La
señora Chiang era viuda y tenía dos hijos. Afortunadamente su
esposo le había dejado un campo. Ella lo labró como si fuera un
hombre y, de esta forma, logró sacar adelante a sus hijos. Su
ilusión más grande, no obstante, era que estudiaran. Por eso
ahorraba cuanto podía y se sacrificaba más de lo necesario.
-Que
estudie mi hermano -dijo el hijo más pequeño, al cumplir catorce
años. El es más inteligente que yo y, además es el mayor.
De
esta forma, consiguieron que el muchacho se educara con los mejores
maestros. Parecía un gran señor y era tan sólo hijo de una viuda y
hermano de un joven campesino.
-No
podemos enseñarle nada más -dijeron un día a la señora Chiang los
sabios con los que había estudiado su hijo mayor. Ahora conoce ya
toda la sabiduría y haría bien en presentarse a los exámenes
imperiales.
-Pero
la capital está muy lejos -protestó el muchacho. Y añadió
después, apenado:
-Tengo
la inteligencia de un príncipe, pero seré un campesino toda mi
vida.
La
señora Chiang vendió el campo y se endeudó hasta las cejas. Así,
su hijo mayor pudo viajar hasta la capital.
-No
te preocupes por nosotros. Tenemos manos duras -le dijo su hermano,
al despedirse.
Pero
no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas.
Los
exámenes se celebraron a los cuatro meses y asistió el emperador en
persona. El hijo de la señora Chiang obtuvo el número uno. Entonces
el Hijo del Cielo le felicitó diciendo:
-Eres
joven como un tallo de bambú, pero posees la prudencia de una
encina. A partir de hoy estarás siempre a mi lado.
Pero
su buena fortuna no paró ahí. La hija del ministro Kuo se enamoró
nada más verle y se casó con él. Cuando su madre y su hermano se
enteraron, no cabían en sí de gozo.
-Iremos
a la capital a verle -dijo la señora Chiang. Mi nuera debe ser tan
hermosa como la luna llena.
-También
a mí me gustaría conocerla -replicó el hermano menor-. Pero
debemos tanto dinero que nadie nos prestará nada para el viaje.
Sin
embargo, la ilusión de su madre era tan grande que la cogió a
hombros y abandonaron en seguida la aldea. El viaje fue penoso, pero
por fin llegaron a la capital. El hijo menor de la señora Chiang
parecía un esqueleto, de tanto como había adelgazado.
-No
podéis entrar aquí -le dijo el soldado que guardaba el palacio en
el que vivía su hijo. Si os dejo pasar, el consejero Chiang me
pondrá de patitas en la calle.
-Pero
nosotros somos su madre y su hermano y venimos desde muy lejos a
verle.
El
soldado no quería creerlo, pero tanto insistieron que terminó
llamando al consejero Chiang. Entonces les hicieron pasar al salón
más lujoso de todo el palacio.
-¿Por
qué quieres que te acompañe? ¿Tan importante es la visita que
tenemos? -preguntó al consejero Chiang su esposa.
Son
nada menos que mi madre y mi hermano -respondió con orgullo. A ellos
les debo todo lo que soy.
Pero
la joven señora Chiang miró por entre una cortina y, al ver su
aspecto pueblerino, exclamó:
-Si
esos dos paletos son familia tuya, yo soy un guerrero tártaro. ¿De
verdad es tu madre esa mujer tan piojosa? El consejero Chiang pensó:
«Si
le digo que sí, se avergonzará de mí y no me mirará jamás a la
cara.»
Aparentando,
pues, extrañeza, ordenó:
Sacad
cuanto antes de aquí a esos dos. Desde luego que no son familia mía.
Esa mujer debe estar loca.
La
señora Chiang lloró durante meses el desprecio de su hijo. Pero el
hermano menor la consoló, diciendo:
-Son
cosas de la corte. Estoy seguro de que mi hermano hubiera querido
reconocernos, pero él debe pensar ante todo en su futuro -y ambos se
volvieron a su aldea.
La
tristeza y el viaje minaron la salud de la señora Chiang. Apenas si
podía levantarse de la cama y requería cuidados continuos. Pero los
médicos eran caros y entre ella y su hijo no tenían ni una sola
moneda de cobre.
-No
importa -se dijo el hijo menor. Trabajaré todo el día. Seré
labrador desde que salga el sol hasta que se ponga y, por las noches,
cortaré leña en el bosque.
Así
lo hizo y estuvo diez días sin dormir. Al undécimo estaba tan
cansado que tropezó con una cosa brillante y a punto estuvo de caer
por un barranco. Se fijó bien y vio que era un trozo de oro.
«¡Qué
suerte! -pensó entonces. He estado a punto de perder la vIda, pero
este pedrusco se la devolverá a mi madre. Ya no tendremos que
preocuparnos de con qué vamos a pagar al médico.»
Pero
a medio camino le remordió la conciencia y se dijo:
«No
está bien que me quede con lo que no es mío. A lo mejor es un pobre
el que ha perdido este trozo de oro y está ahora buscándolo como un
loco.»
En
seguida volvió al lugar en el que lo había encontrado y lo dejó en
el suelo. Entonces oyó una risa chillona detrás de él. Se volvió
y se encontró con un anciano que apenas medía tres palmos de alto.
Estaba completamente calvo y su barba era muy blanca.
-¿Y
tú de qué te ríes? -preguntó, malhumorado, el hijo menor de la
señora Chiang.
-Tienes
a tu madre a punto de morirse y vas y devuelves ese oro que podría
solucionarte todos tus problemas.
-Pero
no es mío -protestó el joven. ¿Acaso crees que está bien quedarse
con lo que no es de uno?
El
anciano sacó entonces un sombrero y se lo entregó, diciendo:
-Yo
soy uno de los siete sabios que atendemos al Emperador del Cielo. Has
servido con tal fidelidad a tu madre que el Señor Celeste ha
decidido recompensarte. Cuando desees algo, ponte este som-brero y lo
obtendrás al punto.
El
muchacho corrió a su casa, loco de contento. En cuanto llegó, se
puso el sombrero y dijo:
-Vamos
a ver si es verdad lo que ha dicho ese anciano. Sombrero, quiero que
mi madre se ponga buena.
Al
punto la señora Chiang se levantó de la cama. Su enfermedad había
desaparecido totalmente.
-¿Cómo
es posible? -se preguntaba, asombrada. Ya ni tristeza siento por lo
mal que nos recibió tu hermano.
-Pues
no preguntes nada -le respondió su hijo. El cielo siempre vela por
los pobres. ¿Para qué perder el tiempo con palabras?
Después,
mientras su madre preparaba la cena, se dijo:
«La
pobreza es dura. Pediré a este sombrero que me dé una casa nueva,
diez mil monedas de oro y una esposa que me ame a mí y cuide a mi
madre.»
Aún
no había terminado de pensarlo, cuando todo se hizo realidad. La
casa en la que habitaban se transformó en un palacio, sus bolsillos
estaban llenos hasta rebosar de monedas, y ante sí tenía una
doncella bellísima, que le dijo:
-Yo
soy tu esposa. Amame como yo a ti y encontrarás la felicidad.
El
hijo menor de la señora Chiang se convirtió, así, en un hombre
rico. Como, además, no era soberbio, a todos les fue diciendo su
secreto:
-Yo
no tengo ningún mérito -afirmaba. Un sabio me entregó este
sombrero. Es mágico y me da cuanto le pido.
Para
demostrarlo, dijo que quería una vaca y un arado para labrar la
tierra. Y así sucedió.
La
fama de su sombrero corrió como una tormenta. Cuando llegó a oídos
del consejero Chiang, hizo que le prepararan inmediatamente una
litera.
«Si
mi hermano sigue siendo tan tonto -se dijo, pronto seré el hombre
más poderoso de la tierra.»
Y
partió hacia la casa de su madre.
Su
hermano le recibió con los brazos abiertos. Estaba tan contento que
al punto olvidó lo mal que se había portado con su madre y con él.
Pero el consejero Chiang estaba más interesado en el sombrero que en
su antigua familia.
-¿Es
verdad lo que dicen por ahí -preguntó sin rodeos, que tienes un
sombrero que te da cuanto le pides?
-Así
es -respondió su hermano.
¿Quieres probar?
Y,
sin decir ni que sí ni que no, se lo puso en la cabeza. El consejero
Chiang dijo entonces:
Quiero
que la litera en la que he venido se convierta en oro puro.
Y
efectivamente, así ocurrió.
Después
se dejó llevar por la codicia y pensó:
«Es
una lástima que una cosa tan valiosa esté en manos de un campesino.
Diré que mi madre, mi hermano y mi cuñada se mueran y el sombrero
será mío.»
Pero
no había terminado todavía de pensarlo, cuando el sombrero comenzó
a hacerse cada vez más pequeño.
-iSocorro!
-gritó, desesperado, el consejero Chiang. ¡Sacadme esto de la
cabeza! ¡Me la está destrozando!
Pero,
aunque lo intentaron, nadie pudo lograrlo. El sombrero le hizo añicos
el cráneo y desapareció.
El
hijo menor de la señora Chiang comprendió entonces que nunca deben
ponerse cosas poderosas en manos de gente que no sea honrada.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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