En
la ciudad de Dhzao vivía una mujer viuda con su hijo. El muchacho,
un joven alto y apuesto, era considerado el mejor leñador de toda la
comarca. Con su hacha al hombro se adentraba en los lugares más
recónditos del bosque y los otros leñadores nunca se atrevían a
seguirle.
-Ese
joven conoce el lenguaje de la brisa -decían algunos. ¿Cómo es
capaz, si no, de encontrar el camino de vuelta? Nadie, salvo él,
puede hacer tal proeza.
Pero
una tarde no regresó a su casa. Mientras cortaba un viejo tronco de
alcanfor, un tigre se abalanzó sobre él y le destrozó con sus
garras. Su madre lo supo en seguida: un espléndido loto blanco se
secó de improviso, cuando paseaba por las orillas del estanque de la
pagoda".
-¿Cómo
puedes creer en esas cosas? -le reprocharon las otras mujeres. Tu
hijo volverá hoy mismo. Seguro que ayer se le hizo demasiado tarde y
decidió pasar la noche en el bosque.
Pero
los días se multiplicaron y el joven no regresó. Cuando se cumplió
una semana, la mujer corrió al palacio del juez. Todos los
centinelas estaban dormidos y pudo llegar sin dificultad alguna al
patio de audiencias. Allí hizo sonar el gran gong.
-¿Qué
ocurre? ¿Han asesinado al Hijo del Cielo? preguntó. sobresaltado,
el juez. ¿A qué viene esta urgencia de justicia?
Nadie
supo responderle. En el patio reinaba un gran alboroto: La mujer
luchaba con todas sus fuerzas contra los guardias, que querían
echarla a la calle.
-Si
no me escuchas hoy, acudiré al emperador -gritaba, jadeante, la
viuda. ¡El Hijo del Cielo jamás ha cerrado sus oídos a las
súplicas de su pueblo!
Al
juez le dio un vuelco el corazón. Sabía que la amenaza de la mujer
podía suponerle la destitución y el destierro.
-¿Cuándo
me he negado yo a hacer justicia, señora? -preguntó, zalamero, y se
sentó en su trono de marfil.
La
mujer comenzó a llorar desconsoladamente y, entre sollozos, expuso
las razones de su pleito. El asombrado juez saltó de su asiento.
-¿Un
tigre? ¿Tú quieres que yo detenga a un tigre?
La
viuda asintió con la cabeza.
-Es...,
está bien. Será atendida tu demanda. Vuelve dentro de tres días
-su voz sonaba servil.
Después
se dirigió a las dependencias de los alguaciles. Casi todos estaban
borrachos y ninguno se inclinó cuando le vieron aparecer. Fuera de
sí, arrojó la orden de captura al suelo. La recogió, por puro
azar, el que más embriagado estaba.
-¡Yo
soy el mejor de todos! -fanfarroneó, dando tumbos a diestro y
siniestro. ¿Lo habéis visto? Hasta el propio juez viene a traerme
personal-mente sus órdenes.
Pero
a la mañana siguiente lamentó ser el preferido de su señor. Con el
malestar de la resaca en todo el cuerpo leyó, asombrado. el
contenido de la orden. Aparejó después un burro y se adentró en la
espesura del bosque.
Dos
días y medio duró su deambular sin rumbo. Al tercero regresó a la
ciudad con las manos vacías.
-¿Cómo
has osado desobedecer mis órdenes? -bramó el juez al comprobar su
fracaso. ¿Quieres que todos se burlen de mí y que llegue hasta la
corte la fama de mi incompetencia?
El
alguacil negó tímidamente con la cabeza y se puso a temblar.
Conocía la clase de castigo que le esperaba.
-La
próxima vez no serán treinta, sino sesenta los latigazos que te
caerán encima se burlaron los verdugos, contentos de azotar a un
superior. ¿En dónde piensas encontrar al tigre asesino?
-Locuras
de vieja..., locuras de vieja... -le dijeron, para darle ánimos, sus
compañeros, cuando le vieron abandonar de nuevo la ciudad.
El
alguacil vagó por el bosque durante tres días más, pero todo fue
inútil. Ni siquiera una sola vez escuchó el rugido del tigre. La
espesura tan sólo guardaba cantos de ave y ruidos extraños. Al
regresar a la ciudad fue azotado de nuevo.
-No
lo olvides -volvieron a burlarse los verdugos. Dentro de treinta y
seis horas recibirás noventa latigazos. Te estaremos esperando.
-No
podré resistirlo -respondió débilmente el alguacil. Esos son
demasiados azotes para una sola espalda. ¿Por qué no me matáis
ahora, de una vez?
-Locuras
de vieja..., locuras de vieja repitieron sus compañeros, pero no
hicieron nada por ayudarle.
Esta
vez el alguacil no se adentró en el bosque. Se arrodilló en su
misma linde y, sollozando, comenzó a suplicar al espíritu que
habita en todos los tigres:
-¿Por
qué eres tan duro conmigo? Yo soy sólo un pobre funcionario que
quiere cumplir con su deber. ¿Por qué no quieres poner en mis manos
al tigre que asesinó al hijo de la viuda?
Aún
no había terminado su rezo, cuando, al incorporarse, vio delante de
sí a un tigre enorme. El alguacil comenzó a correr y el tigre le
siguió. La bestia, cosa extraña, mantenía siempre la misma
distancia. A punto de perder el aliento, se volvió hacia la fiera.
-Si
eres el tigre que he venido a buscar, deja que te ate las patas.
Ningún acusado puede andar en libertad por nuestras calles.
Compréndelo... Nuestras leyes son así.
El
tigre accedió y extendió al punto sus zarpas. Todos los habitantes
de la ciudad se quedaron boquiabiertos.
-Eres
un tigre valiente al someterte a la justicia de tus mayores enemigos
-sentenció, admirado, el juez. Por eso, te perdono la vida. Quedas
en libertad, pero con esta condición: que alimentes a esta mujer
durante todos los días de su vida.
La
viuda protestó, airada, contra semejante decisión:
-¡Mi
hijo murió a sus manos! ¡Yo exijo para él la misma clase de
muerte! Además, ¿cómo va a poder una bestia cumplir semejante
cosa?
Pero
a la mañana siguiente apareció un jabalí muerto a la puerta de su
casa. La mujer lo atribuyó a la buena suerte, hasta que terminó
convenciéndose de que el tigre valiente cumplía su palabra: durante
quince años no le faltó nunca carne que llevarse a la boca.
Cuando,
finalmente, murió, el animal se sentó sobre su tumba y se dejó
consumir, como si fuera una candela. Aún era joven y vigoroso, pero
prefirió seguir a la muerta a quien durante tantos años había
protegido. El tigre se consumió con las primeras nieves del año.
-¿De
quién es esa piel tan hermosa? -preguntaban los caminan-tes, al ver
sus despojos. ¡Lástima que la lluvia y el sol vayan a terminar
pudriendo semejante belleza!
Pero
los habitantes de la ciudad de Dhzao construyeron sobre la tumba un
pequeño templete y la piel del tigre duró diez mil anos.
-¿Ese?
-explicaban después a sus hijos. Ese es el tigre valiente, un animal
que cambió en valentía su miedo y dio amor a una viuda.
Y
ya nadie decía: «Locuras de vieja..., locuras de vieja», porque
todo el mundo sabía que en el frío corazón de los tigres también
puede esconderse la perla de la ternura.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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