Tres doncellas, sentadas junto a sus ruecas,
charlaban mientras la noche caía sobre la tierra.
"Si yo fuera Zarina -decía una- amasaría
para mi señor un "piroshki" dulce como la miel que las abejas negras
elaboran."
"Si yo fuese Zarina -contestó su hermana-
tejería, para la cama de mi señor, un lienzo más suave que el seno del mar en
verano."
"Si yo fuese Zarina -repuso la más joven-
llevaría en mi seno un noble hijo suyo, que se convertiría más tarde un un
valiente guerrero y en un sabio legislador, de tal manera que excedería en todo
a los demás hombres, incluso su Señor."
El Zar Saltan, que se encontraba en aquel
momento bajo el balcón de las tres hermanas, se sonrió al oír sus palabras. Las
de la hermana más joven quedaron presas en su corazón, y entró en el
aposento donde las jóvenes hilaban.
"La bendición de Dios sea con vosotras
-dijo- y con toda vuestra raza." Al verlo, las doncellas se levantaron y
saludaron, inclinándose hasta el suelo. El Zar alzó a las más joven, diciendo:
"¿Quieres tú ser mi esposa y darme un noble hijo, que sea tan poderoso
guerrero y tan sabio legislador que exceda a todos los demás, incluyendo a su
Señor?"
Contestó ella: "Sí, Majestad."
"Sea, pues -contestó el Zar. Tus
hermanas dejarán también este lugar, y nos seguirán. Una de ellas regirá las
cocinas y amasará un "piroshki" dulce como la miel que elaboran las
abejas negras; la otra presidirá los telares y tejerá un lienzo más suave que
el seno del océano durante el estío."
La doncella, entonces, puso su blanca mano en
la de su Señor. Éste la llevó a su palacio, seguida de sus hermanas. Se casaron
en el mismo instante, pues la voluntad del Zar debe cumplirse pronto, y los
invitados comieron, bebieron y se regocijaron. Después de mucho festejo, éstos
condujeron al Zar y a su novia a un aposento, donde podía verse un tálamo de
marfil, y rogaron a Dios para que su bendición se derramara sobre la casa. Sin
embargo, la encargada de la cocina lloraba junto al fuego y la que presidía los
telares se lamentaba de tener que tejer; y los corazones de ambas se llenaban
de envidia pensando en la fortuna que favoreció a su hermana.
Poco tiempo más tarde, quiso la suerte que el
Zar fuese llamado a batallar a un país lejano. Besó, pues a su esposa le pidió
que cuidara de su persona como del tesoro más preciado, teniendo en cuenta el
amor que él le profesaba, y, montando su fiel corcel, se alejó hacia el país en
Purra. Durante muchos y melancólicos meses no volvió a su reino. La Zarina,
fiel a su Señor, dió a luz un hijo, cuya nobleza se reflejaba ya en el
semblante. Se veía en él un enviado de Dios, y su estatura era del largo de un
"arshin".
La Zarina envió un correo que llevara la
fausta noticia a su Señor, y puso al recién nacido al calor de su pecho,
cuidándolo como pudiera un águila cuidar de su aguilucho. Pero las envidiosas
hermanas urdían juntas la manera de traer la desgracia sobre la cabeza de la
Zarina. Consiguieron detener la carta que contenía la noticia del fausto
acontecimiento, reemplazándola por otra falsa en que se decía: "Vuestra
esposa os ha dado esta noche un heredero. No es varón ni hembra y no puede
llamársele ratón, ni rana; más sí un monstruo sin nombre, de forma indefinida y
de mal augurio."
Cuando el Zar recibió las noticias enviadas,
su corazón se llenó de ira contra la Zarina, por no haber cumplido su palabra.
Tuvo tentaciones de precipitarse sobre el correo y matarlo. No obstante, el
recuerdo de la belleza de la Zarina detuvo su mano. Bajó le cabeza y lloró.
Cuando cesó su llanto, dió una carta al correo que decía: "No se haga nada
hasta mi regreso. Que no suceda ningún contratiempo a la Zarina."
Las dos hermanas esperaban ansiosas la vuelta
del correo y lo alcanzaron lejos del palacio; dando la orden de que fuera
conducido a su presencia. Le obsequiaron de tal manera con vino tinto que llegó
el momento en que el muchacho no se daba cuenta de si era de día o de noche, ni
veía diferencia entre los dedos de su mano y los cabellos de su cabeza.
Entonces las hermanas sacaron la carta del Zar del bolsillo del correo,
colocaron otra en su lugar y la sellaron con un sello real. Allí quedó el
correo toda la noche, como privado de vida, y, a la mañana siguiente, se
levantó y llevó la carta al Consejo de nobles del reino. Las palabras escritas
decían lo siguiente:
"Que la Zarina y su hijo sean arrojados
al mar. Que no quede de ellos ni un solo cabello, cuya vista pudiera afligir mi
espíritu. Si no cumplís lo ordenado, vuestras casas y vuestras personas
conocerán mi cólera."
Los nobles del reino sintieron en su corazón
gran piedad, pues todos querían bien a la Zarina y no estaban dispuestos a
cumplir el deseo de su Señor, por cuanto se trataba de causar daño a su esposa.
Entraron en su aposento y, tomando el jefe la palabra, se inclinó y dijo a la
Zarina: "La voluntad del Zar es que vos y vuestro hijo seáis arrojados al
mar. Sin embargo, si queréis desaparecer de tal manera que no quede ni un
cabello de vuestra cabeza que pueda encender su cólera, podéis marcharos sana y
salva."
Contestó la Zarina: "No. Si no
cumplierais la voluntad del Zar, seguramente os mataría. En cuanto a mí,
prefiero la muerte, pues la vida es harto amarga si he de vivir entre las
sombras del odio de mi Señor."
Levantóse de su lecho, envolvió su cuerpo en
una blanca vestidura, saludó al pasar al icono del Señor, y cogiendo a su niño
en brazos, se dirigió hacia la orilla del mar azul. Cuando hubo llegado a la
playa fué encerrada con su hijo en un cofre de roble, cuyas juntas fueron
selladas con resina, y lanzada a las aguas.
Y el cofre flotaba sobre el profundo mar azul.
Las estrellas brillaban en el inmenso cielo azul, y una sola nube corría veloz
por las alturas de los espacios.
La llorosa Zarina miraba a su niño, viéndole
crecer en fuerza y en gracia, no por días, sino por horas. Cuando hubieron
pasado tres días y tres noches, el niño imploró a las olas diciéndoles:
"Olas felices, libres de correr como queráis, tened piedad de nosotros,
que estamos aquí ahogados dentro de un cofre de roble. Vosotras podéis dar
brillo a una piedra que se encuentre en una playa arenosa, o jugar con la
espuma del mar, o levantar un barco sobre vuestra cresta ondulante. Mas
nosotros tenemos que estar comprimidos en esta casa estrecha. Mi madre llora
desde el orto hasta el ocaso y yo soy un niño recién nacido. No me neguéis,
pues, lo que os pido, olas bondadosas echadnos a una orilla amiga."
Las olas oyeron los ruegos del niño, arrojaron
el cofre a las blancas arenas de una isla y lo dejaron bondadosamente en la
orilla. Luego se retiraron para unirse a sus alegres compañeras.
Sin embargo, el cofre seguía siendo la prisión
de la madre y el hijo. Dijo el niño entonces en voz muy alta: "No llores
más, madrecita mía. Ya verás cómo rompo yo nuestra cárcel y te liberto:" Y
poniéndose de pie en el cofre, llegó al techo con la cabeza. Hizo, entonces,
tales esfuerzos contra las tablas de roble, que al fin cedieron a su empuje y
el cofre fué partido en dos, saliendo de él la Zarina a la luz del sol.
Se encontraron en medio de una pradera
florida, al pie de una colina abrupta, en cuya cima un verde roble crecía. El
mar azul rodeaba la isla y brillaba el sol. El joven se regocijaba de su
nueva libertad. Pero la cabeza de la Zarina caía sobre su pecho. Pensó su hijo:
"Mi madre la Zarina está triste. Yo le daré alegría trayéndole manjares y
bebidas." Cogió una rama de árbol, con la que construyo un arco, y una
caña, de la que hizo una flecha, y se fué en busca de alimentos. Cuando hubo
atravesado la florida pradera y la abrupta colina, oyó un lamento que venía del
lado del mar y vió una gigantesca ave de rapiña que luchaba contra un cisne.
Éste se defendía del pájaro gigante con sus blancas alas, pero la fuerza de
aquél prevalecía y tenía sujeto al cisne entre sus garras. El mozo, entonces,
lanzó una flecha y mató al ave de rapiña, de cuyo pecho manaba sangre. El ave
se sumergió bajo las olas gimiendo. Pero su voz no era la voz de un pájaro.
El cisne, entonces, se acercó a la orilla del
mar, puso su cabeza en la mano del joven y habló en lengua rusa diciéndole:
"Tú eres mi salvador y mi amigo fiel. No te pese haber usado de tu flecha
para servirme, aunque con ello hayas tardado algo más en saciar tu hambre.
Serás recompensado con creces por tu comportamiento, pues no has socorrido a un
cisne vulgar, ni has matado a un ave de rapiña como las demás. Soy una doncella
a quien has libertado del poder de un brujo negro. Estoy obligada, pues a
servirte con lealtad, a amarte y a obedecerte en todo lo que me mandares. Ahora
ve a reunirte con tu madre, y duerme en paz esta noche". Al instante el
cisne voló sobre las olas. El joven volvió, en efecto, cerca de su madre y
durmió en paz. Cuando abrió los ojos al despuntar la aurora, no pudo menos de
lanzar una exclamación de extrañeza, pues algo maravilloso se alzaba ante sus
ojos. En la cima de la colina abrupta, donde aun la víspera un roble extendía
su sombra, alzábase una ciudad, con sus muros almenados, sus torres de marfil,
los domos dorados de sus palacios y sus esbeltas flechas que parecían tocar el
cielo. Despertó entonces a su madre, gritándole: "Todo un mundo dorado ha
aparecido en una noche."
Se adelantaron ambos hacia la ciudad y, ya
cerca de sus puertas, oyeron el tañido de una campana que desde una iglesia
próxima lanzaba sus sones. Más tarde fueron dos las campanas tañedoras; luego
tres, y después se levantó un gran clamor tras los muros de la población. Se
abrieron sus puertas y por ellas desbordóse una gran multitud, como río crecido
que sale de su lecho. Toda aquella muchedumbre los aclamaba dándoles la
bienvenida con exclama-ciones y alegres gritos. Dos nobles se inclinaron ante
la Zarina y su hijo. Colocaron una corona de oro sobre la cabeza del hermoso
joven y dijeron:
"Por la gracia de Dios, y con la
bendición de tu madre, gobernarás sobre nosotros con sabiduría y pacíficamente.
Tu nombre será el de Guidon."
Y así sucedió.
Un día que el viento agitaba las aguas del
mar, éstas llevaron al borde de la isla una flotilla de barcos, cuyas blancas
velas se hinchaban con el fuerte aire que soplaba. Todos los marineros miraban,
maravillados, la isla y la hermosa ciudad, que coronaba la cima de la colina.
Desde sus fuertes, los cañones les saludaban con salvas invitándoles a
acercarse a la orilla.
Dirigió, pues, la tripulación sus barcos hacia
la isla, donde Guidon lea dió la bienvenida. Ordenó que se celebrase una
fiesta, durante la cual fueron obsequiados los marinos con viandas y vinos cuya
calidad era tal que nunca se había oído hablar de cosa semejante, ni pluma
alguna la hubiese descrito. Solo pudiera referir aquello un cuento inverosímil.
Cuando se hubieron saciado todos, les hizo Guidon algunas preguntas,
diciéndoles: "¿De dónde venís, mis queridos invitados? ¿Sois vosotros los
primeros que llegáis a estas orillas? ¿Cuál es el cargamento de vuestros
barcos? ¿Adónde vais desde aquí?"
"Venimos del otro lado del mundo
–contestaron- y llevamos al reino del glorioso Zar Saltan un verdadero tesoro
de pieles procedentes de extrañas bestias."
"Que la fortuna os acompañe. Llevad al
Zar los saludos de Guidon".
Dicho esto, los barcos hiciéronse a la mar de
nuevo. Mientras navegaban, Guidon los veía alejarse con toda la pena de su
alma. Entonces vió Guidon aparecer el cisne blanco sobre las profundas aguas.
El cisne tomó la palabra, diciendo: "¡La paz sea contigo, príncipe! ¿Por qué
está tu frente tan oscura como los cielos en un día lluvioso?"
"Estoy apenado por no ver a mi padre y
por no haber recibido su bendición sobre mi cabeza."
"Entonces no te apenes más. Sigue el
camino de los barcos que han salido para el reino de tu padre."
Y batiendo las aguas del mar con sus alas,
hizo el cisne que cayera como una neblina sobre Guidon, que quedó envuelto en
ella de pies a cabeza, y a su contacto se convirtió en un mosquito. Voló el
mosquito en dirección a los barcos hasta alcanzarlos muy lejos de la orilla, y
se escondió en la rendija de una tabla.
Al fin llegaron los barcos al reino de Saltan
y cuando los mercaderes se dirigieron al palacio, el mosquito los siguió.
El Zar estaba sentado en su trono, con sus
ricas vestiduras de armiño. Mas su frente oscura estaba cargada de pesadumbre.
A su derecha se sentaba la hermana de la Zarina, que dirigía las cocinas; a la
izquierda, la que presidía los telares. Ambas tenían los ojos fijos en el Zar.
Pidió éste a sus huéspedes que se sentaran a la mesa, que presidía él como
Señor, y les dijo: "Mucho tiempo habéis viajado, amigos míos; muy lejos
habéis ido. ¿Habéis encontrado buena o mala fortuna al otro lado del mundo?
¿Cuáles son las extrañas aventuras que han dilatado vuestro viaje?"
"Hemos encontrado buena y mala fortuna al
otro lado del mundo. Pero lo que más nos ha extrañado, de todo lo que hemos
visto, ha sido una isla en medio de las aguas azules. Por más que pasamos a
menudo cerca de su orilla, jamás vimos en ella más que un simple roble, en la
cima de una colina abrupta. Mas he aquí que un día vimos una ciudad poderosa
coronando su cima. Sus calles están construídas de mármol; sus palacios
resplandecen por el brillo del oro. El que gobierna la población es Guidon, que
nos pidió os saludásemos en su nombre."
"En verdad que, si Dios quiere, iré a ver
esa isla y a hablar con el príncipe Guidon".
Pero las hermanas de la Zarina, que tenían sus
ojos fijos en el rostro del Zar, sentíanse molestas de pensar que su Señor
pudiese alejarse tanto. La que dirigía las cocinas dijo: "No dudo que eso
sea una maravilla para los marinos mas yo he visto una maravilla más digna de
ser mostrada al Zar. En un verde bosque crece un pino y debajo de su sombra
puede verse una pequeña ardilla gris. Todo el día se pasa cascando avellanas, y
no de las corrientes; son sus cáscaras del oro más puro y cada grano es una
esmeralda de color verde claro. Mientras va cascando las avellanas, canta
nuestras canciones populares rusas. Esto, Señor, sí que es una verdadera
maravilla."
El Zar oyó esto con atención, pero no replicó.
Sintió entonces Guidon tal ira que se puso a zumbar alrededor de la hermana de
la Zarina; luego le picó en un ojo de tal manera que ésta no pudo reprimir un
llanto de dolor. Todos los cortesanos corrían para dar caza al mosquito armados
de sus lanzas y espadas, mas él no cesaba de molestarles posándose sobre sus
narices. Cuando creían haberlo cogido entre sus dos manos, volvía a escaparse
fuera de su alcance y se burlaba de ellos, a espaldas del Zar. Al fin, desapareció
por la ventana, cruzó el mar, y, cuando hubo llegado
a la orilla de su tierra, se convirtió de
nuevo en un hermoso joven. El blanco cisne que estaba sobre las olas le dió la
bienvenida: "Habéis visitado el reino de vuestro padre y Señor y visto su
rostro -le dijo.
¿Por qué, pues, permanecen tristes vuestros
ojos y vuestro corazón descontento?"
"He oído contar algo maravilloso en el
palacio del Zar, mi padre, algo que me intriga. Parece que en un verde bosque
existe un pino bajo el cual está sentada una pequeña ardilla gris, que se pasa
el día cascando avellanas; mas no son de las corrientes, sino que su corteza es
del oro más puro y su grano una esmeralda de color verde claro. Mientras casca
las avellanas, canta canciones populares rusas. ¿Conoces tú esta maravilla,
cisne blanco, o es ello falso, aunque lo juren?"
"No; han dicho la verdad -contestó el
cisne Yo conozco esta maravilla. Vuelva, pues, a tu rostro el contento, y
dirígete a tu palacio, donde verás... lo que verás."
Guidon subió por la colina y, cuando estaba ya cerca de sus puertas, vió una muchedumbre reunida. Los rostros de todos
resplandecían y sonreían. Al ver a su Señor abrieron calle, y entonces
descubrió Guidon un alto pino bajo el cual estaba sentada una ardilla que,
diligentemente, cascaba avellanas. A un lado dejaba las cáscaras de oro; al
otro, los granos de esmeraldas claras. Haciendo caso omiso de las risas de la
muchedumbre, cantaba la ardilla los cantos populares rusos. Guidon exclamó:
"Gracias te serán dadas, cisne amado, y que Dios te conceda tanta
felicidad como tú has sabido darme. Ahora construyamos una casa de cristal para
abrigar a la ardilla del príncipe, vuestro Señor, y pongamos un guarda para que
cuide de que no se la moleste, ni se le haga mal alguno. Algún santo peregrino,
que haya podido rechazar las tentaciones del mundo, se sentará al lado de la
ardilla para ir haciendo la suma de mis riquezas. Así Guidon será más poderoso
cada día y la gloria de esta hermosa ciudad se divulgará por todo el
mundo."
Todo esto fué ejecutado punto por punto. Mas
los días pasaban y de nuevo otra flotilla se acercó a la isla. Fué saludada por
los cañones de los fuertes. Desembarcaron los marinos. Guidon les dió la
bienvenida, con alegres exclamaciones, y les dirigió algunas preguntas:
"¿De dónde venís, buenos amigos? ¿Qué
llevan vuestros barcos? Y ¿adónde vais desde aquí?"
"Venimos de las islas del Oriente, de
donde nuestros barcos llevan alimentos dulces y sedas preciosas al reino del
glorioso Zar Saltan".
"Que la brisa más favorable os lleve
veloces. Decid al Zar Saltan que el príncipe Guidón le quiere bien".
Los mercaderes saludaron al príncipe Guidon y
embarcaron. Mientras éste fijaba su mirada en ellos, viéndoles alejarse, el
blanco cisne volvió a presentarse sobre las aguas, mirándole fijamente, sin
decir palabra. Guidon exclamó: "Mi espíritu añora de nuevo poder volver al
reino de mi padre".
El cisne aletó sobre las aguas, hasta que la
neblina cubriera a Guidon desde la cabeza hasta los pies; y lo convirtió, esta
vez, en una abeja. Bajo esta forma, voló por los mares, alcanzó los barcos y se
escondió en el gorro de un marinero. Al fin, llegaron, al reino de Saltan.
Llamó éste a los mercaderes a palacio, y la abeja les siguió.
El Zar estaba sentado en su trono, vestido con
un traje de paño de oro. Pero sentía frío y pena en su corazón. Las hermanas de
la Zarina estaban sentadas a ambos lados del Zar. Éste obsequió a sus invitados
y les dirigió la palabra, diciendo: "Mucho tiempo habéis estado fuera de
casa, amigos y hermanos míos. ¿Cómo os ha ido al otro lado del mundo? Y ¿qué
maravillas habéis contemplado?"
"Con buena y mala fortuna hemos
tropezado, ¡oh, Señor! Sin embargo, hemos confiado en Dios, nuestro Padre.
Muchas maravillas hemos visto, mas ninguna tan prodigiosa como la de una isla
coronada de una población de dorados palacios. Ante el alcázar del príncipe se
alza un pino y a sus pies hay una casita de cristal, construida para una
pequeña ardilla gris, que canta nuestros cantos populares y casca avellanas con
mucha diligencia todo el día. Esas avellanas no son de las corrientes, sino que
sus cáscaras son del oro más puro y cada grano es una esmeralda de color verde
pálido. Un guarda gigante está colocado a su lado, para cuidar de que nadie la
moleste, y un santo peregrino cuenta el tesoro. Cuando las tropas reales pasan
por delante de la casita de cristal, se paran y presentan armas. Con las
cáscaras de oro acuñan las monedas del reino y mandan las esmeraldas a tierras
extrañas, para cambiarlas por los géneros necesarios al pueblo. Allí no existe
la pobreza ni la pena ni míseras cabañas, sino que todos viven con esplendor y
pasan la vida en medio de risas y alegría. Su príncipe, que se llama Guidon,
nos manda os digamos que os quiere bien".
El Zar se animó, todo sorprendido, al oír las
palabras de los marinos, y dijo: "Si Dios me da vida haré el viaje hasta
esa isla maravillosa, por conocer el rostro del príncipe Guidon".
Las dos hermanas de la Zarina sonrieron a los
marinos desdeñosamente. La que dirigía los telares les dijo: "¡Una
ardilla que casca avellanas! ¡Eso es una maravilla para un aldeano! ¿Qué
importa que éstas sean de oro y esmeraldas? ¿No tiene el Zar más cantidad de
oro y joyas que lo que cincuenta ardillas pudieran apilar? Si queréis oír
contar maravillas dignas de vuestra atención, os hablaré de una doncella,
Señor, que vive más allá de los mares. Es tan hermosa, que el que mira su
rostro está obligado a quererlo contemplar siempre. Es tan radiante de
hermosura que hasta los rayos del sol palidecen a su lado y cuando cae la noche
ilumina la tierra con su belleza. Como señal para reconocerla puede verse una
media luna que se esconde entre sus trenzas doradas, y en su blanco seno brilla
una estrella de plata. Su porte es digno e imponente como el del cisne, y,
cuando habla, su voz suena armoniosamente como el alegre arroyo que ríe al ver
el sol. Hay tal majestad en su frente que parece designada para hija de un Zar.
Si vos, Señor queréis conocer algo portentoso, es ésa la maravilla digna de que
un Zar la vea con deleite".
Los sabios marinos no opusieron nada a esto,
pues sabían bien que es vanidad querer razonar con las mujeres. Guidon,
convertido en abeja, no pudo contener su indignación y, zumbando alrededor de
la cabeza de su tía, se posó sobre su nariz, hundiendo con tal fuerza su aguijón
en ella que ésta lloró de dolor. Todos los cortesanos, recordando el mosquito
que les había atormentado, quedáronse en sus respectivos puestos como si la
herrumbre se hubiese apoderado súbitamente de sus miembros. Al fin, la abeja
desapareció por la ventana, atravesó los mares y, cuando llegó a la orilla de
su reino, se convirtió de nuevo en un hermoso doncel.
Apareció de nuevo el blanco cisne sobre la
superficie de las quietas aguas y dijo a Guidon: "Bienvenido seáis, mi
príncipe. ¿Por qué suspiráis como el aire en las grutas del mar?"
-"Porque mi corazón está sin amor". -"Elige una doncella, y
aunque tu elección recaiga sobre la hija de Kotschei o aun sobre aquella cuya
belleza no ha sido admirada de varón alguno, la conseguirás por tu esposa."
-"Mi elección ha recaído en una doncella tan hermosa que quien haya
contemplado su rostro está obligado a querer contemplarlo siempre. Es tan
radiante, que los rayos del sol palidecen ante ella, y cuando llega la noche
ilumina la tierra. Para que la puedan reconocer lleva una señal, una media luna
entre sus doradas trenzas, y en su blanco pecho brilla una estrella de plata.
Su porte es majestuoso y digno como el del cisne. Cuando habla, su voz suena
armoniosa. mente como un arroyo que ríe al sol. Tal majestad hay en su frente
que parece designada para ser hija del Zar. Sin embargo, yo no he visto a esa
doncella. Puede que haya mentido quien me contó tal historia; pero si ésta no
es cierta, Guidon irá a la tumba sin haber amado, pues no quiere otra esposa".
"No miente quien tal dice. La doncella es
como la habéis descrito; mas quiero daros un consejo, príncipe. Una esposa no
es un guante que pueda ponerse al cinto y quedar allí olvidado, o despojado de
la mano y lanzado a los cuatro vientos. Pensadlo, pues, bien antes de uniros a
esa doncella; no vayáis a llorar después".
El príncipe Guidon exclamó: "He meditado
bien y juro que nada me disuadirá de mi propósito. No, aunque para encontrar
tal doncella tuviera que recorrer treinta reinos, fuera necesario luchar contra
Kotschei inmortal o hubiera de encontrar a ese pájaro de fuego para el que no
hay misterio escondido, yo daría con ella".
El cisne suspiró tan profundamente que todo el
suave plumaje de su pecho se agitó, y replicó: "No necesitas recorrer treinta
reinos, puesto que la que quieres tú por esposa está al alcance de tu mano. Soy
yo la doncella de que hablas y seré tu esposa, porque así ha sido
dispuesto".
Y batiendo ras aguas del mar con sus alas,
quedó el cisne completamente escondido por la neblina. En cuanto aquélla se
disipó, vió Guidon ante él a una doncella tan hermosa que se sintió obligado a
quererla mirar siempre. Tenía entre sus doradas trenzas una media luna y en su
pecho brillaba una estrella de plata.
El príncipe cayó a sus pies, besando el borde
de sus vestiduras. Después abrazó a la doncella, diciendo: "¡Ojalá goces
tú de tanta felicidad como has sabido darme, amada de mi alma!"
Juntos se dirigieron a palacio y se
arrodillaron a los pies de la madre de Guidon. Éste tomó la palabra' "Ésta
es la doncella -dijo- que he elegido entre todas las del mundo para ser mi fiel
esposa y tu hija sumisa. Te rogamos bendigas el amor de tus hijos, pues no
conocen paz ni felicidad aquellos que carecen de la bendición de la
madre".
La Zarina lloró de gozo, colocando el icono
del Señor sobre sus cabezas y exclamando: “Téngaos nuestro padre, Dios, en su
santa compañía". Y besó a los enamorados. Las campanas tañeron su alegre
canción y grandes festejos fueron preparados. A ellos fueron invitados poderosos
señores y humildes siervos, para que todos pudieran tomar parte en la felicidad
de su príncipe y saludar a la hermosa novia para.ofrecerle su homenaje.
Guidon vivía feliz con su joven esposa y los
días pasaban tan de prisa como corren las aguas al despeñarse. Volvió el viento
a rizar las aguas del mar, viéndose sobre sus olas una flotilla, cuyas blancas
velas se hinchaban por la fuerte brisa. Los cañones de los fuertes saludaron
con salvas y, echando el ancla, desembarcaron los marinos. Guidon los invitó a
su palacio, los sentó a su mesa y, después de comer y beber, les hizo algunas
preguntas: "¿De dónde venís, dignos marinos, y en qué ramo traficáis?
Cuando vuelva el buen tiempo, ¿dónde iréis desde aquí?"
"Venimos de una extraña tierra de
gigantes, dragones y hermosas sirenas, que cuentan cuentos fascinadores. Hemos
traficado en cosas prohibidas y viajamos ahora hacia el famoso reino del
glorioso Zar Saltan."
"Que Dios os conceda una viaje próspero.
Llevad mis palabras de saludo al Zar, para que cumpla la promesa de visitar la
verde isla y conocer el rostro del príncipe Guidon."
Marcharon, al fin, los mercaderes. El viento
llevó los barcos al reino de Saltan, y aquéllos se apresuraron a llevarle las
palabras del príncipe. Estaba el Zar sentado en su trono. Sus vestiduras
resplandecían de joyas, pero su alma estaba triste hasta la muerte. Tomó la
palabra, y dijo "Mucho y muy pacientemente hemos esperado vuestra llegada,
amigos. ¿Habéis encontrado buena o mala fortuna, al otro lado del mundo? ¿Qué
maravilla tenéis que narrar?"
"Mala y buena fortuna hemos encontrado al
otro lado del mundo. Podemos hablaros de gigantes y dragones, de hermosas
sirenas con colas verdes y brillantes, y muchas más extrañas maravillas. La
mayor de todas se encuentra en una isla que se halla en medio del mar, donde
una ciudad dorada se levanta hacia el cielo. Allí una ardilla gris se encuentra
en una casita de cristal cascando avellanas de oro y esmeralda, y habita la
isla una princesa tan hermosa que quien la mira una vez desea mirarla siempre.
Es tan radiante de belleza que hasta los rayos del sol palidecen al verla, y,
cuando cae la noche, su belleza ilumina la tierra. Tiene, como señal para
reconocerla, una media luna escondida entre sus trenzas doradas, y en su blanco
pecho brilla una estrella de plata. El que gobierna la isla se llama Guidon y
es alabado por su pueblo, que le encarece el más sabio entre todos los
legisladores. De esta manera nos ha mandado saludar al Zar Saltan: Cumpla el
Zar su promesa, que es la de conocer la verde isla y el rostro del príncipe
Guidon."
El Zar, entonces, no quiso pensar por más
tiempo si le convenía quedarse. Ordenó que una flota fuese lanzada al mar para
marchar, con su corte, a aquella extraña isla, que se encontraba en medio del
océano. Las envidiosas hermanas de la Zarina intentaron hacerle desistir de su
propósito, exclamando: “Es eso un locura propia de niños tontos. ¿Cuándo se ha
visto, o se ha oído decir que las ciudades se levanten y se construyan solas,
que una ardilla casque avellanas de oro y que los doncellas lleven luna y
estrellas para adornarse? Estos hombres se burlan de vos, Señor, al contar
estas cosas, y es seguro que si viajáis hasta allá vuestro viaje será de poco
provecho."
Exclamó el Zar: "¿Soy yo un niño a las
órdenes de las mujeres, o soy el Zar Saltan? Vosotras podéis ir o quedaros,
como os plazca, pero no penséis que ajuste mi voluntad a la vuestra."
Dicho esto salió de su alcázar y se dirigió hacia los barcos, seguido de las
dos hermanas.
El príncipe Guidon, sentado en la torre más
alta de su palacio, miraba hacia el mar. Las aguas, tranquilas, permitían ver a
larga distancia; así es que, desde muy lejos, pudo divisar un barco. Más tarde
le llegó el turno al segundo y en cuanto se dibujó el tercero, Guidon imaginó
que sería aquélla la flota del Zar Saltan, que atravesaba en su honor el
infinito mar. Su alegría le hizo dar gritos y salió al encuentro de los
viajeros para ofrecerles la bienvenida.
El Zar fijaba sus extrañados ojos en la
hermosa ciudad dorada colocada en la colina.
Guidon lo cogió de la mano sin decir palabra y
le guió hasta su palacio. Antes de entrar en el alcázar vió el Zar Saltan a la
ardilla que, sentada bajo el pino, en su casa de cristal, cascaba avellanas de
oro y esmeraldas y cantaba canciones populares rusas. Esto le hizo reír.
Entraron más tarde en el gran vestíbulo del palacio, donde esperaba la esposa
de Guidon. Tan hermosa era que quien la miraba una vez deseaba mirarla siempre.
Cogida de su mano es. taba la Zarina. Cuando la reconoció el Zar, exclamó:
"¿Quién me ha hecho traición? ¡Castiguemos al culpable con la muerte
destinada a los traidores!"
Guidon contestó: "Han traicionado a
Vuestra majestad aquella a quien picó un mosquito y la que fué atravesada por
el dardo de una abeja."
Las dos hermanas cayeron a los pies del Zar,
pidiéndole perdón. Pero éste les contestó: "Así como habéis sido
misericordiosas, recibiréis de mí misericordia." Mas la Zarina se
arrodilló también a sus pies, y puso su mano en la de su esposo y señor,
diciendo: "Yo os pido, por el recuerdo de nuestra juventud en la casa
paterna, que oigáis sus ruegos." El Zar levantó a su esposa, diciendo:
"Sea como tú quieras; mas que se vayan de mi lado tus hermanas para no
volver jamás donde pueda tropezar con ellas mi mirada".
Las dos hermanas de la Zarina fueron, pues,
alejadas, y el Zar Saltarr bendijo a su hijo y a la hermosa princesa. Luego
tomaron asiento y dedicaron a festejos tres días y tres noches. Pasado ese
tiempo, el Zar volvió a su reino con la Zarina. El príncipe Guidon quedóse a
vivir en la isla con su esposa y con la ardilla gris. Fué un valiente guerrero
y un sabio legislador, que superó a todos, incluso al Zar Saltan.
0.062.1 anonimo (rusia) - 054
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