Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 24 de octubre de 2014

El sombrero raro

La señora Chiang era viuda y tenía dos hijos. Afortunadamente su esposo le había dejado un campo. Ella lo labró como si fuera un hombre y, de esta forma, logró sacar adelante a sus hijos. Su ilusión más grande, no obstante, era que estudiaran. Por eso ahorraba cuanto podía y se sacrificaba más de lo necesario.
-Que estudie mi hermano -dijo el hijo más pequeño, al cumplir catorce años. El es más inteligente que yo y, además es el mayor.
De esta forma, consiguieron que el muchacho se educara con los mejores maestros. Parecía un gran señor y era tan sólo hijo de una viuda y hermano de un joven campesino.
-No podemos enseñarle nada más -dijeron un día a la señora Chiang los sabios con los que había estudiado su hijo mayor. Ahora conoce ya toda la sabiduría y haría bien en presentarse a los exámenes imperiales.
-Pero la capital está muy lejos -protestó el muchacho. Y añadió después, apenado:
-Tengo la inteligencia de un príncipe, pero seré un campesino toda mi vida.
La señora Chiang vendió el campo y se endeudó hasta las cejas. Así, su hijo mayor pudo viajar hasta la capital.
-No te preocupes por nosotros. Tenemos manos duras -le dijo su hermano, al despedirse.
Pero no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas.
Los exámenes se celebraron a los cuatro meses y asistió el emperador en persona. El hijo de la señora Chiang obtuvo el número uno. Entonces el Hijo del Cielo le felicitó diciendo:
-Eres joven como un tallo de bambú, pero posees la prudencia de una encina. A partir de hoy estarás siempre a mi lado.
Pero su buena fortuna no paró ahí. La hija del ministro Kuo se enamoró nada más verle y se casó con él. Cuando su madre y su hermano se enteraron, no cabían en sí de gozo.
-Iremos a la capital a verle -dijo la señora Chiang. Mi nuera debe ser tan hermosa como la luna llena.
-También a mí me gustaría conocerla -replicó el hermano menor-. Pero debemos tanto dinero que nadie nos prestará nada para el viaje.
Sin embargo, la ilusión de su madre era tan grande que la cogió a hombros y abandonaron en seguida la aldea. El viaje fue penoso, pero por fin llegaron a la capital. El hijo menor de la señora Chiang parecía un esqueleto, de tanto como había adelgazado.
-No podéis entrar aquí -le dijo el soldado que guardaba el palacio en el que vivía su hijo. Si os dejo pasar, el consejero Chiang me pondrá de patitas en la calle.
-Pero nosotros somos su madre y su hermano y venimos desde muy lejos a verle.
El soldado no quería creerlo, pero tanto insistieron que terminó llamando al consejero Chiang. Entonces les hicieron pasar al salón más lujoso de todo el palacio.
-¿Por qué quieres que te acompañe? ¿Tan importante es la visita que tenemos? -preguntó al consejero Chiang su esposa.
Son nada menos que mi madre y mi hermano -respondió con orgullo. A ellos les debo todo lo que soy.
Pero la joven señora Chiang miró por entre una cortina y, al ver su aspecto pueblerino, exclamó:
-Si esos dos paletos son familia tuya, yo soy un guerrero tártaro. ¿De verdad es tu madre esa mujer tan piojosa? El consejero Chiang pensó:
«Si le digo que sí, se avergonzará de mí y no me mirará jamás a la cara.»
Aparentando, pues, extrañeza, ordenó:
Sacad cuanto antes de aquí a esos dos. Desde luego que no son familia mía. Esa mujer debe estar loca.
La señora Chiang lloró durante meses el desprecio de su hijo. Pero el hermano menor la consoló, diciendo:
-Son cosas de la corte. Estoy seguro de que mi hermano hubiera querido reconocernos, pero él debe pensar ante todo en su futuro -y ambos se volvieron a su aldea.
La tristeza y el viaje minaron la salud de la señora Chiang. Apenas si podía levantarse de la cama y requería cuidados continuos. Pero los médicos eran caros y entre ella y su hijo no tenían ni una sola moneda de cobre.
-No importa -se dijo el hijo menor. Trabajaré todo el día. Seré labrador desde que salga el sol hasta que se ponga y, por las noches, cortaré leña en el bosque.
Así lo hizo y estuvo diez días sin dormir. Al undécimo estaba tan cansado que tropezó con una cosa brillante y a punto estuvo de caer por un barranco. Se fijó bien y vio que era un trozo de oro.
«¡Qué suerte! -pensó entonces. He estado a punto de perder la vIda, pero este pedrusco se la devolverá a mi madre. Ya no tendremos que preocuparnos de con qué vamos a pagar al médico.»
Pero a medio camino le remordió la conciencia y se dijo:
«No está bien que me quede con lo que no es mío. A lo mejor es un pobre el que ha perdido este trozo de oro y está ahora buscándolo como un loco.»
En seguida volvió al lugar en el que lo había encontrado y lo dejó en el suelo. Entonces oyó una risa chillona detrás de él. Se volvió y se encontró con un anciano que apenas medía tres palmos de alto. Estaba completamente calvo y su barba era muy blanca.
-¿Y tú de qué te ríes? -preguntó, malhumorado, el hijo menor de la señora Chiang.
-Tienes a tu madre a punto de morirse y vas y devuelves ese oro que podría solucionarte todos tus problemas.
-Pero no es mío -protestó el joven. ¿Acaso crees que está bien quedarse con lo que no es de uno?
El anciano sacó entonces un sombrero y se lo entregó, diciendo:
-Yo soy uno de los siete sabios que atendemos al Emperador del Cielo. Has servido con tal fidelidad a tu madre que el Señor Celeste ha decidido recompensarte. Cuando desees algo, ponte este som-brero y lo obtendrás al punto.
El muchacho corrió a su casa, loco de contento. En cuanto llegó, se puso el sombrero y dijo:
-Vamos a ver si es verdad lo que ha dicho ese anciano. Sombrero, quiero que mi madre se ponga buena.
Al punto la señora Chiang se levantó de la cama. Su enfermedad había desaparecido totalmente.
-¿Cómo es posible? -se preguntaba, asombrada. Ya ni tristeza siento por lo mal que nos recibió tu hermano.
-Pues no preguntes nada -le respondió su hijo. El cielo siempre vela por los pobres. ¿Para qué perder el tiempo con palabras?
Después, mientras su madre preparaba la cena, se dijo:
«La pobreza es dura. Pediré a este sombrero que me dé una casa nueva, diez mil monedas de oro y una esposa que me ame a mí y cuide a mi madre.»
Aún no había terminado de pensarlo, cuando todo se hizo realidad. La casa en la que habitaban se transformó en un palacio, sus bolsillos estaban llenos hasta rebosar de monedas, y ante sí tenía una doncella bellísima, que le dijo:
-Yo soy tu esposa. Amame como yo a ti y encontrarás la felicidad.
El hijo menor de la señora Chiang se convirtió, así, en un hombre rico. Como, además, no era soberbio, a todos les fue diciendo su secreto:
-Yo no tengo ningún mérito -afirmaba. Un sabio me entregó este sombrero. Es mágico y me da cuanto le pido.
Para demostrarlo, dijo que quería una vaca y un arado para labrar la tierra. Y así sucedió.
La fama de su sombrero corrió como una tormenta. Cuando llegó a oídos del consejero Chiang, hizo que le prepararan inmediatamente una litera.
«Si mi hermano sigue siendo tan tonto -se dijo, pronto seré el hombre más poderoso de la tierra.»
Y partió hacia la casa de su madre.
Su hermano le recibió con los brazos abiertos. Estaba tan contento que al punto olvidó lo mal que se había portado con su madre y con él. Pero el consejero Chiang estaba más interesado en el sombrero que en su antigua familia.
-¿Es verdad lo que dicen por ahí -preguntó sin rodeos, que tienes un sombrero que te da cuanto le pides?
-Así es -respondió su hermano. ¿Quieres probar?
Y, sin decir ni que sí ni que no, se lo puso en la cabeza. El consejero Chiang dijo entonces:
Quiero que la litera en la que he venido se convierta en oro puro.
Y efectivamente, así ocurrió.
Después se dejó llevar por la codicia y pensó:
«Es una lástima que una cosa tan valiosa esté en manos de un campesino. Diré que mi madre, mi hermano y mi cuñada se mueran y el sombrero será mío.»
Pero no había terminado todavía de pensarlo, cuando el sombrero comenzó a hacerse cada vez más pequeño.
-iSocorro! -gritó, desesperado, el consejero Chiang. ¡Sacadme esto de la cabeza! ¡Me la está destrozando!
Pero, aunque lo intentaron, nadie pudo lograrlo. El sombrero le hizo añicos el cráneo y desapareció.
El hijo menor de la señora Chiang comprendió entonces que nunca deben ponerse cosas poderosas en manos de gente que no sea honrada.

0.005.1 anonimo (china) - 049

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