El
señor Dung-Kwo era un filósofo de la escuela mohísta. Como tal,
propugnaba la compasión, la tolerancia y el sacrificio propio en
favor de los demás. Su fama de sabio era tan grande que el rey de
Wei le envió mensajeros diciéndole:
-Mi
reino se prepara para la guerra. Ven y háblanos del valor de las
virtudes humanas.
El
señor Dung-Kwo no lo pensó dos veces. Cogió un bolsón de cuero,
lo llenó de libros y abandonó su casa. Cuando atravesaba el reino
de Yao, vio acercarse a unos soldados. Eran jóvenes y a juzgar por
lo reluciente de sus armaduras, los más valientes del ejército
real.
-No
sabía que mi fama fuera tan grande -pensó, asombrado. ¿Cómo es
posible que el rey de Yao envíe este destacamento a darme la
bienvenida? ¿Será que está en contra de los planes de su colega de
Wei?
Pero
los soldados ni siquiera le conocían. Le rodearon como si fuera un
criminal y le trataron con rudeza.
-Tú
has tenido que verlo. No te hagas el despistado -dijo el que mandaba
el destacamento.
-¿Ver
qué? -se atrevió a preguntar el sabio. Yo soy sólo un filósofo
que va predicando la concordia.
-El
lobo que estamos persiguiendo -volvió a decir el capitán. Por
fuerza ha tenido que cruzarse contigo. Le teníamos rodeado.
-Los
filósofos sois tan tontos que a lo mejor hasta le has ayudado a
escapar -dijo otro de los guerreros, y le amenazó con su fusta.
El
señor Dung-Kwo lo negó con firmeza. Como era anciano, no le
castigaron por semejante atrevimiento. Pero le advirtieron que, si
veía al lobo y no les avisaba, recibiría diez mil azotes.
«¿Por
qué a los hombres nos cuesta tanto apreciar el valor de la
dulzura?», se preguntaba, mientras proseguía nuevamente su camino.
Los
cascos de los caballos sonaban ya lejanos y el señor Dung-Kwo empezó
a olvidarse del incidente. Entonces oyó un ruido entre los arbustos
y apareció un lobo. Era enorme, pero los pelos de su lomo estaban
erizados por el miedo.
-¡Ayúdame,
anciano! -le suplicó el animal. Los soldados me persiguen y no tengo
ya a dónde huir.
-Pero,
¿qué puedo hacer yo por ti? -preguntó el sabio, asombrado. Soy
sólo un filósofo que va de camino al reino de Wei.
-Escóndeme
en tu bolsón -respondió, jadeante, la bestia. No será difícil. Tú
me atas las patas y yo me encogeré cuanto pueda.
El
señor Dung-Kwo hizo cuanto el lobo le había dicho. Le apenó
deshacerse de sus libros, pero nada podía compararse con el placer
de salvar una vida.
Durante
todo el día el lobo estuvo acurrucado en el bolsón. A la caída de
la tarde, cuando el peligro de los soldados había desaparecido ya,
comenzó a gritar:
-¡Sácame
de aquí! GO es que quieres que pase toda la vida encogido? Si no me
sacas pronto, no podré volver a correr.
El
señor Dung-Kwo abrió el bolsón y le desató las patas. El lobo
estaba radiante.
-Te
lo agradeceré siempre -dijo, al despedirse del sabio. Buscaré la
forma de recompensártelo. Te lo aseguro.
Pero
no habían transcurrido diez minutos cuando volvió a presentarse
ante el filósofo.
-He
pensado que, puesto que tú eres tan bueno -comenzó diciendo, no
tendrás ningún inconveniente en que te coma -y se lanzó sobre él.
-¡Espera...,
espera un momento! -gritó el señor Dung-Kwo, debatiéndose con
todas sus fuerzas. ¿No acabas de decir que ibas a recompensarme por
mi buena acción? ¿Por qué quieres devorarme?
-Compréndelo
-respondió el lobo. He corrido tanto hoy que ni fuerzas tengo ya
para respirar. Si no me dejas comerte. me moriré de hambre y todo lo
que has hecho por mí habrá sido inútil.
-Tienes
razón -concluyó el sabio. Pero no es justo que yo me someta a tu
punto de vista y tú no hagas caso del mío. Preguntemos a los tres
primeros seres vivos con los que nos topemos y que sean ellos los que
decidan.
Al
lobo le pareció bien. Dejó que el sabio se levantara y continuaron
caminando. Al poco tiempo se toparon con un ciruelo. Era viejo y ya
no daba ningún fruto.
-¿Qué
opinas tú? -le preguntó el lobo, después de explicarle lo
acordado.
-Por
supuesto que debes comértelo -sentenció el viejo árbol. Si yo
fuera tú, no lo dudaría.
-Pero,
¿por qué? -preguntó, aterrado, el señor Dung-Kwo.
-Está
claro -prosiguió el ciruelo. Yo nací en el célebre jardín de los
ciruelos del rey de Yao. Después me compró un rico terrateniente y
me plantó aquí. Durante años le he dado sombra y frutos. Ahora,
que soy viejo, quiere cortarme y transformarme en madera. Os digo que
de este invierno no paso.
El
lobo se echó en seguida encima del señor Dung-Kwo.
-¿No
has oído la sentencia? -preguntó cuando vio que el sabio se oponía
con todas sus fuerzas.
-Sí
-contestó el filósofo, pero nosotros acordamos escuchar el
veredicto de tres seres vivos.
El
lobo cayó en la cuenta de que eso había sido, en efecto, lo
pactado, y continuaron caminando. A lo lejos todavía se escuchaban
los gritos del ciruelo:
-¡Cómetelo,
lobo! ¡Los hombres son muy astutos! ¡No te fíes de ninguno!
Finalmente
se encontraron con una vaca. Era fornida y pacía tranquilamente en
un maravilloso valle. Al ver al lobo, comenzó a mugir, aterrorizada.
-No
te asustes -la tranquilizó el señor Dung-Kwo. Sólo queremos que
nos des tu opinión -y le explicó su extraño acuerdo.
-iClaro
que debes comértelo! -dijo la vaca, y rumió un bocado de hierba.
-¿Por
qué? -preguntó, nervioso, el sabio. Si no llega a venir conmigo,
este lobo te hubiera devorado sin ninguna contemplación.
-Es
cuestión de simple justicia -prosiguió la vaca, muy calmada. Es
cierto que vivo bajo el mismo techo que el hombre, que él me cuida y
me protege. Pero, ¿no le doy yo a cambio lo mejor que tengo? No sólo
le lleno sus tinajas de leche, sino que incluso le ayudo a arar sus
campos y a tirar de sus carretas. ¿Y todo para qué? Cuando sea
vieja, me matará y se comerá mi carne.
Por
segunda vez el lobo se lanzó sobre el señor Dung-Kwo con intención
de comérselo.
-¿No
lo has oído? -preguntó, alborozado. Esta es tu segunda sentencia de
muerte. ¿Para qué preguntar a un tercer juez, cuando ya he obtenido
yo la mayoría?
Pero
el sabio insistió en llevar hasta el final lo pactado, y el lobo
dijo, relamiéndose:
-Está
bien. Será sólo cuestión de minutos.
Mientras
caminaban por el valle, la vaca no dejaba de gritar entre mugidos:
-¡No
seas tonto, lobo! Si no te lo comes ahora, terminará engañándote.
El
camino del sabio y la bestia se cruzó con el de un caminante. Venía
de la capital de uno de los siete reinos y estaba muy cansado.
-No
me vengáis con cuentos -dijo, malhumorado, cuando le explicaron su
acuerdo y la decisión del ciruelo y la vaca. ¿Quién puede creerse
que un lobo tan corpulento como tú puede meterse, sin más, en un
bolsón tan pequeño? ¡Eso es imposible! ¿Acaso cabe el río
Amarillo en una copa de ónice?
El
lobo se sintió ofendido, pero fue el señor Dung-Kwo quien salió en
su defensa.
-Yo
pertenezco a la escuela mohísta y nosotros decimos siempre la verdad
-afirmó con dignidad el sabio.
-Por
supuesto que no quiero ofender a tan prestigioso filósofo -se
disculpó el caminante. Pero si no lo veo, no puedo creerlo. Yo soy
así.
El
lobo accedió entonces a que le atara las patas.
-¿Es
así como lo hizo el sabio? -preguntó el caminante, asegurando
firmemente los nudos. Ahora métete en el bolsón.
En
cuanto lo hizo, el caminante tomó la espada que llevaba al cinto el
señor Dung-Kwo y le asestó diez cuchilladas. Se oyó un grito de
dolor y a los pocos segundos el bolsón dejó de sacudirse.
-Esto
es lo que debías haber hecho tú -le recriminó el caminante. Si el
lema de la escuela mohísta es ser amable con todas las criaturas,
¿no es justo que empieces aplicándote a ti mismo ese principio?
El
señor Dung-Kwo cayó en la cuenta de lo débil de su pensamiento y
decidió suspender su viaje al reino de Wei.
«¿Para
qué -se preguntó con alivio, si, en vez de preparar a sus hombres
para la guerra iba en realidad a adelantar su derrota?»
Cuando
se enteraron de tal decisión, todos los monarcas de los siete reinos
le invitaron a que fuera su primer ministro. Pero el señor Dung-Kwo
rechazó sus ofertas, porque ya no se consideraba un sabio.
0.005.1 anonimo (china) - 049
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