Alguien dijo: "Los cuentos nos ayudan a enfrentarnos al mundo"

Era se una vez...

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viernes, 24 de octubre de 2014

El marido infiel

En Chang-Chou había un mendigo llamado Dhzang. Era una persona instruida, pero su mala suerte le había conducido a aquella situación. Sólo lo lamentaba por su hija, una joven de dieciocho años, hermosa como el amanecer en el río Yang-Tse. Tendría que quedarse soltera, porque él no podría darle una dote digna.
-No importa -le decía su hija. Mi mayor ilusión es tenerte siempre junto a mí y cuidarte cuando seas anciano.
Pero sobre sus ojos se extendía una nube de tristeza, cada vez que hablaban de ello.
El mendigo Dhzang intensificó sus esfuerzos. Cada vez salía más pronto de su casa y pasaba más horas pidiendo. Pero todo resultó inútil. Lo que sacaba apenas si le bastaba para morirse de hambre.
-La gente es así -le consolaba su hija. Sólo da dinero al que ya lo tiene. Pero en el fondo no es mala.
Aquel año las nieves se adelantaron y al mendigo Dhzang no le dio tiempo a reparar el tejado de su casa. Estaba hecho de hierbas que no podían detener ni el frío ni el aire.
-Saldré a coger hojas de maíz. Después me sentaré tres horas en la plaza, así que es posible que hoy vuelva un poco tarde a casa.
-¿También hoy vas a salir? -le preguntó, apenada, su hija. No sacarás ni para recobrar las fuerzas que gastes. Hoy ni los perros saldrán a la calle.
Pero el mendigo Dhzang le enseñó sus manos vacías y abandonó la casa. A media mañana la muchacha abrió la ventana. Se sentía sola y se puso a contemplar la nieve.
«¡Qué hermosos son sus copos! -se dijo. Lástima que sean mensajeros del frío, que es tan cruel con los pobres!»
Entonces se dio media vuelta y vio a un hombre tendido junto a la puerta de su casa. El corazón le dio un vuelco.
«¿Quién podrá ser ese individuo? ¿Será acaso un bandido que se sirve de semejante estratagema para entrar en las casas», se preguntaba, asustada, la joven, porque jamás se había acercado nadie a su choza.
Pero la compasión pudo más que el temor, y abrió la puerta. Era un joven apuesto que vestía ropas de estudiante.
«No parece de aquí -se dijo la hija del mendigo. Seguro que iba de viaje y le ha sorprendido el frío. Un tazón de sopa le sentará bien.»
Y en seguida le metió en la cocina.
Cuando el mendigo Dhzang regresó, riñó con crudeza a su hija.
-Por supuesto que debemos ser hospitalarios con todos, ¿pero te has fijado en sus ropas? Son las de un estudiante y a nosotros no nos está permitido tener trato con gente tan alta.
Entonces el joven viajero abrió los ojos.
-¿Qué es lo que acabo de oír? -preguntó, todavía aturdido. Es posible que mis ropas sean las de un estudiante, pero también yo soy un mendigo.
Y les contó que su familia, en efecto, había sido muy rica, pero había venido a menos y él se había visto obligado a pedir por las calles.
-Yo soy Mu-Chi. Es para mí un honor compartir vuestra pobreza.
Y se desmayó de frío.
Entonces el mendigo Dhzang le cubrió con una manta de hojas de maíz. A la mañana siguiente estaba completamente recuperado.
-Si me lo permitís -dijo con humildad, me quedaré en vuestra casa y trabajaré para vosotros.
-Lo que hemos hecho ha sido sólo nuestra obligación -respondió el mendigo Dhzang-. No nos debes nada.
-Quizá tengas razón. Pero es de personas nobles ser agradecidos -y le acompañó a pedir en la plaza.
La verdad, no obstante, era que Mu-Chi se había enamorado de su hija. La muchacha le correspondió y a los seis meses se casaron. El mendigo Dhzang saltaba de alegría.
-Nos lo trajo la nieve, pero su corazón es tan ardiente como el sol -decía, emocionado, el día de la boda.
Mu-Chi fue, en efecto, un buen hijo y mejor esposo. Durante el invierno hacía que el mendigo Dhzang se quedara en casa y, fuera a donde fuera, cuando regresaba, siempre le traía flores a su mujer. Sin embargo, el mendigo y su hija no estaban satisfechos.
-Tú eres un hombre de estudios -le dijeron un día. Es una lástima que pierdas tan miserablemente tu vida.
-Podría presentarme a los exámenes del reino, ¡pero la capital está tan lejos!
Entonces, el mendigo Dhzang y su hija decidieron sacrificarse.
Mendigaron como perros y aun tuvieron tiempo de acudir a los campos. De esta forma reunieron el doble del dinero que Mu-Chi necesitaba para el viaje.
-No puedo aceptarlo -dijo, emocionado, al verlo. Aquí está todo vuestro sudor.
Pero su esposa le miró a los ojos y le suplicó que lo aceptara. -Si en algo estimas nuestro cariño -dijo, tómalo y vuelve convertido en un funcionario imperial.
Cuando Mu-Chi abandonó la aldea, el corazón le sangraba de tristeza. Pero se dijo: «Yo mejoraré sus vidas, aunque para ello tenga que venderme como esclavo.»
Y durante todo el camino no dejó de estudiar.
En la capital ni un solo día salió a beber vino de arroz. Toda su obsesión eran los libros. No es de extrañar, pues, que aprobara el examen. El secretario del emperador en persona vino a comunicárselo.
-Vivirás en el palacio imperial -anunció, solemne, porque has obtenido el número uno y el Hijo del Cielo quiere tenerte a su lado.
Mu-Chi no cabía en sí de alegría, pero se echó por tierra y dijo:
-Si mi esposa no está a mi lado, servir al emperador será como poseer todas las riquezas y no poder disfrutar de ninguna.
El secretario imperial ordenó que le dieran un barco y Mu-Chi partió hacia la aldea del mendigo Dhzang. Cuando le vieron llegar, no querían creer que era él.
-¿De qué os extrañáis? -preguntó con orgullo. El emperador me sienta a su mesa, pero yo nunca olvidaré que fui un mendigo. Vamos. Daos prisa. Se acabaron para vosotros las penalidades.
Pero el mendigo Dhzang no quería marcharse.
-Idos vosotros -decía, sacudiendo su mano izquierda. Yo
soy ya muy viejo y no quiero ser un estorbo. Mu-Chi se echó a llorar.
-Si no vienes con nosotros -amenazó con decisión-, renunciaré a mi puesto.
Y el mendigo Dhzang terminó cediendo.
Durante los primeros días, el viaje fue muy feliz. Asombrados, contemplaban las maravillas que se sucedían a lo largo del río. Pero, al ver el respeto con el que los recibían en todos los lugares por donde pasaban, Mu-Chi empezó a pensar: «Es vergonzoso tener un suegro mendigo y una esposa hija de mendigo.»
Y comenzó a tramar la forma de deshacerse de ellos. Una noche, la luna brillaba rojiza. Mu-Chi estaba sentado en la proa del barco y su esposa se acercó a él.
-¡Qué color más extraño tiene hoy la luna! -exclamó, sobresaltada.
-Si la miras reflejada en el agua -dijo Mu-Chi, vuelve a
adquirir su color de siempre. Es algo fantástico.
La hija del mendigo Dhzang sintió curiosidad.
-¿Puedes hacerme un sitio para verla yo también?
-Claro que sí -respondió Mu-Chi y le dio un empujón.
Cuando vio que no salía del agua, comenzó a gritar.
-¡Se ahoga! ¡Mi mujer se ahoga! -y fue corriendo a despertar al mendigo.
-¿Qué dices? -preguntó éste, sobresaltado.
-Estábamos contemplando la luna en la proa del barco, cuando resbaló y cayó al agua.
El mendigo Dhzang agarró una pértiga y se inclinó sobre cubierta, diciendo:
-Es posible que con este palo todavía pueda salvarla. Los pesca-dores lo hacen siempre así.
Pero Mu-Chi le empujó y también él se perdió en las aguas. Esta vez no gritó. Se quedó esperando diez minutos y tranquilamente se fue a dormir.
«¡Libre! ¡Soy libre como las alondras! -se felicitaba, riendo. Ya no tendré motivos para avergonzarme de mi pasado.» Tras tres meses de navegación llegó por fin a la capital. Aún no llevaba dos días en ella cuando se presentó una mujer de porte distinguido.
-Vengo en nombre del ministro Chiang -le dijo. Como bien sabéis, tiene una hija y quiere que le hagáis el honor de tomaría por esposa.
Mu-Chi pensó: «Si admito estar casado, perderé esta gran oportunidad. Además, ¿que puedo temer? La hija del mendigo Dhzang yace en el fondo del río.» Y aceptó, complacido.
El día de los esponsales, media ciudad se congregó en casa del ministro. Mu-Chi estaba impaciente por ver a su nueva esposa.
«Tiene que ser hermosa como un capullo de loto -se decía. ¿Cómo puede haber, si no, nombrado ministro el emperador a su padre? El Hijo del Cielo es un gran amante de la belleza.»
Pero, cuando entró en el tálamo y levantó los tres velos que cubrían el rostro de la novia, lanzó un grito de horror. ¡Tenía la misma cara que la hija del mendigo!
¡Socorro! -salió, gritando. ¡Me persigue un fantasma!
Entonces, el ministro Chiang le agarró por el cuello y le dijo:
-¿Cómo te atreves a llamar a mi hija fantasma?
-¡Pero esa mujer no es vuestra hija! Yo os a...
Mu-Chi no pudo continuar. Un sudor frío le corría por todo el cuerpo y la lengua no le obedecía. ¡Justamente detrás del ministro estaba el mendigo Dhzang!
-No me mires con esa cara -le dijo, severo. Si no llega a ser por el ministro Chiang, tu esposa y yo estaríamos muertos. Fue una suerte que su barco navegara detrás del tuyo, cuando. sin corazón, nos tiraste a las aguas.
Mu-Chi se puso a gritar, desesperado:
-iFue un ataque de orgullo! ¡Me cegó mi nuevo cargo! ¡Perdonadme, ministro Chiang!
-Yo no puedo decidir -respondió el dignatario imperial. Sólo el Hijo del Cielo puede perdonar a sus consejeros.
Pero, cuando se enteró de lo ocurrido, el emperador montó en cólera y le condenó a morir ahogado.
-Perdonadle, señor -le suplicaron el mendigo Dhzang y su hija. Le cegó su nuevo cargo y se dejó llevar por el orgullo.
-No puede servir al pueblo quien permite a tal monstruo habitar en su corazón -respondió el Hijo del Cielo.
Después, mirando al mendigo Dhzang a los ojos; añadió:
-Tú ocuparás el puesto de Mu-Chi, porque, aunque eres pobre, no te has rendido nunca a la ambición.
Y su hija se casó con el hijo único del ministro Chiang.

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