
-Este
bonzo cabezota está empeñado en que le regale mis peras -respondió
el señor Wei-San.
¿Tus
peras? -protestó el bonzo. Yo sólo quiero una. Tengo sed y hace
tres días que no como.
-Está
bien -dijo el joven. Yo te la compraré -y dio tres monedas de cobre
al señor Wei-San.
El
bonzo se la comió de tres mordiscos. Sólo dejó el rabo y el
troncho. Parecía tan satisfecho que el joven decidió también
comprarse una pera.
-No
gastes más dinero -le aconsejó el bonzo. Si quieres peras, yo te
daré las que quieras.
-¿Lo
ves? -dijo el señor Wei-San. También a ti te ha engañado. Tenía
dinero, pero se las arregló para que tú le pagaras una pera. Está
claro.
El
joven no sabía a quién hacer caso.
-Tráeme
agua -comenzó diciendo el bonzo. Es lo único que necesito.
Sin
saber por qué, el joven le obedeció sin rechistar. Entonces el
bonzo hizo un agujero en la tierra, metió en él el troncho de la
pera y lo regó con cuidado. Al poco tiempo empezó a crecer un
peral. En menos de cinco minutos se cubrió de hojas, floreció y se
llenó de tantas peras, que a punto estuvieron sus ramas de
quebrarse.
-iAsombroso!
-exclamó el joven.
Ahora sé que eres un bonzo virtuoso.
«¿Será
verdad que es un sabio? -se preguntó el señor Wei-San. Lamentaría
no haberle servido como se merece.»
Pero
en seguida se tranquilizó diciendo:
«No,
no puede ser. Hasta los sabios pagan por lo que comen.» El bonzo
empezó a llamar a toda la gente que llenaba el mercado, diciendo:
-¡Venid,
venid todos los que queráis peras! Son gratis. Podéis llevaros las
que necesitéis.
En
seguida se reunió un gran gentío bajo el árbol. Todos llenaron
varias bolsas. Entonces el señor Wei-San se dijo: «¿Por qué no
voy a poder yo también comer de esas peras? Al fin y al cabo, ese
árbol ha surgido del troncho de una de las mías.»
Su
sabor, en efecto, era igual que el de las que él cultivaba.
«Cogeré
varias cestas y así venderé más de las que he traído -continuó
diciéndose. Con ese dinero de sobra ampliaré la huerta.»
A
codazos se abrió camino entre la gente. Como sabía cómo cortar
fruta, en seguida cogió tres sacos. Se los cargó al hombro y corrió
hacia la carreta.
-¡No
es posible! -gritó, espantado, y dejó caer el saco.
¡En
su carro no había ni una sola pera! El bonzo las había hecho volar
una a una por los aires y las había ido colgando de las ramas de su
peral. Los habitantes de la ciudad se las habían llevado gratis.
-Me
está bien empleado por avaricioso. Iré a buscar al bonzo y le diré
que repartiré parte de mi cosecha entre los mendigos.
Pero
no pudo encontrarle. Hasta en las tabernas miró y todo fue inútil.
El señor Wei-San estaba tan abatido que se dejó caer a la vera de
un camino.
«¿Qué
será de mi mujer? -se preguntaba, angustiado. Pasará hambre este
invierno, porque sólo he conseguido tres monedas de cobre por toda
mi cosecha de peras.»
En
esto se paró a su lado una carreta.
-¿Subes?
-le preguntó el que la conducía. Pareces muy cansado.
-Sí
lo estoy -respondió el señor Wei-San. ¿A dónde vas tú?
-A
la aldea de Dhzuei -contestó el carretero.
-Entonces
iré contigo, porque yo vivo allí y no tengo en qué volver. Por mi
avaricia he perdido todo lo que tenía.
Durante
todo el camino el carretero no dijo ni una sola palabra. A veces daba
saltitos, como si le picara alguna pulga. El carro que conducía iba
lleno de cerezas.
«Es
extraño -se decía el señor Wei-San. ¿Cómo es posible que este
hombre se vuelva a casa con toda su fruta? ¿Es que no habrá podido
vender nada?»
Pero
no le preguntó, porque bastante tenía con sus problemas. Cuando
estaban cerca de su casa, se produjo un revuelo en el carro. De todas
partes empezaron a salir gorriones. Hasta el carretero se transformó
en uno y se marchó volando. El señor Wei-San se dio cuenta entonces
de que aquella era su carreta.
-Ahora
comprendo -se dijo.
El bonzo ordenó a esos pájaros que llenaran mi carro de fruta y me
trajeran hasta casa.
A
la mañana siguiente vendió la mitad de las cerezas y regaló la
otra mitad. Aquel invierno ni él ni su esposa pasaron hambre.
-Es
hermoso compartir -decía ahora el señor Wei-San.
Cuando
llegó la primavera, todos se quedaron asombrados, porque dejó a los
niños entrar en su huerta y les permitió comer las peras que
estaban caídas.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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