El
muchacho tenía quince años. Se pasaba todo el día a orillas del
río, porque le apasionaba la pesca. Un día, mientras estaba
cogiendo gambas, vio un pez amarillo. Se había metido en una charca
de salida angosta y el muchacho pensó:
-¡Qué
pez tan hermoso! Le cortaré la huida y esta noche mi padre y yo nos
daremos una buena cena.
Así
lo hizo. Tapó con unas piedras la salida de la charca y en seguida
atrapó al pez. Era enorme. Se batió, desesperado, pero pronto se
abandonó a su mala suerte.
-Así
me gusta -dijo el muchacho. ¿Qué puedes ganar luchando? Yo soy un
buen pescador.
Entonces
se fijó en los ojos del pez. Estaban cargados de tristeza. Además,
abría y cerraba la boca, como si quisiera respirar y no pudiera. Al
muchacho le dio pena.
-Eres
demasiado hermoso para terminar en una cazuela. Tu mundo es el río y
a él te devuelvo.
Le
metió en el agua y le dejó suelto. El pez, agradecido, dio tres
vueltas alrededor de sus pies, y el muchacho así lo entendió.
-Está
bien, está bien. No seas zalamero. Lo que tienes que hacer la
próxima vez es no meterte en trampas como ésta -y le dijo adiós
con la mano.
Cuando
le contó lo ocurrido, su padre se enfadó mucho con él.
-¿Estás
mal de la cabeza? -le regañó. Pescas un pez precioso y lo único
que se te ocurre es dejarle escapar.
-¡Tenía
los ojos tan tristes y le costaba tanto respirar! -replicó el
muchacho.
-¡Eres
un sentimental! ¿Crees que no estoy hasta la coronilla de comer
gambas todos los días?
El
muchacho agachó la cabeza. Pero su padre no se conformó con la
reprimenda. Le ató a un árbol y le dio una paliza.
-¡Dejar
escapar a un pez! -decía con cada azote que descargaba sobre su
cuerpo. ¡Sólo un hombre rico puede permitirse esos lujos!
El
muchacho no abrió la boca. Sin embargo, se dijo:
«Mi
padre ama más al pescado que a mí. Me marcharé de casa y le dejaré
vivir a sus anchas.»
Aquella
misma noche hizo un hatillo con sus cosas y abandonó la casa. Al
pasar por el puente vio a un joven tres años mayor que él. Sus ojos
eran hermosos y su porte noble. Todos sus vestidos eran amarillos.
-¿A
dónde vas a estas horas, hermoso? -le preguntó, sonriendo.
-Mi
padre ama más al pescado que a mí y he decidido irme a vivir a otra
parte -replicó el muchacho.
-Si
quieres, puedo acompañarte -volvió a decir el joven de los vestidos
amarillos. Los caminos son largos y el desánimo crece con cada paso.
¿No lo sabías, hermano?
Al
muchacho le extrañó que le llamara así. Entonces recordó el
consejo que le había dado su madre antes de morir:
-En
la vida hay muchos que pretenden ser hermanos nuestros. Ponlos a
prueba y sabrás si lo que dicen es verdad.
El
muchacho caminó con el joven toda la noche. Al amanecer, le dijo:
-Voy
a mear. ¿Podrías esperarme aquí un momento?
-Por
supuesto. hermano -replicó el joven de los vestidos amarillos. No
tengo prisa por llegar a ningún sitio. Cuando vuelvas, estaré
todavía aquí.
El
muchacho se internó en el bosque y no regresó hasta después del
mediodía. El joven de los vestidos amarillos estaba esperándolo.
-Perdóname
que haya tardado tanto -se disculpó, avergonzado, pero no encontraba
el camino de vuelta.
-No
importa -respondió el joven de los vestidos amarillos. Ya te dije
que, por encima de todo, me interesa tu compañía, hermano.
-Sí,
pero te he dejado solo mucho tiempo -y sonrió, porque, por fin,
había encontrado un buen amigo.
El
joven de los vestidos amarillo fue, en efecto, como un hermano mayor
para él. Nunca estaba de mal humor y le ayudaba en todo lo que
podía. Pero jamás le reveló su identidad.
-¿Por
qué no me dices tu nombre? -le preguntaba el muchacho todas las
noches.
-¿Para
qué? -respondía el joven de los vestidos amarillos. Llámame
hermano mayor. ¿Acaso no te parece bonito ese nombre?
-Me
siento muy honrado llamándote así y tú lo sabes.
Pero,
en el fondo, le hubiera gustado conocer el nombre que le dieron sus
padres.
En
cuanto llegaban a un río, el joven de los vestidos amarillos se
ponía muy contento y se daba un buen chapuzón. Al muchacho esto le
parecía una pérdida de tiempo, pero no decía nada, porque sabía
cuánto debía a su amigo.
Un
día llegaron a un reino desconocido. Estaban tan cansados y
hambrientos que decidieron meterse en una posada.
-¿Tienes
dinero? -preguntó el muchacho. A mí ya no me queda nada.
El
joven de los vestidos amarillos se palpó los bolsillos y dijo:
-Me
temo que a mí tampoco. ¿Pero eso qué importa?
-¿Cómo
que qué importa? -protestó el muchacho. Si comemos tendremos que
pagar, ¿no?
-Por
supuesto -replicó el joven de los vestidos amarillos. Lo que quería
decir es que podemos trabajar en esta fonda y, de esta forma, pagar
lo que debamos.
Al
muchacho le pareció bien la idea. Pidieron los platos más
exquisitos y comieron hasta hartarse. Lo que no sabían era que en
aquel reino el no pagar por la comida estaba castigado con la muerte.
-Nosotros
somos extranjeros -protestaron los muchachos. No conocíamos vuestras
costumbres.
-¿Y
eso a nosotros qué nos importa? -les respondieron. Nos figuramos que
también en vuestra tierra se paga por lo que uno come -y les
llevaron ante el rey.
El
rey pensó que no tenían pinta de gorrones. Pero no podía hacer
nada en contra de las leyes. Entonces el joven de los vestidos
amarillos se adelantó y dijo:
-Majestad,
nosotros nunca nos hemos negado a pagar. Lo único es que, como no
teníamos dinero, pensábamos trabajar para el dueño de la posada
hasta que saldáramos nuestra deuda.
-Justa
decisión -afirmó el rey. No me parece bien llevaros a la horca.
Entonces,
viendo lo robustos que eran los dos jóvenes, añadió:
-Yo,
no obstante, no puedo oponerme a la ley. Os perdonaré la vida si
lográis liberar a mi hija.
-¿Vuestra
hija? -preguntó, esperanzado, el joven de los vestidos amarillos.
-Sí,
mi hija -continuó diciendo el rey. La secuestró la reina de los
demonios y nadie ha podido verla desde entonces. Nueve mil
novecientos noventa y nueve soldados lo han intentado y ninguno lo ha
conseguido. Vosotros hacéis el número diez mil.
Ilusionados,
el muchacho y el joven de los vestidos amarillos iniciaron su viaje
hacia el reino de los demonios. Durante meses caminaron por terrenos
pedregosos. Por fin, ascendieron unas montañas y llegaron a un lugar
en el que todo era de oro. Hasta los trinos de los pájaros sonaban a
monedas.
-¿Qué
habéis venido a hacer aquí? -les preguntó la reina de los
demonios. ¿No sabéis que no admitimos intrusos?
-Por
supuesto que sí -respondió el joven de los vestidos amarillos. En
cuanto liberemos a la hija del rey, nos marcharemos sin perder un
solo segundo.
La
reina de los demonios sopló sobre ellos. Inmediatamente se levantó
un huracán que los arrastró como si fueran paja. Pero el joven de
los vestidos amarillos nadó en las ondas del viento y llegó hasta
donde se encontraba la reina de los demonios. Sacó un cuchillo y le
cortó la cabeza.
-Sois
unos valientes -dijo el rey. Sólo me apena no poder daros a los dos
a mi hija por esposa. Decididlo vosotros mismos.
-Mi
hermano mayor fue el que cortó la cabeza a la reina de los demonios
-dijo el muchacho. A él le corresponde casarse con la princesa.
-¡De
ninguna manera! -protestó el joven de los vestidos amarillos. El
cuchillo era de mi hermano pequeño. Sin él no hubiera podido hacer
nada.
Entonces
llevó aparte al muchacho y le dijo:
-Es
mejor que te cases tú con ella. Yo no puedo hacerlo. Más tarde lo
comprenderás.
El
muchacho aceptó. A los cinco meses de la boda regresó a su antigua
aldea a visitar a su padre. Cuando llegaron al puente, el joven de
los vestidos amarillos se detuvo y dijo:
-Aquí
debemos separarnos.
-¡No,
no! ¡De ninguna manera! -protestó el muchacho. Ahora soy príncipe
y todo te lo debo a ti.
-Pero
es que yo vivo aquí -replicó el joven de los vestidos amarillos.
¿Te acuerdas de aquel pez que capturaste y luego dejaste libre? Pues
soy yo. Te acompañé en tu largo viaje porque, por mi culpa, tuviste
que marcharte de la casa de tu padre.
El
muchacho y la princesa se quedaron asombrados.
-Ahora
-continuó diciendo- debo volver a las aguas. Si no lo hago, moriré.
No puedo estar mucho tiempo fuera del río en el que nací -y,
lanzándose en él, se transformó en pez.
El
muchacho y la princesa le vieron partir con lágrimas en los ojos y
nunca se olvidaron de su gratitud.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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