En
Chang-Chou había un mendigo llamado Dhzang. Era una persona
instruida, pero su mala suerte le había conducido a aquella
situación. Sólo lo lamentaba por su hija, una joven de dieciocho
años, hermosa como el amanecer en el río Yang-Tse. Tendría que
quedarse soltera, porque él no podría darle una dote digna.
-No
importa -le decía su hija.
Mi mayor ilusión es tenerte siempre junto a mí y cuidarte cuando
seas anciano.
Pero
sobre sus ojos se extendía una nube de tristeza, cada vez que
hablaban de ello.
El
mendigo Dhzang intensificó sus esfuerzos. Cada vez salía más
pronto de su casa y pasaba más horas pidiendo. Pero todo resultó
inútil. Lo que sacaba apenas si le bastaba para morirse de hambre.
-La
gente es así -le consolaba su hija. Sólo da dinero al que ya lo
tiene. Pero en el fondo no es mala.
Aquel
año las nieves se adelantaron y al mendigo Dhzang no le dio tiempo a
reparar el tejado de su casa. Estaba hecho de hierbas que no podían
detener ni el frío ni el aire.
-Saldré
a coger hojas de maíz. Después me sentaré tres horas en la plaza,
así que es posible que hoy vuelva un poco tarde a casa.
-¿También
hoy vas a salir? -le preguntó, apenada, su hija. No sacarás ni para
recobrar las fuerzas que gastes. Hoy ni los perros saldrán a la
calle.
Pero
el mendigo Dhzang le enseñó sus manos vacías y abandonó la casa.
A media mañana la muchacha abrió la ventana. Se sentía sola y se
puso a contemplar la nieve.
«¡Qué
hermosos son sus copos! -se dijo. Lástima que sean mensajeros del
frío, que es tan cruel con los pobres!»
Entonces
se dio media vuelta y vio a un hombre tendido junto a la puerta de su
casa. El corazón le dio un vuelco.
«¿Quién
podrá ser ese individuo? ¿Será acaso un bandido que se sirve de
semejante estratagema para entrar en las casas», se preguntaba,
asustada, la joven, porque jamás se había acercado nadie a su
choza.
Pero
la compasión pudo más que el temor, y abrió la puerta. Era un
joven apuesto que vestía ropas de estudiante.
«No
parece de aquí -se dijo la hija del mendigo. Seguro que iba de viaje
y le ha sorprendido el frío. Un tazón de sopa le sentará bien.»
Y
en seguida le metió en la cocina.
Cuando
el mendigo Dhzang regresó, riñó con crudeza a su hija.
-Por
supuesto que debemos ser hospitalarios con todos, ¿pero te has
fijado en sus ropas? Son las de un estudiante y a nosotros no nos
está permitido tener trato con gente tan alta.
Entonces
el joven viajero abrió los ojos.
-¿Qué
es lo que acabo de oír? -preguntó, todavía aturdido. Es posible
que mis ropas sean las de un estudiante, pero también yo soy un
mendigo.
Y
les contó que su familia, en efecto, había sido muy rica, pero
había venido a menos y él se había visto obligado a pedir por las
calles.
-Yo
soy Mu-Chi. Es para mí un honor compartir vuestra pobreza.
Y
se desmayó de frío.
Entonces
el mendigo Dhzang le cubrió con una manta de hojas de maíz. A la
mañana siguiente estaba completamente recuperado.
-Si
me lo permitís -dijo con humildad, me quedaré en vuestra casa y
trabajaré para vosotros.
-Lo
que hemos hecho ha sido sólo nuestra obligación -respondió el
mendigo Dhzang-. No nos debes nada.
-Quizá
tengas razón. Pero es de personas nobles ser agradecidos -y le
acompañó a pedir en la plaza.
La
verdad, no obstante, era que Mu-Chi se había enamorado de su hija.
La muchacha le correspondió y a los seis meses se casaron. El
mendigo Dhzang saltaba de alegría.
-Nos
lo trajo la nieve, pero su corazón es tan ardiente como el sol
-decía, emocionado, el día de la boda.
Mu-Chi
fue, en efecto, un buen hijo y mejor esposo. Durante el invierno
hacía que el mendigo Dhzang se quedara en casa y, fuera a donde
fuera, cuando regresaba, siempre le traía flores a su mujer. Sin
embargo, el mendigo y su hija no estaban satisfechos.
-Tú
eres un hombre de estudios -le dijeron un día. Es una lástima que
pierdas tan miserablemente tu vida.
-Podría
presentarme a los exámenes del reino, ¡pero la capital está tan
lejos!
Entonces,
el mendigo Dhzang y su hija decidieron sacrificarse.
Mendigaron
como perros y aun tuvieron tiempo de acudir a los campos. De esta
forma reunieron el doble del dinero que Mu-Chi necesitaba para el
viaje.
-No
puedo aceptarlo -dijo, emocionado, al verlo. Aquí está todo vuestro
sudor.
Pero
su esposa le miró a los ojos y le suplicó que lo aceptara. -Si en
algo estimas nuestro cariño -dijo, tómalo y vuelve convertido en un
funcionario imperial.
Cuando
Mu-Chi abandonó la aldea, el corazón le sangraba de tristeza. Pero
se dijo: «Yo mejoraré sus vidas, aunque para ello tenga que
venderme como esclavo.»
Y
durante todo el camino no dejó de estudiar.
En
la capital ni un solo día salió a beber vino de arroz. Toda su
obsesión eran los libros. No es de extrañar, pues, que aprobara el
examen. El secretario del emperador en persona vino a comunicárselo.
-Vivirás
en el palacio imperial -anunció, solemne, porque has obtenido el
número uno y el Hijo del Cielo quiere tenerte a su lado.
Mu-Chi
no cabía en sí de alegría, pero se echó por tierra y dijo:
-Si
mi esposa no está a mi lado, servir al emperador será como poseer
todas las riquezas y no poder disfrutar de ninguna.
El
secretario imperial ordenó que le dieran un barco y Mu-Chi partió
hacia la aldea del mendigo Dhzang. Cuando le vieron llegar, no
querían creer que era él.
-¿De
qué os extrañáis? -preguntó con orgullo. El emperador me sienta a
su mesa, pero yo nunca olvidaré que fui un mendigo. Vamos. Daos
prisa. Se acabaron para vosotros las penalidades.
Pero
el mendigo Dhzang no quería marcharse.
-Idos
vosotros -decía, sacudiendo su mano izquierda. Yo
soy
ya muy viejo y no quiero ser un estorbo. Mu-Chi se echó a llorar.
-Si
no vienes con nosotros -amenazó con decisión-, renunciaré a mi
puesto.
Y
el mendigo Dhzang terminó cediendo.
Durante
los primeros días, el viaje fue muy feliz. Asombrados, contemplaban
las maravillas que se sucedían a lo largo del río. Pero, al ver el
respeto con el que los recibían en todos los lugares por donde
pasaban, Mu-Chi empezó a pensar: «Es vergonzoso tener un suegro
mendigo y una esposa hija de mendigo.»
Y
comenzó a tramar la forma de deshacerse de ellos. Una noche, la luna
brillaba rojiza. Mu-Chi estaba sentado en la proa del barco y su
esposa se acercó a él.
-¡Qué
color más extraño tiene hoy la luna! -exclamó, sobresaltada.
-Si
la miras reflejada en el agua -dijo Mu-Chi, vuelve a
adquirir
su color de siempre. Es algo fantástico.
La
hija del mendigo Dhzang sintió curiosidad.
-¿Puedes
hacerme un sitio para verla yo también?
-Claro
que sí -respondió Mu-Chi y le dio un empujón.
Cuando
vio que no salía del agua, comenzó a gritar.
-¡Se
ahoga! ¡Mi mujer se ahoga! -y fue corriendo a despertar al mendigo.
-¿Qué
dices? -preguntó éste, sobresaltado.
-Estábamos
contemplando la luna en la proa del barco, cuando resbaló y cayó al
agua.
El
mendigo Dhzang agarró una pértiga y se inclinó sobre cubierta,
diciendo:
-Es
posible que con este palo todavía pueda salvarla. Los pesca-dores lo
hacen siempre así.
Pero
Mu-Chi le empujó y también él se perdió en las aguas. Esta vez no
gritó. Se quedó esperando diez minutos y tranquilamente se fue a
dormir.
«¡Libre!
¡Soy libre como las alondras! -se felicitaba, riendo. Ya no tendré
motivos para avergonzarme de mi pasado.» Tras tres meses de
navegación llegó por fin a la capital. Aún no llevaba dos días en
ella cuando se presentó una mujer de porte distinguido.
-Vengo
en nombre del ministro Chiang -le dijo. Como bien sabéis, tiene una
hija y quiere que le hagáis el honor de tomaría por esposa.
Mu-Chi
pensó: «Si admito estar casado, perderé esta gran oportunidad.
Además, ¿que puedo temer? La hija del mendigo Dhzang yace en el
fondo del río.» Y aceptó, complacido.
El
día de los esponsales, media ciudad se congregó en casa del
ministro. Mu-Chi estaba impaciente por ver a su nueva esposa.
«Tiene
que ser hermosa como un capullo de loto -se decía. ¿Cómo puede
haber, si no, nombrado ministro el emperador a su padre? El Hijo del
Cielo es un gran amante de la belleza.»
Pero,
cuando entró en el tálamo y levantó los tres velos que cubrían el
rostro de la novia, lanzó un grito de horror. ¡Tenía la misma cara
que la hija del mendigo!
¡Socorro!
-salió, gritando.
¡Me persigue un fantasma!
Entonces,
el ministro Chiang le agarró por el cuello y le dijo:
-¿Cómo
te atreves a llamar a mi hija fantasma?
-¡Pero
esa mujer no es vuestra hija! Yo os a...
Mu-Chi
no pudo continuar. Un sudor frío le corría por todo el cuerpo y la
lengua no le obedecía. ¡Justamente detrás del ministro estaba el
mendigo Dhzang!
-No
me mires con esa cara -le dijo, severo. Si no llega a ser por el
ministro Chiang, tu esposa y yo estaríamos muertos. Fue una suerte
que su barco navegara detrás del tuyo, cuando. sin corazón, nos
tiraste a las aguas.
Mu-Chi
se puso a gritar, desesperado:
-iFue
un ataque de orgullo! ¡Me cegó mi nuevo cargo! ¡Perdonadme,
ministro Chiang!
-Yo
no puedo decidir -respondió el dignatario imperial. Sólo el Hijo
del Cielo puede perdonar a sus consejeros.
Pero,
cuando se enteró de lo ocurrido, el emperador montó en cólera y le
condenó a morir ahogado.
-Perdonadle,
señor -le suplicaron el mendigo Dhzang y su hija. Le cegó su nuevo
cargo y se dejó llevar por el orgullo.
-No
puede servir al pueblo quien permite a tal monstruo habitar en su
corazón -respondió el Hijo del Cielo.
Después,
mirando al mendigo Dhzang a los ojos; añadió:
-Tú
ocuparás el puesto de Mu-Chi, porque, aunque eres pobre, no te has
rendido nunca a la ambición.
Y
su hija se casó con el hijo único del ministro Chiang.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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